Las potencias europeas, bajo la presión anglo-francesa, acordaron discutir, en la sesión del 6 de abril de 1856, una “cuestión italiana” explícitamente incluida en el orden del día como tal, así como la conveniencia de tratarla por vía diplomática. Según la interpretación que se hizo, consistía esencialmente en dos cuestiones candentes: la inconveniencia de seguir manteniendo la ocupación militar, por un lado (legaciones austriacas) y por otro (Roma), de Francia en zonas tan significativas de los Estados Pontificios; la condena de los modos de gobierno del rey de las Dos Sicilias, reprochados durante mucho tiempo, especialmente en la Gran Bretaña liberal, por su supuesta o real brutalidad, que los hacía inaceptables en comparación con las normas consideradas propias de un país civilizado, así como posibles pretextos para indeseables iniciativas revolucionarias. Todo ello contribuiría, más tarde, tras la aparición de Garibaldi, a la unificación italiana.