Este texto se ocupa, especialmente, de la situación cuando los bolcheviques llegaron al poder; no fue provocado por su usurpación. Durante un tiempo, en sus intentos por restablecer el orden, se fusilaba a cualquiera que portara armas. Miles de hombres fueron apresados y fusilados, y es dudoso que Moscú hubiera podido recuperar siquiera una apariencia de orden sin una violencia semejante. La debacle de la Rusia zarista fue tan completa que el marco y el hábito del orden público habían desaparecido. En la primavera de 1918, los bolcheviques se habían asegurado el control de las grandes ciudades, los ferrocarriles y la navegación de la mayor parte de Rusia. Una Asamblea Constituyente había sido disuelta y dispersada en enero; los bolcheviques no podían trabajar con ella; estaba demasiado dividida en sus objetivos y consejos, según ellos, para una acción vigorosa; y en marzo se firmó la paz, una paz muy sumisa, con Alemania en Brest-Litovsk. A la cabeza de la dictadura bolchevique, que ahora se proponía gobernar Rusia, estaba Lenin, un hombre muy enérgico y de gran lucidez que había pasado la mayor parte de su vida en el exilio en Londres y Ginebra, dedicado a las especulaciones políticas y a la oscura política de las organizaciones marxistas rusas. Al principio, las ideas de los líderes bolcheviques iban mucho más allá de Rusia. El proceso de restauración de una oligarquía, si no de una autocracia, fue lento; y las consignas bolcheviques no cambiaron. El primer paso se representó incluso como una defensa de la democracia; Trotsky, el colega más eminente de Lenin, fue acusado de ambiciones dictatoriales y privado de sus cargos.