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Vida Cotidiana en la Revolución Francesa

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Costumbres y Vida Cotidiana en la Revolución Francesa

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¿Cómo vivían las personas en la Revolución Francesa?

Durante la Revolución Francesa las fronteras (véase qué es, su definición, o concepto jurídico, y su significado como “boundaries” en derecho anglosajón, en inglés) entre la vida pública y la privada eran muy inestables, debido a la invasión de las esferas de la vida consideradas normalmente como privadas por parte del espíritu público, de lo público.Si, Pero: Pero la intensa experiencia que supuso el aumento del espacio público y la politización de la vida cotidiana puede haber sido responsable, en última instancia, del desarrollo a principios del siglo XIX de un espacio privado más claramente diferenciado: la expansión constante de las esferas públicas de la vida, sobre todo entre 1789 y 1894, proporcionó un impulso al retraimiento romántico en uno mismo y a la consiguiente retirada de la familia a un espacio doméstico definido con más precisión. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto).Si, Pero: Pero antes de que esto ocurriera, la vida privada tuvo que soportar el ataque más sistemático que se haya visto jamás en la historia occidental.

Durante los siglos XVII y XVIII “lo público”, entendido como el conjunto de las cosas relacionadas con el Estado o con el servicio al Estado, se había convertido en algo cada vez más claramente desprivatizado. La tendencia a considerar que los intereses privados eran incompatibles con el servicio público iba en aumento, y “lo privado” era definido como aquello que escapaba al control del Estado. A medida que pasaba el tiempo se hacía mayor la diferencia entre lo público y lo privado. Los revolucionarios se tomaron muy en serio la distinción entre público y privado: ningún interés particular (y por definición, todos los intereses eran particulares) debía dividir la voluntad general de la nueva nación. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). Desde Condorcet hasta Napoleón, pasando por Thibaudeau, la consigna era la misma: “Yo no pertenezco a ningún partido”. La política de facciones o partidos —la política de los grupos privados o individuos— era considerada sinónimo de conspiración, e “intereses” era la palabra clave utilizada para designar la traición a la nación.

En plena Revolución, privado significa faccionario, y la intimidad era equiparada al secreto que facilitaba la conspiración. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). Como consecuencia de esto, los revolucionarios insistían en la necesidad de una “publicidad” que penetrara en todos los lugares. Sólo la vigilancia constante y la atención permanente al “público” (ahora muy ampliamente definido) podría evitar la aparición de intereses particulares (o lo que es lo mismo, privados) y de facciones. Las reuniones políticas debían estar abiertas al “público”, las asambleas de la legislatura eran legitimadas por la asistencia de un gran número de personas y por las interrupciones constantes, y cualquier salón, tertulia o círculo privado era denunciado inmediatamente. La manifestación de intereses privados en el terreno público de la política era considerada contrarrevolucionaria. “No hay más que un partido, el de los intrigantes”, exclamaba Chabot; “los demás forman el partido del pueblo”.

Esta insistencia obsesiva en mantener los asuntos privados fuera de la esfera pública no tardó mucho en provocar un efecto paradójico, el de borrar las fronteras (véase qué es, su definición, o concepto jurídico, y su significado como “boundaries” en derecho anglosajón, en inglés) entre lo público y lo privado. Del mismo modo que términos sociales tales como aristócrata y sans-culotte adquirieron un significado político —se podía llamar aristócrata a un sans-culotte si no apoyaba la Revolución con el ardor suficiente—, así también el carácter privado asumió un significado público, es decir, político.Entre las Líneas En octubre de 1790, Marat denunció a la Asamblea Nacional por estar “en su mayor parte compuesta por antiguos nobles, prelados, golillas, hombres del rey, funcionarios, juristas, hombres sin alma, sin modales, sin honor y sin pudor; enemigos de la Revolución por sus principios y por su posición”. La mayor parte de los legisladores “no son más que hábiles bribones, charlatanes indignos”. Eran “hombres corruptos, taimados y pérfidos” (L’Ami du Peuple). No bastaba con que una posición política fuera equivocada: había que desacreditar a la oposición también en cuanto carente de las cualidades humanas básicas. Sólo la corrupción del individuo privado podía explicar la falta de ardor del individuo público en la defensa de la Revolución. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). El camino mostrado por Marat fue seguido por otros; así, por ejemplo, en un cartel semiletrado de 1793 se definía a un “moderado, feuillant, aristócrata” como “aquel que no ha mejorado la Suerte de la Humanidad indigente y patriota, aun teniendo claramente la posibilidad. Aquel que por maldad no lleva una escarapela de tres pulgadas de circunferencia; aquel que ha comprado otras ropas distintas de las nacionales y, sobre todo, aquel que no se enorgullece del título y del tocado de sans-culotte”. La vestimenta, el lenguaje, la actitud hacia los pobres, el suministrar trabajo, el uso correcto de las tierras: todo servía como medida del patriotismo. ¿Dónde estaba la frontera que separaba a la persona privada de la pública?

Las secciones y los periódicos más fogosos no eran los únicos que vinculaban el carácter moral privado al comportamiento político público; quizá el ejemplo individual más célebre sea el discurso pronunciado por Robespierre el 5 de febrero de 1794, “Sobre los principios de la moral política”. Al presentar su argumento según el cual “la fuerza del gobierno popular en una revolución es a la vez la virtud y el terror”, el portavoz del Comité para la salud pública contrastaba las virtudes de la República con los vicios de la Monarquía: “Queremos sustituir, en nuestro país, el egoísmo por la moral, el honor por la probidad, las costumbres por los principios, la decencia por los deberes, la tiranía de la moda por el imperio de la razón, el desprecio de la desgracia por el desprecio del vicio, la insolencia por la dignidad, la vanidad por la grandeza de espíritu, el amor al dinero por el amor a la gloria, las buenas compañías por las buenas gentes, la intriga por el mérito, la cultura por el talento, el brillo por la verdad, los hastíos de la voluptuosidad por el atractivo de la felicidad, la pequeñez de los grandes por la grandeza del hombre…”. De todo ello se derivaba que “en el sistema de la Revolución Francesa, lo que es inmoral no es político, lo que es corruptor es contrarrevolucionario”. Así, a pesar de que los revolucionarios creían que los intereses privados (término que para ellos indicaba los intereses de facciones o pequeños grupos) no debían estar representados en el terreno público de la política, estaban, sin embargo, convencidos de que el carácter privado y la virtud pública eran aspectos íntimamente unidos entre sí.Entre las Líneas En palabras de la “Comisión temporal de vigilancia republicana establecida tras la liberación de la ciudad” (Lyon), en noviembre de 1793, “para ser un republicano de verdad es necesario que cada ciudadano experimente y opere en sí mismo una revolución igual a aquella que ha cambiado la faz de Francia. […] toda persona que abra su alma a las frías especulaciones del interés; toda persona que calcule lo que cuesta una tierra, un lugar, un talento […] todos los hombres que sean así y que osen llamarse republicanos mienten a la naturaleza […] que abandonen la tierra de la libertad, pronto serán reconocidos y la enrojecerán con su sangre impura”.Entre las Líneas En resumen, la visión que los revolucionarios tenían de la política era roussoniana; en su opinión, para llevar una buena vida política había que estar en posesión de un corazón privado transparente. Entre el Estado y el individuo no debían mediar ni los partidos ni los grupos interesados, pero se esperaba de los individuos que llevaran a cabo una revolución interior y privada que reflejara la revolución en acto en el país, lo cual a su vez condujo a una intensa politización de la vida privada. “La República”, según los revolucionarios lioneses, “sólo quiere hombres libres en su seno”.

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Cambiar las apariencias

Uno de los ejemplos más reveladores de la invasión pública del espacio privado es la omnipresente preocupación por “la vestimenta”. Desde el momento de la inauguración de los Estados Generales en 1789, ésta adquirió un significado político. Así, por ejemplo, Michelet describía la diferencia entre los sobrios diputados del Tercer Estado que marchaban a la cabeza de la procesión de inauguración —“una masa de hombres vestidos de negro […] modestos en sus ropas”— y “el brillante y reducido grupo de diputados de la nobleza […] con sus sombreros adornados con plumas, sus encajes y sus adornos dorados”. La consecuencia de esto fue, según el inglés John Moore, que “una gran sencillez, o más bien pobreza, en el vestir llegó a ser […] considerada como una indicación de patriotismo”.Entre las Líneas En 1790 las revistas de moda publicaron la descripción de un “traje estilo Constitución” para mujeres, que en 1792 se convirtió en el “traje llamado de la igualdad, con gorro muy de moda entre los republicanos”. Según el Journal de la mode et du goût, la “gran dama” de 1790 llevaba “los colores listados de la nación”, y la “mujer patriota” llevaba “el paño de color azul real con un sombrero de fieltro negro, cintillo y cocarde tricolor”.

La moda para hombres no estaba definida con tanta precisión, por lo menos inicialmente, pero la vestimenta se convirtió rápidamente en un sistema con una gran carga semiótica. Se podía identificar a los moderados y a los aristócratas por el desprecio que sentían hacia el uso de la cocarde. A partir de 1792, el gorro rojo, la carmañola y los pantalones largos parecían definir al sans-culotte o, lo que es lo mismo, al sentimiento republicano verdadero. La vestimenta adquirió una carga política tal que la Convención tuvo que reafirmar, en octubre de 1793, la “libertad de vestimenta”; el decreto en sí mismo parece inofensivo: “Ninguna persona de uno u otro sexo podrá obligar a otro ciudadano o ciudadana a vestir de un modo determinado […] so pena de ser considerado y tratado como sospechoso”.

Pero la discusión en la Convención revela que el decreto estaba dirigido particularmente contra los clubes de mujeres, cuyos miembros llevaban gorros rojos y obligaban a otras mujeres a imitarlas.Entre las Líneas En opinión de los diputados, la politización de la vestimenta amenazaba con subvertir la definición misma del orden sexual en esta fase, la más radical de la Revolución, correspondiente al periodo de descristianización. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). El Comité de seguridad general temía que las disputas sobre la vestimenta formaran parte de un proceso de masculinización de las mujeres: “Hoy piden el bonete rojo; no se limitarán a eso: pronto exigirán el cinturón con las pistolas”. Las mujeres armadas serían entonces aún más peligrosas en las largas colas del pan, y lo que era peor, para aquel entonces ya estaban constituyendo asociaciones. Fabre d’Églantine señaló que estas sociedades no estaban en absoluto “formadas por madres de familia, hijas de familia, hermanas que cuidan de sus hermanos o hermanas de corta edad, sino por una especie de aventureras, de caballeros errantes, de muchachas emancipadas, de granaderos femeninos”. El aplauso que interrumpió a Fabre demostró que había tocado una fibra sensible entre los diputados, los cuales suprimieron todos los clubes de mujeres porque corrompían el orden “natural”, esto es, “emancipaban” a las mujeres de sus identidades exclusivamente familiares (privadas). Como dijo Chaumette: “¿Desde cuándo resulta normal ver a la mujer abandonar los cuidados píos de su hogar, la cuna de sus hijos, para subir en la plaza pública a la tribuna de las arengas?”. Las mujeres eran consideradas como la representación de lo privado y todos los hombres, salvo contadas excepciones, rechazaban su participación activa, en cuanto mujeres, en la esfera pública.

A pesar de la aparente defensa por parte de la Convención del derecho de cada individuo a vestir como quisiera, el mismo Estado estaba penetrando en este terreno cada vez con más fuerza. A partir del 5 de julio de 1792, todos los hombres estaban obligados por ley a llevar la cocarde tricolor; a partir del 3 de abril de 1793 esta obligación incluía a todos los franceses, independientemente de su sexo.Entre las Líneas En mayo de 1794 la Convención pidió al artista-diputado David que presentara sus ideas y sugerencias para la mejora de la vestimenta nacional y éste realizó ocho bocetos, dos de los cuales correspondían a uniformes civiles. La diferencia entre el traje civil propuesto y los de los oficiales era mínima: ambos incluían una corta túnica abierta y sujeta a la cintura por un fajín, calzas ajustadas, botas cortas o zapatos, una especie de toca y una capa tres cuartos. Era un traje en el que se combinaban influencias de la antigüedad con otras renacentistas y teatrales, y los únicos que llegaron a usarlo —si es que alguien lo hizo—fueron los jóvenes clientes del maestro artista.

Aviso

No obstante, la idea misma de crear un uniforme civil, nacida en el seno de la Sociedad popular y republicana de las artes, revela las esperanzas de algunos de hacer desaparecer por completo la frontera entre lo público y lo privado; todos los ciudadanos llevarían uniforme, fueran o no soldados.

Detalles

Los artistas de la Sociedad popular insistían en que el modo de vestir de la época era indigno de un hombre libre: si el carácter privado debía sufrir una revolución, entonces la vestimenta debía ser también renovada por completo. ¿Cómo se podía alcanzar la igualdad si las distinciones sociales seguían expresándose a través de la indumentaria? Como era de esperar, tanto a los artistas como a los legisladores les preocupaba menos el modo de vestir de las mujeres. [rtbs name=”historia-de-las-mujeres”] Según Wicar, no era necesario que las mujeres cambiaran casi nada, “si se exceptúan esos pañuelos ridículamente inflados”. Ya que la actividad de las mujeres debía limitarse a las funciones privadas, no era necesario que llevaran el uniforme nacional de los ciudadanos.

Incluso cuando el Estado renunció al grandioso proyecto de reforma y normalización de la indumentaria privada de los hombres, la vestimenta siguió teniendo un significado político. Los muscadins de la reacción de Termidor iban vestidos con lino blanco y atacaban a los presuntos jacobinos que no llevaban la cabeza empolvada. “El traje estilo víctima” de los muscadins incluía “el vestido cuadrado escotado, los zapatos muy abiertos, el cabello largo sobre los hombros”, y ellos iban armados con bastones cortos de plomo.Entre las Líneas En términos generales, la Revolución condujo a una forma de vestir más libre y ligera que, en el caso de las mujeres, implicaba una tendencia a aumentar la superficie de piel desnuda que se exhibía hasta tal punto que un periodista llegó a comentar: “Si muchas deidades se lucieran con unos trajes tan ligeros y transparentes, privarían al deseo del único placer que lo alimenta, el placer de adivinar”.

Cambiar el decorado de lo cotidiano

Con los objetos del espacio privado ocurrió lo mismo que con la indumentaria, e incluso los más íntimos recibieron las marcas públicas del ardor republicano.Entre las Líneas En las casas de los patriotas acomodados se podían encontrar “camas estilo Revolución” o “estilo Federación”, y las porcelanas y lozas eran decoradas con dibujos o viñetas republicanas. Las cajas de rapé, las palanganas, los espejos, todos los cofres e incluso los orinales se adornaban con escenas de las jornadas revolucionarias o con representaciones alegóricas; la Libertad, la Igualdad, la Prosperidad y la Victoria, todas ellas simbolizadas de diversas maneras por jóvenes y adorables diosas, engalanaban los espacios privados de la burguesía republicana. Incluso en las paredes de los sastres y zapateros más modestos se podían encontrar calendarios revolucionarios con el nuevo sistema de medición del tiempo y las inevitables viñetas republicanas. Los retratos de los héroes revolucionarios y de la Antigüedad o los cuadros históricos de los acontecimientos que llevaron a la fundación de la República no consiguieron, desde luego, reemplazar por completo las tablas y grabados de la Virgen María y los santos, y no es posible asegurar que las actitudes populares experimentaran un cambio profundo durante este ensayo de educación política, pero no cabe duda de que la invasión del espacio privado por parte de los nuevos símbolos públicos constituyó un elemento esencial en la creación de una tradición revolucionaria, del mismo modo que todos los retratos de Bonaparte y las diversas representaciones de su victoria colaboraron en la instauración del mito napoleónico. El cambio en la decoración del espacio privado tuvo consecuencias públicas de largo alcance gracias a la voluntad politizadora del mando revolucionario y sus seguidores.

Basado en la experiencia de varios autores, mis opiniones y recomendaciones se expresarán a continuación (o en otros lugares de esta plataforma, respecto a las características en 2024 o antes, y el futuro de esta cuestión):

Cambiar las palabras

Pero el simbolismo revolucionario no permaneció ajeno a las influencias. Al igual que los símbolos públicos penetraron en las esferas generalmente privadas de la vida, también los símbolos de la vida privada invadieron los espacios públicos; así, por ejemplo, el “tú” familiar se hizo público.Entre las Líneas En octubre de 1793 un sans-culotte militante pidió a la Convención, “en nombre de todos mis camaradas”, que promulgara un decreto por el que exigiera a los republicanos “tutear sin distinción a todos aquellos o aquellas con quienes se hablara a solas, so pena de ser declarado sospechoso”. El razonamiento en el cual apoyaba su petición era que esta costumbre conduciría a que hubiera “menos orgullo, más familiaridad aparente, más inclinación hacia la fraternidad; y, como consecuencia, más igualdad”.

Informaciones

Los diputados se negaron a exigir el tuteo, pero su uso se generalizó en los círculos revolucionarios más militantes. El empleo del lenguaje “familiar” en el terreno público tuvo un efecto intencionadamente perturbador, ya que el tuteo amenazaba las normas habituales por las que se regían las alocuciones públicas.

Pero todavía más escandalosa fue la irrupción masiva de las “groserías del lenguaje populachero” en los discursos políticos públicos que se editaban. Los iniciadores de esta moda fueron determinados periódicos de derechas como las Actes des Apôtres y ciertos panfletos anónimos como La Vie privée de Blondinet Lafayette, général des bluets y Sabats jacobites con sus parodias del ritual católico y los “atrevimientos galantes”, tan apreciados en el mundo del Antiguo Régimen; los periódicos de izquierdas, y particularmente el Père Duchesne de Hébert, aceptaron inmediatamente el desafío. Muy pronto los “demonios”, los “joder”, los “lameculos”, aparecían con regularidad en letra impresa junto con una variedad interminable de “juramentos de estilo” (desde los “truenos de Dios” hasta los “veinticinco mil millones de petardos”).Entre las Líneas En el caso de Hébert, como en el de muchos otros, el uso de palabras familiares, vulgares o bajas alcanzó su culminación en las descripciones de María Antonieta: “La tigresa austriaca estaba considerada en todas las cortes como la prostituta más miserable de Francia. Se la acusaba abiertamente de revolcarse en el fango con los criados, y era difícil distinguir cuál había sido el patán que había engendrado los abortos monstruosos [avortons aclopés (sic)], jorobados, gangrenados, surgidos de su vientre triplemente arrugado” (Père Duchesne). María Antonieta era representada como lo opuesto de todo lo que se suponía debía ser una mujer: un animal salvaje en lugar de una fuerza civilizadora, una prostituta en lugar de una esposa, un monstruo que daba a luz a criaturas deformes en lugar de una madre. Era la expresión máxima —y la más viciosa— de aquello en lo que los revolucionarios temían se convirtieran las mujeres si entraban en el terreno público: una monstruosa perversión de la sexualidad femenina. Esta terrible perversión parecía exigir un lenguaje igualmente repulsivo, que por regla general era usado únicamente en las conversaciones privadas entre hombres.Entre las Líneas En el terreno público, este lenguaje fue utilizado para destruir el halo de majestad, nobleza y deferencia.

No fueron éstas las únicas formas en las que el lenguaje reflejó las oscilaciones de la frontera entre lo público y lo privado. El estado revolucionario intentó regular el uso del lenguaje privado exigiendo el francés en lugar de los dialectos e idiomas regionales (examine más sobre estas cuestiones en la presente plataforma online de ciencias sociales y humanidades). Barère explicaba así la posición del gobierno: “En un pueblo libre la lengua debe ser una y la misma para todos”. La batalla entre lo público y lo privado se convirtió en una guerra lingüística; las nuevas escuelas eran concebidas para propagar el francés, sobre todo en Bretaña y Alsacia, y todas las leyes del gobierno eran publicadas en francés. Como consecuencia de todo ello, en muchas zonas de Francia el lenguaje público se afrancesó, al tiempo que el patois y los dialectos se privatizaban en cierta medida a través de la experiencia.

Para algunos, la creación de un lenguaje privado suplía la pérdida de la vida íntima. Los soldados, que habían perdido de hecho sus vidas privadas al ser reclutados, desarrollaron su propio “dialecto de los veteranos” para diferenciarse de los pekins que no pertenecían al ejército. Tenían sus propios términos para designar el equipo, las divisiones del ejército (los soldados de la guardia se convirtieron en los “inmortales”), los incidentes en el campo de batalla, su paga (el dinero era conocido como la “vajilla de bolsillo”) e incluso para los números de la lotería (el 2 era la “pequeña pollita”, el 3 la “oreja de judío”). El enemigo alemán era un “cabeza de choucrout”, los ingleses simplemente los goddam.

La madre

Los símbolos de lo íntimo y lo familiar lograron desarrollar un notable poder político (y, por tanto, público) en este periodo de confusión entre lo público y lo privado. El emblema de la República, la diosa romana de la Libertad, solía tener en los sellos, estatuas y retratos oficiales una expresión abstraída y lejana, pero en muchas otras representaciones adquiría la familiaridad de una joven muchacha o madre, y pronto fue conocida, primero en broma y posteriormente con cariño, como Marianne, el nombre femenino más común. La mujer y la madre, tan desprovistas de cualquier derecho político, podían, sin embargo (¿o quizá por esta razón?), convertirse en los emblemas de la nueva República. Incluso Napoleón llegó a representarse a sí mismo, en 1799, salvándola del abismo de discordia y división. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). El poder, para ser efectivo, debía inspirar afecto, y por ello en ocasiones debía descender al nivel de lo familiar.

La iconografía y los discursos políticos de la década revolucionaria narraban una historia familiar. Al comienzo, el rey era el padre benévolo que iba a reconocer los problemas del reino y a solucionarlos con la ayuda de sus hijos, que acababan de alcanzar la edad adulta (los diputados del Tercer Estado, sobre todo). Cuando intentó huir del país, en junio de 1791, resultó imposible mantener esta línea argumental: los hijos, ahora más radicales, exigían cambios básicos y finalmente llegaron a reclamar la sustitución del padre. La necesidad de eliminar al padre tiránico se complementó entonces con un ataque violento dirigido contra la mujer que nunca había conseguido representar con éxito el papel de madre: la tan explotada condición adúltera de María Antonieta era un insulto a la nación que, en cierto sentido, fue utilizado para justificar su terrible fin. El puesto de la pareja real en la nueva matriz familiar de poder fue ocupado por la fraternidad de los revolucionarios que protegían a sus débiles hermanas, la Libertad y la Igualdad.Entre las Líneas En las nuevas representaciones de la República no aparece nunca un padre y las madres, si se exceptúan las más jóvenes, tampoco suelen estar presentes: era ésta una familia cuyos padres habían desaparecido. Sólo quedaban los hermanos, responsables de la creación de un mundo nuevo y de la protección de sus hermanas, que se habían quedado huérfanas.Entre las Líneas En ciertas ocasiones, sobre todo entre 1792 y 1793, a las hermanas se les adjudicó el papel de defensoras activas de la República, pero en general eran representadas como seres necesitados de protección. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). La República era chérie, pero dependía del apoyo del pueblo, una formidable fuerza masculina.

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La religión privada contra el Estado

Los efectos de la Revolución sobre la vida privada no fueron meramente “simbólicos”, es decir, relacionados con manifestaciones de la cultura política tales como la indumentaria, el lenguaje o el ritual político.Entre las Líneas En muchos otros terrenos el Estado revolucionario se enfrentó directamente al poder de las comunidades del Antiguo Régimen —la Iglesia, las corporaciones, la nobleza, las comunidades campesinas y la familia en su concepción más amplia—, consiguiendo así definir nuevos espacios para el individuo y sus derechos privados.Si, Pero: Pero este proceso encontró muchas resistencias y ambigüedades, algunas de las cuales son patentes en la lucha del Estado con su principal competidor por el control de la vida privada, la Iglesia católica. El catolicismo, a la vez un conjunto de creencias experimentadas en privado y de rituales practicados en público, colección de individuos y poderosa institución, fue el terreno en el que se produjeron las luchas públicas (y quizá privadas) más intensas de toda la Revolución. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). De acuerdo con la mejor tradición liberal, los revolucionarios intentaron en un principio basar su régimen en la tolerancia religiosa general: las cuestiones religiosas debían seguir siendo asuntos privados.Si, Pero: Pero los viejos hábitos y la necesidad siempre mayor de fondos hicieron que se llegara a una solución más ambigua, consistente en la confiscación pública de las tierras de la Iglesia y la creación de una Constitución civil para el clero. A partir de ese momento, los obispos eran elegidos prácticamente como los demás funcionarios, y las asambleas revolucionarias posteriores exigieron juramentos de lealtad por parte del clero, limitando al mismo tiempo el uso de las vestiduras eclesiásticas. El apoyo a los curas “refractarios” llegó a ser identificado con la contrarrevolución, por lo que aumentó el control por parte del Estado de los lugares, momentos y formas de culto.

Con el Concordato de 1801 Napoleón renunció a las manifestaciones más extremas del control estatal, pero solo a cambio del reconocimiento del derecho permanente del Estado a interferir en las cuestiones religiosas.
Aunque muchos de ellos deseaban una reforma, los feligreses católicos no aceptaron pasivamente el control del Estado. Muchos individuos, sobre todo mujeres y niños, previamente limitados a su esfera privada, asumieron por primera vez papeles públicos en defensa de su Iglesia y de sus prácticas.Entre las Líneas En opinión del abate Grégoire, “las mujeres crapulosas y sediciosas” estaban asfixiando a la Iglesia constitucional. Ellas ocultaban a los refractarios, ayudaban a organizar misas clandestinas e incluso misas blancas, empujaban a sus maridos para que presentaran solicitudes al gobierno reclamando la reapertura de las iglesias después de Termidor, se negaban a que sus hijos fueran bautizados o casados por curas que hubieran prestado el juramento y, cuando todo lo demás fallaba, se reunían para manifestarse en nombre de la libertad religiosa.Entre las Líneas En respuesta a la intromisión del Estado se resucitaron viejos santos y se crearon nuevos mártires, sobre todo en las zonas más contrarrevolucionarias; la recitación del rosario en las vigilias se convirtió en un acto de resistencia política. Una “Susana sin miedo” se atrevió incluso a hacer pública su rebeldía en un libelo hallado en el año VII en un pueblo del departamento de Yonne, Villethierry: “No existe ningún gobierno cuyo despotismo iguale al del nuestro. Se nos dice sois libres y soberanos, mientras se nos cohíbe hasta el punto de que no se nos permite cantar, jugar, cuando celebramos el domingo, ni siquiera arrodillarnos para rendir homenaje al Ser Supremo”.

Como consecuencia del ataque al que fue sometida por parte del Estado y de los revolucionarios de las ciudades, más enérgicos, la religión se privatizó.Entre las Líneas En 1794, después de las emigraciones, deportaciones, ejecuciones, encarcelamientos, abdicaciones y bodas, quedaban muy pocos curas que practicaran una religión pública: la devoción debía tener lugar en casa, dentro del círculo de la familia, o en pequeños grupos de confianza.Si, Pero: Pero tan pronto como se levantaron las restricciones, incluso parcialmente, los individuos privados salieron a la luz para reivindicar públicamente su fe.

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Las iglesias parroquiales que habían sido usadas como almacenes de trigo, establos, fábricas de salitre, mercados de pescado o lugares de reunión de los clubes fueron restauradas y reconsagradas, se sacaron los vasos y las vestiduras de sus recónditos escondites y se encontró a alguien —un maestro de escuela o un antiguo oficial, si no se podía conseguir un cura— para que dirigiera el servicio.Entre las Líneas En muchos lugares, sobre todo fuera de las ciudades, se ignoró el décadi, y los domingos los habitantes del pueblo se reunían para alardear de su poca disposición para el trabajo. Como consecuencia de este dramático entremezclarse de los asuntos públicos y privados, la práctica religiosa adquirió una estructura nueva y duradera: las mujeres siguieron siendo el sostén de la Iglesia que con tanta tenacidad habían defendido, y los hombres se convirtieron, en el mejor de los casos, en practicantes “de temporada”. Nuevas formas de la vida pública, como el cabaret y el café, reclamaban ahora a la población masculina.

La familia, frontera entre lo público y lo privado

En ningún terreno fue tan evidente la invasión de la autoridad pública como en la misma vida familiar. El matrimonio se secularizó, debiendo celebrarse la ceremonia delante de un oficial municipal para que se considerara vinculante (examine más sobre estas cuestiones en la presente plataforma online de ciencias sociales y humanidades). Bajo el Antiguo Régimen, el matrimonio se formalizaba por medio del intercambio de consentimiento entre las dos partes: el cura era únicamente testigo de este intercambio. De acuerdo con el trascendental decreto del 20 de septiembre de 1792, a partir de ese momento el oficial no solo era responsable del estado civil, sino que también declaraba a la pareja unida a los ojos de la ley. La autoridad pública adoptaba ahora un papel activo en la constitución de la familia. El Estado determinó los obstáculos que podían impedir el matrimonio, restableció y reguló el proceso de adopción, otorgó ciertos derechos (severamente restringidos de nuevo con la aplicación del Código Civil) a los hijos naturales, instituyó el divorcio y limitó los poderes paternos, en parte a través de la creación de tribunales de familias; estos últimos fueron suprimidos en 1796, aunque el Estado siguió acotando los poderes de los padres, en particular el de desheredamiento. Al intentar establecer un nuevo sistema de educación nacional, la Convención actuó siguiendo el principio de que los niños, como decía Danton, “pertenecen a la República antes que a sus padres”. El mismo Bonaparte insistió en que “la ley toma al niño cuando nace, provee a su educación, lo prepara para una profesión, regula cómo y bajo qué condiciones podrá casarse, viajar, elegir un estado”.

La legislación relativa a la vida familiar demuestra cuáles eran los intereses en conflicto que los gobiernos revolucionarios debían hacer converger: la protección de la libertad individual, el mantenimiento de la solidaridad familiar y la consolidación del control estatal. El Estado revolucionario, principalmente durante el periodo de la Convención, pero también con anterioridad, dio prioridad a la protección de los individuos frente a la posible tiranía de la familia y la Iglesia. Las lettres de cachet despertaban una animadversión particular, ya que algunas familias las habían usado para internar a niños cuya única falta era su rebeldía o prodigalidad.

Aviso

No obstante, con la creación de los tribunales de familia (agosto de 1790) los legisladores estimularon a las familias a que resolvieran sus conflictos internos incluyendo en última instancia el divorcio (que otra ley promulgada el 20 de septiembre de 1792 había hecho posible). El Código Civil se preocupó mucho menos por la felicidad y autonomía del individuo (sobre todo de las mujeres), y dio más importancia a los poderes del padre. Los poderes anteriormente atribuidos a los tribunales de familia fueron o bien devueltos al padre en cuanto cabeza de familia o bien asumidos por los tribunales estatales. Por regla general, resulta evidente que, con frecuencia, el único objetivo perseguido por el Estado al limitar el control familiar o eclesiástico era sustituirlo por el suyo propio. El Estado era un agente activo: garantizaba los derechos individuales, fomentaba la solidaridad familiar y limitaba los poderes de los padres.

Autor: Lynn Hunt

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