El periodo medieval comenzó con el declive del Imperio Romano como consecuencia de las invasiones bárbaras. Tras ello y a lo largo de varios siglos, la iglesia cristiana desempeñó un papel decisivo en la constitución de lo que se conoció como la respublica Christiana. Incluía, en configuraciones siempre cambiantes, los sectores occidental y oriental del antiguo Imperio Romano, es decir, porciones de Europa occidental y Bizancio, que comprendía Asia Menor y la mayor parte de los territorios alrededor del borde mediterráneo. Roma y Constantinopla acabarían convirtiéndose, respectivamente, en las sedes de las dos partes del nuevo imperio. Fuera de Alemania, de Borgoña y de la mayor parte de Italia, la supremacía del Emperador era una preeminencia esencialmente moral (auctoritas), distinta del poder efectivo (potestas), que simbolizaba la unidad del mundo cristiano en lo temporal, no siendo siempre este aspecto, por lo demás, claramente distinto de lo espiritual. El imperium mundi romano se había convertido, en efecto, en el imperium christianum, el sacrum imperium, el Sacro Imperio, cuyo titular tenía como misión principal la de «defensor de la Iglesia», título que no privó al Emperador de inmiscuir¬se con frecuencia en los asuntos de la Iglesia. Más efectivo fue el poder espiritual del Papa, el cual se extendía a todos los bautizados, independientemente de su sumisión a una u otra jurisdicción temporal. Por tal hecho, el Derecho canónico llegó a ser, en tanto que Derecho supranacional —junto al derecho romano convertido en ius commune— uno de los elementos esenciales de unidad del Occidente cristiano. La Cristiandad medieval fue en realidad una diarquía pecu¬liar, compatible con una amplia autonomía de los cuerpos sociales que la integraban. En una palabra, la República cristiana de la que hablan las fuentes de la época, era un cuerpo social jerarquizado, pero no unitario, una communitas communitatum bajo la dirección más o menos efectiva del Papa y del Emperador.