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Construcción Social de la Realidad

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Construcción Social de la Realidad

Este elemento es una ampliación de los cursos y guías de Lawi. Ofrece hechos, comentarios y análisis sobre este tema.

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Definición de Construcción Social de la Realidad en Ciencias Sociales

[rtbs name=”home-ciencias-sociales”]Es un aspecto de muchas perspectivas micro-interpretativas en la sociología y debe ser entendido como un contraste con la sociología positivista y estructural. Rechazando la idea de que los eventos o fenómenos sociales tengan una existencia independiente y objetiva, examinan los métodos que los miembros de la sociedad utilizan para crear o construir la realidad. Durkheim, por ejemplo, era un positivista y un estructuralista y argumentaba que el suicidio tenía una existencia objetiva, independiente de sí mismo y de los demás. Es decir, había algo en la forma de morir que constituía algo como un suicidio. Un defensor de la perspectiva de la construcción social de la realidad argumentaría que el suicidio es solo una etiqueta para una muerte y está constituido, o creado, por los relatos que personas como la policía, la familia o los forenses dan de la muerte. [rtbs name=”muerte”] Nuestros métodos contables construyen entonces la realidad en lugar de que exista una realidad independiente que podamos describir o explicar. Esta frase fue utilizada en 1966 por Peter Berger y T. Luckmann.

Revisor: Lawrence

Construcción Social de la Realidad en Peter Berger y T. Luckmann

Esta sección ofrece una visión general del desarrollo de la disciplina de la sociología del conocimiento, los conceptos clave que aborda y sus objetivos de investigación. Sostiene que la realidad se construye socialmente y que la sociología del conocimiento debe analizar los procesos de esta construcción. Debe explicar no sólo la diversidad empírica del conocimiento en las sociedades, sino también los procesos por los que cualquier conocimiento se convierte en una realidad socialmente reconocida. La tesis de Marx de que la conciencia del hombre está determinada por su ser social se ha convertido en la tesis básica de la sociología del conocimiento. El término “sociología del conocimiento” fue acuñado por M. Scheler. Sostuvo que la sociedad determina el ser de las ideas, pero no su naturaleza, y destacó el carácter a priori del conocimiento humano individual, que adquiere su sentido en la sociedad. Mannheim sostenía que la sociedad determina no sólo la forma sino también el contenido de la idealización humana. Para él, el fenómeno de la ideología era el más importante. Distinguió entre los conceptos de ideología particularista, total y general. Merton trató de combinar las posiciones de la sociología del conocimiento y la teoría estructural-funcional. Los autores amplían el objeto de estudio de esta sociología argumentando que no sólo debe estudiar la historia de las ideas, sino también todo lo que se considera conocimiento en la sociedad.

Esto es una selección de lo escrito por Peter Berger y T. Luckmann, de 1967 (con algunas modificaciones y una traducción mejorable):

La realidad de la vida cotidiana

“Dado que nuestro propósito en este tratado es un análisis sociológico de la realidad de la vida cotidiana, más precisamente, del conocimiento que guía la conducta en la vida cotidiana, y sólo estamos tangencialmente interesados en cómo esta realidad puede aparecer en diversas perspectivas teóricas para los intelectuales, debemos comenzar por una aclaración de esa realidad tal como está disponible para el sentido común de los miembros ordinarios de la sociedad. La forma en que esa realidad del sentido común puede ser influenciada por las construcciones teóricas de los intelectuales y otros comerciantes de ideas es otra cuestión. La nuestra es, pues, una empresa que, aunque de carácter teórico, está orientada a la comprensión de una realidad que constituye el objeto de la ciencia empírica de la sociología, es decir, el mundo de la vida cotidiana.

Debería ser evidente, pues, que nuestro propósito no es hacer filosofía. Sin embargo, para comprender la realidad de la vida cotidiana, es necesario tener en cuenta su carácter intrínseco antes de proceder al análisis sociológico propiamente dicho. La vida cotidiana se presenta como una realidad interpretada por los hombres y subjetivamente significativa para ellos como un mundo coherente. Como sociólogos, tomamos esta realidad como objeto de nuestros análisis. Dentro del marco de referencia de la sociología como ciencia empírica es posible tomar esta realidad como dada, tomar como datos los fenómenos particulares que surgen dentro de ella, sin indagar más en los fundamentos de esta realidad, lo cual es una tarea filosófica. Sin embargo, dado el propósito particular del presente tratado, no podemos obviar por completo el problema filosófico. El mundo de la vida cotidiana no sólo es dado por sentado como realidad por los miembros ordinarios de la sociedad en la conducción subjetivamente significativa de sus vidas. Es un mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y es mantenido como real por éstos. Por lo tanto, antes de pasar a nuestra tarea principal, debemos intentar aclarar los fundamentos del conocimiento en la vida cotidiana, es decir, las objetivaciones de los procesos subjetivos (y los significados) mediante los cuales se construye el mundo intersubjetivo del sentido común.

Para el propósito que nos ocupa, esta es una tarea preliminar, y no podemos hacer más que esbozar los rasgos principales de lo que creemos que es una solución adecuada al problema filosófico -adecuada, nos apresuramos a añadir, sólo en el sentido de que puede servir como punto de partida para el análisis sociológico. Las consideraciones que siguen a continuación tienen, por tanto, el carácter de prolegómenos filosóficos y son, en sí mismas, presociológicas. El método que consideramos más adecuado para esclarecer los fundamentos del conocimiento de la vida cotidiana es el del análisis fenomenológico, un método puramente descriptivo y, como tal, “empírico” pero no “científico” -tal y como entendemos la naturaleza de las ciencias empíricas-. 1 El análisis fenomenológico de la vida cotidiana, o más bien de la experiencia subjetiva de la vida cotidiana, se abstiene de cualquier hipótesis causal o genética, así como de afirmaciones sobre el estatus ontológico de los fenómenos analizados. Es importante recordar esto. El sentido común contiene innumerables interpretaciones pre y cuasi científicas sobre la realidad cotidiana, que da por supuestas. Si queremos describir la realidad del sentido común debemos referirnos a estas interpretaciones, al igual que debemos tener en cuenta su carácter dado por sentado, pero lo hacemos dentro de los paréntesis fenomenológicos.

▷ En este Día de 24 Abril (1877): Guerra entre Rusia y Turquía
Al término de la guerra serbo-turca estalló la guerra entre Rusia y el Imperio Otomano, que dio lugar a la independencia de Serbia y Montenegro. En 1878, el Tratado Ruso-Turco de San Stefano creó una “Gran Bulgaria” como satélite de Rusia. En el Congreso de Berlín, sin embargo, Austria-Hungría y Gran Bretaña no aceptaron el tratado, impusieron su propia partición de los Balcanes y obligaron a Rusia a retirarse de los Balcanes.

España declara la Guerra a Estados Unidos

Exactamente 21 años más tarde, también un 24 de abril, España declara la guerra a Estados Unidos (descrito en el contenido sobre la guerra Hispano-estadounidense). Véase también:
  • Las causas de la guerra Hispano-estadounidense: El conflicto entre España y Cuba generó en Estados Unidos una fuerte reacción tanto por razones económicas como humanitarias.
  • El origen de la guerra Hispano-estadounidense: Los orígenes del conflicto se encuentran en la lucha por la independencia cubana y en los intereses económicos que Estados Unidos tenía en el Caribe.
  • Las consecuencias de la guerra Hispano-estadounidense: Esta guerra significó el surgimiento de Estados Unidos como potencia mundial, dotada de sus propias colonias en ultramar y de un papel importante en la geopolítica mundial, mientras fue el punto de confirmación del declive español.

La conciencia es siempre intencional; siempre pretende o se dirige a los objetos. Nunca podemos aprehender un sustrato putativo de la conciencia como tal, sólo la conciencia de algo o de otro. Esto es así independientemente de si el objeto de la conciencia se experimenta como perteneciente a un mundo físico externo o se aprehende como un elemento de una realidad subjetiva interna. Tanto si yo (la primera persona del singular, aquí como en las siguientes ilustraciones, representa la autoconciencia ordinaria en la vida cotidiana) estoy viendo el panorama de la ciudad de Nueva York como si soy consciente de una ansiedad interior, los procesos de conciencia implicados son intencionales en ambos casos. No es necesario insistir en que la conciencia del Empire State Building difiere de la conciencia de la ansiedad. Un análisis fenomenológico detallado descubriría las distintas capas de la experiencia y las diferentes estructuras de significado implicadas en, por ejemplo, ser mordido por un perro, recordar haber sido mordido por un perro, tener fobia a todos los perros, etc. Lo que nos interesa aquí es el carácter intencional común de toda conciencia.

Diferentes objetos se presentan a la conciencia como constituyentes de diferentes esferas de la realidad. Reconozco a los compañeros con los que debo tratar en el curso de la vida cotidiana como pertenecientes a una realidad muy diferente de las figuras incorpóreas que aparecen en mis sueños. Los dos conjuntos de objetos introducen tensiones muy diferentes en mi conciencia y estoy atento a ellos de maneras muy distintas. Mi conciencia, por tanto, es capaz de moverse por diferentes esferas de la realidad. Dicho de otro modo, soy consciente de que el mundo consta de múltiples realidades. Cuando paso de una realidad a otra, experimento la transición como una especie de choque. Esta conmoción debe entenderse como causada por el cambio de atención que conlleva la transición. Despertar de un sueño ilustra este cambio de la manera más sencilla. Entre las múltiples realidades hay una que se presenta como la realidad por excelencia. Es la realidad de la vida cotidiana. Su posición privilegiada le da derecho a la designación de realidad suprema. La tensión de la conciencia es máxima en la vida cotidiana, es decir, ésta se impone a la conciencia de la manera más masiva, urgente e intensa. Es imposible de ignorar, difícil incluso de debilitar en su presencia imperativa. En consecuencia, me obliga a estar atento a ella de la manera más completa. Vivo la vida cotidiana en el estado de estar bien despierto. Este estado de existencia y aprehensión de la realidad de la vida cotidiana lo considero normal y evidente, es decir, constituye mi actitud natural.

1 Toda esta sección de nuestro tratado se basa en Alfred Schutz y Thomas Luckmann, Die Strukturen der Lebenswelt, que se está preparando para su publicación. En vista de ello, nos hemos abstenido de proporcionar referencias individuales a los lugares de la obra publicada de Schutz donde se discuten los mismos problemas. Nuestra argumentación se basa aquí en Schutz, tal como la desarrolla Luckmann en la obra mencionada, en su totalidad. El lector que desee conocer la obra de Schutz publicada hasta la fecha puede consultar Alfred Schutz, Der sinnhafte Aufbau der sozialen Welt (Viena, Springer, 1960) ; Collected Papers, Vols. I y II. El lector interesado en la adaptación de Schutz del método fenomenológico al análisis del mundo social puede consultar especialmente sus Collected Papers, Vol. I, pp. 99 y ss., y Maurice Natanson (ed.), Philosophy of the Social Sciences (Nueva York, Random House, 1963), pp. 183 y ss. Yo aprehendo la realidad de la vida cotidiana como una realidad ordenada. Sus fenómenos están dispuestos de antemano en patrones que parecen ser independientes de mi comprensión de ellos y que se imponen a esta última. La realidad de la vida cotidiana aparece ya objetivada, es decir, constituida por un orden de objetos que han sido designados como tales antes de mi aparición en escena. El lenguaje utilizado en la vida cotidiana me proporciona continuamente las objetivaciones necesarias y plantea el orden dentro del cual éstas tienen sentido y dentro del cual la vida cotidiana tiene significado para mí. Vivo en un lugar designado geográficamente; empleo herramientas, desde abrelatas hasta coches deportivos, que se designan en el vocabulario técnico de mi sociedad; vivo dentro de una red de relaciones humanas, desde mi club de ajedrez hasta los Estados Unidos de América, que también se ordenan mediante el vocabulario. De este modo, el lenguaje marca las coordenadas de mi vida en la sociedad y llena esa vida de objetos significativos.

La realidad de la vida cotidiana se organiza en torno al “aquí” de mi cuerpo y al “ahora” de mi presente. Este “aquí y ahora” es el centro de mi atención a la realidad de la vida cotidiana. Lo que se me presenta “aquí y ahora” en la vida cotidiana es el realissimum de mi conciencia. Sin embargo, la realidad de la vida cotidiana no se agota en estas presencias inmediatas, sino que abarca fenómenos que no están presentes “aquí y ahora”. Esto significa que experimento la vida cotidiana en términos de diferentes grados de cercanía y lejanía, tanto espacial como temporalmente. Lo más cercano es la zona de la vida cotidiana que es directamente accesible a mi manipulación corporal. Esta zona contiene el mundo a mi alcance, el mundo en el que actúo para modificar su realidad, o el mundo en el que trabajo. En este mundo del trabajo mi conciencia está dominada por el motivo pragmático, es decir, mi atención a este mundo está determinada principalmente por lo que estoy haciendo, he hecho o pienso hacer en él. De este modo, es mi mundo por excelencia. Sé, por supuesto, que la realidad de la vida cotidiana contiene zonas que no me son accesibles de esta manera. Pero, o bien no tengo ningún interés pragmático en estas zonas, o bien mi interés en ellas es indirecto en la medida en que pueden ser, potencialmente, zonas manipulables para mí. Por lo general, mi interés por las zonas lejanas es menos intenso y ciertamente menos urgente. Me interesa intensamente el conjunto de objetos que intervienen en mi ocupación diaria, por ejemplo, el mundo del garaje, si soy mecánico. Me interesa, aunque de forma menos directa, lo que ocurre en los laboratorios de pruebas de la industria automovilística de Detroit; es poco probable que esté alguna vez en uno de esos laboratorios, pero el trabajo que allí se realiza acabará afectando a mi vida cotidiana. También puede interesarme lo que ocurre en Cabo Kennedy o en el espacio exterior, pero este interés es una cuestión de elección privada, de “tiempo libre”, más que una necesidad urgente de mi vida cotidiana.

La realidad de la vida cotidiana se me presenta además como un mundo intersubjetivo, un mundo que comparto con otros. Esta intersubjetividad diferencia claramente la vida cotidiana de otras realidades de las que soy consciente. Estoy solo en el mundo de mis sueños, pero sé que el mundo de la vida cotidiana es tan real para los demás como para mí. De hecho, no puedo existir en la vida cotidiana sin interactuar y comunicarme continuamente con los demás. Sé que mi actitud natural ante este mundo se corresponde con la actitud natural de los demás, que ellos también comprenden las objetivaciones por las que se ordena este mundo, que ellos también organizan este mundo en torno al “aquí y ahora” de su estar en él y tienen proyectos para trabajar en él. También sé, por supuesto, que los otros tienen una perspectiva de este mundo común que no es idéntica a la mía. Mi “aquí” es su “allí”. Mi “ahora” no coincide totalmente con el suyo. Mis proyectos difieren de los suyos e incluso pueden entrar en conflicto con ellos. Sin embargo, sé que vivo con ellos en un mundo común. Y lo que es más importante, sé que existe una correspondencia continua entre mis significados y los suyos en este mundo, que compartimos un sentido común sobre su realidad. La actitud natural es la actitud de la conciencia de sentido común precisamente porque se refiere a un mundo que es común a muchos hombres. El conocimiento de sentido común es el conocimiento que comparto con los demás en las rutinas normales y evidentes de la vida cotidiana.

La realidad de la vida cotidiana se da por sentada como realidad. No requiere una verificación adicional más allá de su simple presencia. Simplemente está ahí, como una facticidad evidente y convincente. Sé que es real. Aunque soy capaz de dudar de su realidad, me veo obligado a suspender esa duda en mi vida cotidiana. Esta suspensión de la duda es tan firme que para abandonarla, como podría querer hacer, por ejemplo, en la contemplación teórica o religiosa, tengo que hacer una transición extrema. El mundo de la vida cotidiana se proclama a sí mismo y, cuando quiero desafiar la proclamación, debo realizar un esfuerzo deliberado y nada fácil. La transición de la actitud natural a la actitud teórica del filósofo o del científico ilustra este punto. Pero no todos los aspectos de esta realidad son igualmente poco problemáticos. La vida cotidiana se divide en sectores que se aprehenden de forma rutinaria y otros que me plantean problemas de un tipo u otro. Supongamos que soy un mecánico de automóviles que conoce muy bien todos los coches de fabricación estadounidense. Todo lo que se refiere a estos últimos es una faceta rutinaria y no problemática de mi vida cotidiana. Pero un día aparece alguien en el taller y me pide que repare su Volkswagen. Ahora me veo obligado a entrar en el problemático mundo de los coches de fabricación extranjera. Puede que lo haga de mala gana o con curiosidad profesional, pero en cualquier caso me enfrento ahora a problemas que aún no he rutinizado. Al mismo tiempo, por supuesto, no abandono la realidad de la vida cotidiana. De hecho, ésta se enriquece a medida que empiezo a incorporar a ella los conocimientos y habilidades necesarios para la reparación de coches de fabricación extranjera. La realidad de la vida cotidiana abarca ambos tipos de sectores, siempre que lo que aparece como problema no pertenezca a una realidad totalmente diferente (digamos, la realidad de la física teórica, o de las pesadillas). Mientras las rutinas de la vida cotidiana continúen sin interrupción, se consideran no problemáticas.

Pero incluso el sector no problemático de la realidad cotidiana lo es sólo hasta que se le avisa, es decir, hasta que su continuidad se ve interrumpida por la aparición de un problema. Cuando esto ocurre, la realidad de la vida cotidiana trata de integrar el sector problemático en lo que ya es no problemático. El conocimiento del sentido común contiene una serie de instrucciones sobre cómo hacerlo. Por ejemplo, las personas con las que trabajo no son problemáticas para mí siempre que realicen sus rutinas familiares y asumidas, por ejemplo, teclear en las mesas contiguas a la mía en mi oficina. Se vuelven problemáticos si interrumpen estas rutinas, por ejemplo, si se apiñan en un rincón y hablan en susurros. Cuando indago sobre el significado de esta actividad inusual, hay una variedad de posibilidades que mi conocimiento del sentido común es capaz de reintegrar en las rutinas no problemáticas de la vida cotidiana: pueden estar consultando cómo arreglar una máquina de escribir rota, o uno de ellos puede tener algunas instrucciones urgentes del jefe, etc. Por otro lado, puedo encontrarme con que están discutiendo una directiva sindical para ir a la huelga, algo que todavía está fuera de mi experiencia, pero que sigue estando dentro de la gama de problemas con los que mi conocimiento del sentido común puede tratar. Sin embargo, lo tratará como un problema, en lugar de reintegrarlo simplemente en el sector no problemático de la vida cotidiana. Sin embargo, si llego a la conclusión de que mis colegas se han vuelto colectivamente locos, el problema que se presenta es de otro tipo. Ahora me enfrento a un problema que trasciende los límites de la realidad de la vida cotidiana y apunta a una realidad totalmente diferente. En efecto, mi conclusión de que mis colegas se han vuelto locos implica ipso facto que se han adentrado en un mundo que ya no es el de la vida cotidiana.

Basado en la experiencia de varios autores, mis opiniones y recomendaciones se expresarán a continuación (o en otros lugares de esta plataforma, respecto a las características y el futuro de esta cuestión):

En comparación con la realidad de la vida cotidiana, otras realidades aparecen como provincias finitas de significado, enclaves dentro de la realidad suprema marcados por significados y modos de experiencia circunscritos. La realidad suprema las envuelve por todos lados, por así decirlo, y la conciencia siempre vuelve a la realidad suprema como si fuera una excursión. Esto se desprende de las ilustraciones ya dadas, como en la realidad de los sueños o la del pensamiento teórico. Similares “conmutaciones” tienen lugar entre el mundo de la vida cotidiana y el mundo del juego, tanto el juego de los niños como, aún más agudamente, el de los adultos. El teatro ofrece una excelente ilustración de este tipo de juego por parte de los adultos. La transición entre realidades está marcada por la subida y bajada del telón. Al subir el telón, el espectador es “transportado a otro mundo”, con sus propios significados y un orden que puede o no tener mucho que ver con el orden de la vida cotidiana. Al caer el telón, el espectador “vuelve a la realidad”, es decir, a la realidad primordial de la vida cotidiana, en comparación con la cual la realidad presentada en el escenario parece ahora tenue y efímera, por muy vívida que haya sido la presentación unos momentos antes. La experiencia estética y religiosa es rica en producir transiciones de este tipo, en la medida en que el arte y la religión son productores endémicos de provincias finitas de significado.

Todas las provincias finitas de significado se caracterizan por apartar la atención de la realidad de la vida cotidiana. Aunque, por supuesto, hay cambios en la atención dentro de la vida cotidiana, el cambio a una provincia finita de significado es de un tipo mucho más radical. Se produce un cambio radical en la tensión de la conciencia. En el contexto de la experiencia religiosa esto se ha llamado acertadamente “salto”. Sin embargo, es importante subrayar que la realidad de la vida cotidiana conserva su estatus primordial incluso cuando se producen esos “saltos”. El lenguaje se encarga de ello. El lenguaje común del que dispongo para la objetivación de mis experiencias se basa en la vida cotidiana y sigue apuntando a ella incluso cuando lo empleo para interpretar las experiencias en provincias de significado finito. Por lo tanto, normalmente “distorsiono” la realidad de estas últimas en cuanto empiezo a utilizar el lenguaje común para interpretarlas, es decir, “traduzco” las experiencias no cotidianas a la realidad primordial de la vida cotidiana. Esto puede verse fácilmente en términos de sueños, pero también es típico de aquellos que intentan informar sobre mundos de significado teóricos, estéticos o religiosos. El físico teórico nos dice que su concepto de espacio no puede ser transmitido lingüísticamente, al igual que el artista con respecto al significado de sus creaciones y el místico con respecto a sus encuentros con lo divino. Sin embargo, todos ellos -soñador, físico, artista y místico- viven también en la realidad de la vida cotidiana. De hecho, uno de sus problemas importantes es interpretar la coexistencia de esta realidad con los enclaves de realidad en los que se han aventurado.

El mundo de la vida cotidiana está estructurado tanto espacial como temporalmente. La estructura espacial es bastante periférica para nuestras consideraciones actuales (examine más sobre todos estos aspectos en la presente plataforma online de ciencias sociales y humanidades). Basta con señalar que también tiene una dimensión social en virtud del hecho de que mi zona de manipulación se cruza con la de otros. Más importante para nuestro propósito es la estructura temporal de la vida cotidiana.

La temporalidad es una propiedad intrínseca de la conciencia. La corriente de la conciencia siempre está ordenada temporalmente. Es posible diferenciar entre distintos niveles de esta temporalidad, ya que está disponible de forma intrasubjetiva. Todo individuo es consciente de un flujo interno de tiempo, que a su vez se fundamenta en los ritmos fisiológicos del organismo aunque no es idéntico a éstos. Excedería enormemente el alcance de estos prolegómenos entrar en un análisis detallado de estos niveles de temporalidad intrasubjetiva. Sin embargo, como hemos indicado, la intersubjetividad en la vida cotidiana también tiene una dimensión temporal. El mundo de la vida cotidiana tiene su propio tiempo estándar, que está disponible intersubjetivamente. Este tiempo estándar puede entenderse como la intersección entre el tiempo cósmico y su calendario socialmente establecido, basado en las secuencias temporales de la naturaleza, y el tiempo interior, en sus mencionadas diferenciaciones.

Nunca puede haber una simultaneidad plena entre estos distintos niveles de temporalidad, como lo indica muy claramente la experiencia de la espera. Tanto mi organismo como mi sociedad me imponen, y a mi tiempo interior, determinadas secuencias de acontecimientos que implican una espera. Puedo querer participar en un evento deportivo, pero debo esperar a que se cure mi rodilla magullada. O también debo esperar a que se tramiten ciertos papeles para que se establezca oficialmente mi calificación para el evento. Se puede ver fácilmente que la estructura temporal de la vida cotidiana es extremadamente compleja, porque los diferentes niveles de temporalidad empíricamente presentes deben estar continuamente correlacionados.

La estructura temporal de la vida cotidiana me enfrenta a una facticidad con la que debo contar, es decir, con la que debo intentar sincronizar mis propios proyectos. Encuentro el tiempo en la realidad cotidiana como algo continuo y finito. Toda mi existencia en este mundo está continuamente ordenada por su tiempo, está de hecho envuelta por él. Mi propia vida es un episodio en la corriente de tiempo externamente facticio. Estaba ahí antes de que yo naciera y estará ahí después de que muera. El conocimiento de mi inevitable muerte hace que este tiempo sea finito para mí. Sólo dispongo de una cierta cantidad de tiempo para la realización de mis proyectos, y el conocimiento de esto afecta a mi actitud hacia estos proyectos. Además, como no quiero morir, este conocimiento inyecta una ansiedad subyacente en mis proyectos. Así, no puedo repetir eternamente mi participación en eventos deportivos. Sé que me estoy haciendo mayor. Incluso puede ser que ésta sea la última ocasión en la que tenga la oportunidad de participar. Mi espera será angustiosa en la medida en que la finitud del tiempo incida en el proyecto.

La misma estructura temporal, como ya se ha indicado, es coercitiva. No puedo invertir a voluntad las secuencias que impone: “lo primero es lo primero” es un elemento esencial de mi conocimiento de la vida cotidiana. Así, no puedo presentarme a un determinado examen antes de haber pasado por ciertos programas educativos, no puedo ejercer mi profesión antes de haber hecho este examen, etc. Además, la misma estructura temporal proporciona la historicidad que determina mi situación en el mundo de la vida cotidiana. Nací en una fecha determinada, entré en la escuela en otra, empecé a trabajar como profesional en otra, y así sucesivamente. Sin embargo, todas estas fechas están “localizadas” dentro de una historia mucho más amplia, y esta “localización” determina decisivamente mi situación. Así, nací el año de la gran quiebra, bancarrota, o insolvencia, en derecho (véase qué es, su concepto jurídico; y también su definición como “insolvency” o su significado como “bankruptcy”, en inglés) bancaria en la que mi padre perdió su riqueza, entré en la escuela justo antes de la revolución, empecé a trabajar justo después de que estallara la gran guerra, etc. La estructura temporal de la vida cotidiana no sólo impone secuencias preestablecidas a la “agenda” de un día cualquiera, sino que también se impone a mi biografía en su conjunto. Dentro de las coordenadas establecidas por esta estructura temporal comprendo tanto la “agenda” diaria como la biografía general. El reloj y el calendario garantizan que, efectivamente, soy un “hombre de mi tiempo”. Sólo dentro de esta estructura temporal la vida cotidiana conserva para mí su acento de realidad. Así, en los casos en los que, por una u otra razón, me encuentro “desorientado” (por ejemplo, si he sufrido un accidente de coche en el que he quedado inconsciente), siento un impulso casi instintivo de “reorientarme” dentro de la estructura temporal de la vida cotidiana. Miro el reloj y trato de recordar qué día es. Sólo con estos actos vuelvo a entrar en la realidad de la vida cotidiana.

La interacción social en la vida cotidiana

La realidad de la vida cotidiana se comparte con otros. Pero, ¿cómo se experimentan estos otros en la vida cotidiana? Una vez más, es posible diferenciar entre varios modos de dicha experiencia.

La experiencia más importante de los demás tiene lugar en la situación cara a cara, que es el caso prototípico de la interacción social. Todos los demás casos son derivados de éste.

En la situación cara a cara, el otro se me presenta en un presente vívido compartido por ambos. Sé que en el mismo presente vívido me represento ante él. Mi “aquí y ahora” y el suyo inciden continuamente en el otro mientras dure la situación cara a cara. En consecuencia, hay un intercambio continuo de mi expresividad y la suya. Le veo sonreír, luego reaccionar a mi ceño fruncido deteniendo la sonrisa, luego sonreír de nuevo cuando yo sonrío, y así sucesivamente. Cada expresión mía está orientada hacia él, y viceversa, y esta reciprocidad continua de actos expresivos está disponible simultáneamente para ambos. Esto significa que, en la situación cara a cara, la subjetividad del otro está disponible para mí a través de un máximo de síntomas. Por supuesto, puedo malinterpretar algunos de estos síntomas. Puedo pensar que el otro está sonriendo cuando en realidad está sonriendo. Sin embargo, ninguna otra forma de relación social puede reproducir la plenitud de síntomas de subjetividad presentes en la situación cara a cara. Sólo aquí la subjetividad del otro es enfáticamente “cercana”. Todas las demás formas de relacionarse con el otro son, en diversos grados, “remotas”.

En la situación cara a cara el otro es plenamente real. Esta realidad forma parte de la realidad general de la vida cotidiana, y como tal es masiva y convincente. Sin duda, otro puede ser real para mí sin que lo haya encontrado cara a cara, por ejemplo, por su reputación o por haber mantenido correspondencia con él. Sin embargo, sólo se convierte en algo real para mí en el sentido más amplio de la palabra cuando me encuentro con él cara a cara. De hecho, se puede decir que el otro en la situación cara a cara es más real para mí que yo mismo. Por supuesto que “me conozco mejor” de lo que puedo conocerle a él. Mi subjetividad es accesible para mí de una manera que la suya nunca podrá ser, por muy “cercana” que sea nuestra relación. Mi pasado está disponible para mí en la memoria en una plenitud con la que nunca podré reconstruir el suyo, por mucho que me lo cuente. Pero este “mejor conocimiento” de mí mismo requiere una reflexión. No se me presenta inmediatamente. El otro, sin embargo, sí se presenta en la situación cara a cara. Por lo tanto, “lo que él es” está continuamente disponible para mí. Esta disponibilidad es continua y prerreflexiva. En cambio, “lo que yo soy” no está tan disponible. Para que esté disponible es necesario que me detenga, que detenga la espontaneidad continua de mi experiencia y que vuelva deliberadamente mi atención hacia mí mismo. Además, esta reflexión sobre mí mismo suele estar provocada por la actitud que el otro muestra hacia mí. Se trata de una respuesta “especular” a las actitudes del otro.

De ello se deduce que las relaciones con los demás en la situación cara a cara son muy flexibles. En términos negativos, es relativamente difícil imponer patrones rígidos en la interacción cara a cara. Cualquiera que sea la pauta que se introduzca, se modificará continuamente a través del intercambio extremadamente variado y sutil de significados subjetivos que se produce. Por ejemplo, puedo ver al otro como alguien intrínsecamente antipático para mí y actuar hacia él dentro de un patrón de “relaciones antipáticas” tal y como yo lo entiendo. Sin embargo, en la situación cara a cara, el otro puede enfrentarse a mí con actitudes y actos que contradicen este patrón, tal vez hasta un punto en el que me lleve a abandonar el patrón como inaplicable y a verlo como amistoso. En otras palabras, el patrón no puede sostener la evidencia masiva de la subjetividad del otro que está disponible para mí en la situación cara a cara. En cambio, me resulta mucho más fácil ignorar esas pruebas mientras no me encuentre con el otro cara a cara. Incluso en una relación relativamente “cercana” como la que puede mantenerse por correspondencia, puedo descartar con más éxito las protestas de amistad del otro como si no representaran realmente su actitud subjetiva hacia mí, simplemente porque en la correspondencia me falta la presencia inmediata, continua y masivamente real de su expresividad. Es posible, sin duda, que yo malinterprete los significados del otro incluso en la situación cara a cara, como es posible que él oculte “hipócritamente” sus significados. Sin embargo, tanto la mala interpretación como la “hipocresía” son más difíciles de sostener en la interacción cara a cara que en formas de relación social menos “cercanas”.

Por otra parte, aprehendo al otro mediante esquemas tipificadores incluso en la situación cara a cara, aunque estos esquemas son más “vulnerables” a su interferencia que en formas de interacción más “remotas”. Dicho de otro modo, si bien es comparativamente difícil imponer esquemas rígidos a la interacción cara a cara, incluso ésta está tipificada desde el principio si tiene lugar dentro de las rutinas de la vida cotidiana. (Podemos dejar para más adelante los casos de interacción entre completos desconocidos que no tienen ningún antecedente común de la vida cotidiana). La realidad de la vida cotidiana contiene esquemas tipificados en términos de los cuales se aprehende a los demás y se “trata” con ellos en los encuentros cara a cara. Así, aprehendo al otro como “un hombre”, “un europeo”, “un comprador”, “un tipo jovial”, etc. Todas estas tipificaciones afectan continuamente a mi interacción con él cuando, por ejemplo, decido hacerle pasar un buen rato en la ciudad antes de intentar venderle mi producto. Nuestra interacción cara a cara se regirá por estas tipificaciones siempre que no se conviertan en un problema por su interferencia. Así, puede llegar a evidenciar que, aunque sea “un hombre”, “un europeo” y “un comprador”, también es un moralista santurrón, y que lo que apareció primero como jovialidad es en realidad una expresión de desprecio hacia los estadounidenses en general y los vendedores estadounidenses en particular. En este punto, por supuesto, mi esquema tipificatorio tendrá que ser modificado, y la velada planificada de forma diferente de acuerdo con esta modificación. Sin embargo, a menos que se cuestione, las tipificaciones se mantendrán hasta nuevo aviso y determinarán mis acciones en la situación.

Los esquemas tipificadores que entran en las situaciones cara a cara son, por supuesto, recíprocos. El otro también me percibe de forma tipificada: como “un hombre”, “un americano”, “un vendedor”, “un tipo congraciado”, etc. Las tipificaciones del otro son tan susceptibles a mi interferencia como la mía a la suya. En otras palabras, los dos esquemas tipificadores entran en una “negociación” continua en la situación cara a cara. En la vida cotidiana, esa “negociación” suele estar preestablecida de manera típica, como en el típico proceso de negociación entre compradores y vendedores. Así, la mayoría de las veces, mis encuentros con los demás en la vida cotidiana son típicos en un doble sentido: aprehendo al otro como un tipo e interactúo con él en una situación que es en sí misma típica.

Las tipificaciones de la interacción social se vuelven progresivamente anónimas cuanto más se alejan de la situación cara a cara. Toda tipificación, por supuesto, conlleva un anonimato incipiente. Si tipifico a mi amigo Enrique como miembro de la categoría X (digamos, como inglés), interpreto ipso facto al menos ciertos aspectos de su conducta como resultado de esta tipificación; por ejemplo, sus gustos gastronómicos son típicos de los ingleses, al igual que sus modales, algunas de sus reacciones emocionales, etc. Esto implica, sin embargo, que estas características y acciones de mi amigo Henry pertenecen a cualquier persona de la categoría de inglés, es decir, yo aprecio estos aspectos de su ser en términos anónimos. Sin embargo, mientras mi amigo Henry esté disponible en la plenitud de la expresividad de la situación cara a cara, romperá constantemente mi tipo de inglés anónimo y se manifestará como un individuo único y, por tanto, atípico, es decir, como mi amigo Henry. El anonimato del tipo es, obviamente, menos susceptible a este tipo de individualización cuando la interacción cara a cara es un asunto del pasado (mi amigo Henry, el inglés, al que conocí cuando era estudiante universitario), o es de tipo superficial y transitorio (el inglés con el que tengo una breve conversación en un tren), o nunca ha tenido lugar (mis competidores comerciales en Inglaterra).

Un aspecto importante de la experiencia de los demás en la vida cotidiana es, por tanto, el carácter directo o indirecto de dicha experiencia. En un momento dado, es posible distinguir entre compañeros con los que interactúo en situaciones cara a cara y otros que son meros contemporáneos, de los que sólo tengo recuerdos más o menos detallados, o de los que sólo conozco de oídas. En las situaciones cara a cara tengo evidencia directa de mi prójimo, de sus acciones, de sus atributos, etc. No así en el caso de los contemporáneos, de los que tengo un conocimiento más o menos fiable. Además, debo tener en cuenta a mi prójimo en las situaciones cara a cara, mientras que puedo, aunque no es necesario, dirigir mis pensamientos a los meros contemporáneos. El anonimato aumenta a medida que paso de lo primero a lo segundo, porque el anonimato de las tipificaciones por medio de las cuales aprehendo al prójimo en situaciones cara a cara es constantemente “rellenado” por la multiplicidad de síntomas vívidos referidos a un ser humano concreto.

Esto, por supuesto, no es toda la historia. Hay diferencias evidentes en mis experiencias con meros contemporáneos. A algunos los he experimentado una y otra vez en situaciones cara a cara y espero volver a encontrarlos con regularidad (mi amigo Henry); a otros los recuerdo como seres humanos concretos de un encuentro pasado (la rubia con la que me crucé en la calle), pero el encuentro fue breve y, muy probablemente, no se repetirá. A otros los conozco como seres humanos concretos, pero sólo puedo aprehenderlos mediante tipificaciones cruzadas más o menos anónimas (mis competidores comerciales británicos, la Reina de Inglaterra). Entre estos últimos podría distinguir de nuevo entre socios probables en situaciones cara a cara (mis competidores comerciales británicos), y socios potenciales pero improbables (la Reina de Inglaterra).

Sin embargo, el grado de anonimato que caracteriza la experiencia de los demás en la vida cotidiana depende también de otro factor. Veo al vendedor de periódicos de la esquina con la misma regularidad que a mi mujer. Pero es menos importante para mí y no tengo una relación íntima con él. Puede permanecer relativamente anónimo para mí. El grado de interés y el grado de intimidad pueden combinarse para aumentar o disminuir el anonimato de la experiencia. También pueden influir de forma independiente. Puedo estar en términos bastante íntimos con algunos de los compañeros de un club de tenis y en términos muy formales con mi jefe. Sin embargo, el primero, aunque no es completamente anónimo, puede fundirse en “ese grupo de las canchas”, mientras que el segundo se destaca como un individuo único. Y, por último, el anonimato puede llegar a ser casi total con ciertas tipificaciones que no pretenden llegar a ser individualizadas, como la del “típico lector del London Times”. Por último, el “alcance” de la tipificación -y, por tanto, su anonimato- puede aumentar aún más si se habla de la “opinión pública británica”.

La realidad social de la vida cotidiana se percibe así en un continuo de tipificaciones, que son progresivamente anónimas a medida que se alejan del “aquí y ahora” de la situación cara a cara. En un polo del continuo están las personas con las que interactúo frecuente e intensamente en situaciones cara a cara, mi “círculo íntimo”, por así decirlo. En el otro polo están las abstracciones altamente anónimas, que por su propia naturaleza nunca pueden estar disponibles en la interacción cara a cara. La estructura social es la suma total de estas tipificaciones y de los patrones recurrentes de interacción establecidos por medio de ellas. Como tal, la estructura social es un elemento esencial de la realidad de la vida cotidiana.

Cabe señalar aquí una cuestión más, aunque no podamos elaborarla. Mis relaciones con los demás no se limitan a los consociados y contemporáneos. También me relaciono con los predecesores y los sucesores, con aquellos otros que me han precedido y me seguirán en la historia abarcadora de mi sociedad.”

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Recursos

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Traducción al Inglés

Traducción al inglés de Construcción Social de la Realidad: Social Construction of Reality

Véase También

Sociología, Psicología Social, Sociología
INTERACCIONISMO SIMBÓLICO, TEORÍA DEL ETIQUETADO, SOCIOLOGÍA FENOMENOLÓGICA, ETNOMETOLOGÍA

Bibliografía

  • Información acerca de “Construcción Social de la Realidad” en el Diccionario de Ciencias Sociales, de Jean-Francois Dortier, Editorial Popular S.A.
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1 comentario en «Construcción Social de la Realidad»

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