El siglo XVIII había afinado la distinción entre lo público y lo privado. Lo público se había desprivatizado hasta cierto punto al presentarse como la “cosa” del Estado. Lo privado, en otros tiempos insignificante y negativo, se había revalorizado hasta convertirse en sinónimo de felicidad. Había adquirido ya un sentido familiar y espacial, a pesar de hallarse aún lejos de haber agotado la diversidad de sus formas de sociabilidad. La Revolución Francesa opera, en esta evolución, una ruptura dramática y contradictoria, cuyos efectos a corto y largo plazo (véase más detalles en esta plataforma general) conviene por lo demás distinguir. En lo inmediato, se sospecha que los “intereses privados”, o particulares, son una sombra propicia para los complots y las traiciones. La vida pública postula la transparencia; pretende cambiar las costumbres y los corazones, crear, en un espacio y un tiempo remodelados, un hombre nuevo en sus apariencias, su lenguaje y sus sentimientos, gracias a una pedagogía del gesto y del signo que va de lo exterior a lo interior.
A plazo (véase más detalles en esta plataforma general) más largo aún, la Revolución acentúa la definición de las esferas pública y privada, valora la familia y diferencia los papeles sexuales al oponer entre sí hombres políticos y mujeres domésticas. A pesar de su patriarcalismo, limita en numerosos puntos los poderes del padre y reconoce el derecho al divorcio. Al mismo tiempo, proclama los derechos del individuo, entre otros ese derecho a la propia seguridad en el que balbucea un habeas corpus hoy día todavía mal garantizado en Francia; y le otorga un primer asidero: la inviolabilidad del domicilio, cuyos desconocimientos castiga severamente, desde 1791, el artículo 184 del Código Penal. Se necesitaría un volumen entero para escribir esta tumultuosa historia privada de la Revolución en todas las dimensiones del derecho y las costumbres, los discursos y las prácticas cotidianas.