Este era el nombre de un programa pensado para 22 países de América latina, de modernización y reforma durante 10 años. Pocos de sus objetivos se consiguieron, en parte por el impulso de la guerra fría de Kennedy. ¿Cómo podemos contemplar seriamente la noción de progreso después del Holocausto, Ruanda y otras muestras de depravación durante el último siglo? Sin embargo, la barbarie es tan antigua como la historia de la humanidad, mientras que el humanitarismo es relativamente joven, lo que tal vez indica la creencia de que el mundo puede mejorarse. El debate sobre si el humanitarismo es capaz de progresar o es un signo de progreso no tiene fácil respuesta. El progreso depende de algo más que la ampliación de nuestro círculo de simpatía; también debe incorporar los deseos, intereses y valores de los que son objeto de simpatía si se quiere evitar una política de lástima. El humanitarismo contiene elementos de emancipación y dominación, por lo que quienes juegan a ser un salvador tienden a creer que pueden hablar en nombre de las víctimas, que conocen sus necesidades mejor que éstas, que sus posiciones privilegiadas les dan la experiencia, la sabiduría y la perspicacia para saber cómo poner a las víctimas en el camino del progreso. No hay salvaguardia contra estos excesos de paternalismo a menos que se encuentren maneras de asegurar que las «víctimas» del mundo puedan hablar en su propio nombre y definir su propia visión del progreso. Los humanitaristas suelen ser conscientes de esta otra dimensión del progreso moral, aunque no hayan descubierto una fórmula para equilibrar el deseo de incorporar las voces de los demás con su creencia de que deben hacer lo correcto, aunque los demás no lo consideren así. El humanitarismo es una madera torcida. Como la célebre observación de Immanuel Kant sobre la humanidad, cuando señalaba que del “tronco torcido de la humanidad, nunca se hizo” nada recto. Kant intentaba reconciliar su recelo sobre todo idealismo con su creencia en la posibilidad de progreso moral.