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Metafísica del Derecho Natural

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Metafísica del Derecho Natural

Este elemento es una expansión del contenido de los cursos y guías de Lawi. Ofrece hechos, comentarios y análisis sobre este tema.

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Nota: Consulte también el intelecto y voluntad en la filosofía del derecho natural.

El ser y el deber ser

La historia de la idea del derecho natural muestra que hay muchas maneras de revestir cualquier sistema de derecho ideal con el atractivo de lo natural o lo racional. En épocas en las que el derecho positivo, que se ha vuelto rígido, ya no es el orden de justicia en el que la gente cree, sino un medio en la lucha de la clase dominante por mantener su poder social y político que ya no puede justificarse en nombre del bienestar general, los grupos revolucionarios y reformistas, que no quieren o no pueden apelar a la “buena ley antigua”, tienen que apelar a la ley natural. Sin embargo, en tales ocasiones, el derecho natural aparece con demasiada facilidad como algo impuro, como algo casi inextricablemente enredado con las exigencias jurídicas que surgen de la situación sociológica concreta: exigencias cuyas bases no son sólidas desde todos los puntos de vista, cuyo apoyo reside en la pasión más que en la razón. (Véase la Doctrina del Derecho Natural de Hugo Grocio, el derecho natural en la época de la escolástica, o Derecho natural Escolástico, el pensamiento iusnaturalista escolástico, la suspicacia Conservadora sobre el Derecho Natural, la Victoria del Positivismo Jurídico sobre el Derecho Natural y la reaparición del Iusntaturalismo tras el Positivismo Jurídico.)

Sin embargo, hay un punto que la historia deja claro. La idea del derecho natural sólo obtiene una aceptación general en los períodos en que la metafísica, reina de las ciencias, es dominante. En cambio, retrocede o sufre un eclipse cuando el ser (no tomado aquí en el sentido de Kelsen de mera existencialidad o facticidad) y el deber, la moral y el derecho, se separan, cuando las esencias de las cosas y su orden ontológico se consideran incognoscibles.

La ley natural, en consecuencia, depende de la ciencia del ser, de la metafísica. De ahí que todo intento de establecer el derecho natural deba partir de la relación fundamental del ser y del deber ser, de lo real y del bien. Dado que el establecimiento de el derecho natural depende además de la doctrina de la naturaleza del hombre, también hay que estudiar este elemento humano, especialmente en cuanto la cuestión de la primacía del intelecto o de la voluntad en el hombre está relacionada con el ser y el deber ser. En segundo lugar, hay que considerar la justicia, o el derecho como objeto de la justicia, si queremos comprender la distinción entre lex naturalis e ius naturale. A continuación, habrá que hacer un breve repaso del orden de las ciencias.

Sólo entonces, finalmente, valdrá la pena entrar en los detalles de la ley natural, para explicar, también desde el lado teórico, el hecho histórico real de la perpetua recurrencia de la ley natural. En su estudio, por lo demás valioso, The Revival of Natural Law Concepts, Charles G. Haines renuncia resueltamente a tratar “los procesos filosóficos y psicológicos que subyacen al pensamiento del derecho natural” (p. viii). Sin embargo, esta limitación autoimpuesta, psicológicamente muy difícil si no imposible de observar, no impide al autor criticar y evaluar libremente la doctrina del derecho natural en sus diversas formas, lo que sólo una epistemología y una metafísica le permitirían hacer. Por ejemplo, la exposición del derecho natural de Viktor Cathrein, S.J., es injustamente, pero típicamente, acusada de ser religiosa y sobrenatural (pp. 286 y ss.). Esto significa simplemente, por supuesto, que el pensamiento del filósofo moral jesuita es teísta y no totalmente secularista, no ve la naturaleza como un todo cerrado y autosubsistente, y no rechaza las ultimidades en la medida en que son alcanzables por los poderes naturales de la mente humana. Benjamin F. Wright, Jr. tiene una mentalidad igualmente poco filosófica. Concluye su volumen, American Interpretations of Natural Law, con las palabras: “El derecho natural, en su esencia, es el intento de resolver lo irresoluble” (p. 345). Pero tal conclusión se sostiene o cae con su particular marco de referencia, caracterizado por la metafísica.

▷ En este Día de 24 Abril (1877): Guerra entre Rusia y Turquía
Al término de la guerra serbo-turca estalló la guerra entre Rusia y el Imperio Otomano, que dio lugar a la independencia de Serbia y Montenegro. En 1878, el Tratado Ruso-Turco de San Stefano creó una “Gran Bulgaria” como satélite de Rusia. En el Congreso de Berlín, sin embargo, Austria-Hungría y Gran Bretaña no aceptaron el tratado, impusieron su propia partición de los Balcanes y obligaron a Rusia a retirarse de los Balcanes.

España declara la Guerra a Estados Unidos

Exactamente 21 años más tarde, también un 24 de abril, España declara la guerra a Estados Unidos (descrito en el contenido sobre la guerra Hispano-estadounidense). Véase también:
  • Las causas de la guerra Hispano-estadounidense: El conflicto entre España y Cuba generó en Estados Unidos una fuerte reacción tanto por razones económicas como humanitarias.
  • El origen de la guerra Hispano-estadounidense: Los orígenes del conflicto se encuentran en la lucha por la independencia cubana y en los intereses económicos que Estados Unidos tenía en el Caribe.
  • Las consecuencias de la guerra Hispano-estadounidense: Esta guerra significó el surgimiento de Estados Unidos como potencia mundial, dotada de sus propias colonias en ultramar y de un papel importante en la geopolítica mundial, mientras fue el punto de confirmación del declive español.

Para que la filosofía moral y, con ella, la filosofía jurídica tengan un fundamento sólido, deben ser una continuación de la metafísica. Al menos esto es cierto para un sistema natural de ética y jurisprudencia, aunque no para uno positivista que se fundamenta sólo en una voluntad como tal. En este sentido, “ser” no significa la simple existencia, la forma imperfecta del ser. Significa el ser esencial, el esse essentiae. Kelsen, que afirma repetidamente que el deber ser no tiene nada que ver con el ser, con lo fáctico, y que la ciencia del derecho debe construirse de forma puramente normológica, no ha atendido a esta distinción que es básica para la metafísica del realismo. Su racionalismo, por tanto, le lleva a una teoría del derecho desprovista de contenido y construida al margen de lo fáctico, de lo existente. Sin embargo, como su relativismo ateo le impide reconocer con Occam una voluntad suprema omnipotente de Dios como fuente de todas las normas, el racionalismo de Kelsen termina llevándolo a la posición de que la realidad fáctica es, en efecto, la norma última y primordial, es decir, la existencia del orden de la civitas maxima, el orden jurídico mundial fácticamente existente. Pero esta posición es francamente paradójica en vista de su ideal de una ciencia del derecho puro y normativo construida sobre la oposición insuperable entre el ser y el deber ser. Así, para Kelsen, precisamente porque carece de la voluntad suprema de Occam que establece la norma positiva, la existencia y el deber ser coinciden en última instancia. Así llega a un empirismo extremo. Si hubiera tenido una metafísica, la doctrina del ser esencial, habría evitado esta contradicción.

Pues el ser y el deber deben coincidir en última instancia. O para expresarlo de otra manera, el ser y el bien, los órdenes ontológico y deontológico o moral deben ser en el fondo y en última instancia uno.

En consecuencia, el primer requisito de una ley natural inalterable, permanente y estándar es la posibilidad de un conocimiento del ser, de un conocimiento de las esencias de las cosas; en otras palabras, una epistemología realista o teoría del conocimiento. Para Pufendorf, Kant y otros, que no tienen una epistemología realista, no el ser, sino algún impulso, una propiedad especial como la socialidad o un postulado de la razón práctica como la libertad, es la fuente del deber ser, el principio de la ética y del derecho natural. La razón deductiva se libera así del control de la realidad y se entrega sistemáticamente a un racionalismo cada vez más hueco que, para tener sentido, toma prestado continuamente los ideales políticos y sociológicos reales de la época. El derecho natural en sentido estricto sólo es posible, por tanto, sobre la base de un verdadero conocimiento de las esencias de las cosas, pues en ello reside su soporte ontológico.

La filosofía tomista fundamenta el derecho natural de la siguiente manera: El hombre percibe las cosas individuales por medio de la imaginación y los sentidos, y así puede aplicar el conocimiento universal que está en el intelecto a la cosa particular; pues, propiamente hablando, no son ni el intelecto ni los sentidos los que perciben: es el hombre el que entiende por medio de ambos. El intelecto solo no entiende; es decir, la realidad objetiva o las cosas del mundo exterior no liberan en el alma ideas de las cosas que ya son innatas. Tampoco son los sentidos los únicos que perciben: no son las cosas individuales las únicas que existen, y los conceptos de esencias, que el intelecto forma de manera cuasi autoritaria por motivos de economía de pensamiento, no carecen de fundamento en la realidad, como sostienen tanto el nominalismo como el sensismo. Además, no es el intelecto el único que entiende, como pretendía el racionalismo al situar las condiciones y la medida del conocimiento en el intelecto como formas subjetivas de éste, y al no hacer de las cosas o de la realidad la medida y la condición del conocimiento. En consecuencia, el intelecto deductivo, para el que las esencias en las cosas reales siguen siendo incognoscibles, ya no puede controlarse por referencia a la realidad. Pero el hombre entiende por medio de los sentidos y el intelecto. En consecuencia, mediante la actividad intelectual conoce las esencias a partir de las cosas. Las cosas en su realidad, es decir, lo que realmente es, son la medida del conocimiento. Todo el dominio de lo que es (y por lo tanto es conocible) en el contexto de los primeros principios y de las particularidades últimas constituye el campo de investigación del intelecto.

Las cosas mismas son la causa y la medida de nuestro conocimiento. El intelecto especulativo es movido por las cosas mismas y, por tanto, las cosas son su medida. El ser de la cosa es la medida de la verdad. Encontramos constantemente estas y otras proposiciones similares en los escritos de Santo Tomás. Además, se deduce que no hay nada en el intelecto que no haya estado primero en los sentidos. (Es sorprendente la frecuencia con que esta proposición fundamental de la epistemología aristotélica y escolástica, nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, se describe como la contribución de John Locke a la psicología. La única pretensión de Locke en este punto es haber enfatizado este axioma contra la doctrina de Descartes sobre las ideas innatas.)

Pues los sentidos son la puerta por la que las cosas o la realidad pasan, según el modo del intelecto, a la posesión inmaterial de éste. Pero los sentidos siempre retratan sólo lo particular. Los fantasmas, las imágenes de las cosas, transmitidos por los sentidos constituyen la materia para el intelecto, y esta materia tiene que ser transformada de la percepción de los sentidos en conocimiento intelectual. El conocimiento, sin embargo, es la aprehensión de las esencias. Una cosa no se conoce a través de los sentidos, sino a través del intelecto con la ayuda de los sentidos, ya que el intelecto aprehende o toma en sí la cosa en su esencia, en lo que es. Al principio, pues, el intelecto es pasivo. La realidad existe antes del intelecto. La imagen mental es una copia cuyo original es lo real. Este real, además, sólo presupone para su actualidad a Dios Creador, el primer intelecto creador, que como Todo-actual y Todo-operativo da a las cosas su medida. Pero la realidad es independiente de que el intelecto finito la piense o la perciba. Existe tanto si el intelecto finito piensa en ella como si no.

La mente humana es al principio pasiva, receptiva, abierta. Sin embargo, no es como si el intelecto se viera afectado por los sentidos y, mirando dentro de sí mismo, percibiera ideas innatas liberadas a través de las impresiones de los sentidos. Tampoco es como si hubiera en el intelecto un mecanismo de pensamiento que ahora, de acuerdo con las condiciones subjetivas, trabaja las imágenes en ideas, independientemente del ser de la cosa representada. Por el contrario, la mente humana sólo es capaz de comprender permaneciendo en contacto con la realidad: ajustando continuamente su conocimiento a la realidad. Pues la verdadera cognición es la concordancia de la cosa conocida con el objeto de conocimiento, la cosa misma. O, según el modo reciente de plantear el asunto, es la concordancia de la afirmación expresada en el juicio con la realidad efectiva, de la verdad lógica con la ontológica, de la ecuación intelectual con una igualdad real. De ahí la gran importancia de la experiencia, la incesante autoorientación hacia la realidad que es la norma del pensamiento. La experiencia continua de la realidad, y no una especie de deducción geométrica a partir de un principio, es el método adecuado. Esto es tanto más importante cuanto más lejos quiera ir el pensamiento en su deducción. El mismo Santo Tomás exige la experiencia en particular para la filosofía moral y la ciencia del derecho. No la doctrina, sino la experiencia a lo largo de mucho tiempo demuestra la bondad de una ley. La diferencia entre el realismo y un empirismo que se enorgullece de la experiencia no radica, en consecuencia, en la preferencia del empirismo por la experiencia (inducción) mientras que el realismo, por así decirlo, prefiere la especulación (deducción). La diferencia consiste más bien en que el empirismo se contenta con lo que está en primer plano, con la realidad actual, mientras que el realismo, con su deleite en el conocimiento, sostiene que es posible y necesario ir más allá de la actualidad alegremente afirmada hacia lo que está en el fondo, hacia lo metafísico, hacia las esencias y sus leyes de ser en los hechos reales.

Basado en la experiencia de varios autores, mis opiniones y recomendaciones se expresarán a continuación (o en otros lugares de esta plataforma, respecto a las características y el futuro de esta cuestión):

El objeto del conocimiento o de la cognición racional no es, pues, lo particular o lo individual en cuanto tal; esto lo captan los sentidos. El objeto de la cognición, lo que los juicios afirman de la cosa individual en el predicado, es lo que la cosa es: la esencia de la cosa que yace oculta en el núcleo de los fenómenos como una idea en cada cosa del mismo tipo; en una palabra, la forma. El intelecto no llega al núcleo del ser por la vía de la intuición, por la contemplación inmediata del ser, sino por la vía de la abstracción. Esto nos lleva a la famosa disputa sobre los universales y a la distinción, básica para la posibilidad de toda metafísica, entre esencia (quiddity, whatness) y existencia (haecceity, thisness).

La percepción sensorial sólo capta la particularidad del ser existente, de la cosa individual, como, por ejemplo, este hombre o este estado concreto. Pero la cognición se basa en la percepción de lo universal, de lo que está en todas las cosas del mismo tipo como su quididad o esencia. La cosa es lo que el concepto abstracto de la cosa, el objeto del conocimiento intelectual, representa, significa, y este objeto del conocimiento intelectual está realmente en la cosa. El ser pertenece a una naturaleza, por ejemplo, a la naturaleza de una piedra, de una doble manera: el ser existencial, en cuanto la naturaleza está en esta piedra y en aquella, que por tanto posee en la cosa individual; y el ser intencional o mental, que la naturaleza alcanza en el intelecto individual, en el mío y en el tuyo, en cuanto es pensado por nosotros. Pero la naturaleza se convierte en universal y, por tanto, en representativa de la esencia, de la quididad de la cosa, cuando se abstrae, como dice Santo Tomás, ab utroque esse, cuando se la considera aparte de la existencia en las cosas del mundo exterior, así como de la existencia en el pensamiento de algún intelecto. Es esta naturaleza, considerada absolutamente y en sí misma, la que se predica de todos los individuos como su quiddidad, su forma, su esencia, su naturaleza.

Los universales no son sustancias (es decir, no son sustancias primarias en el sentido platónico). No viven en una región celestial, ni el alma, afectada por las impresiones sensoriales, los recuerda desde su estancia premundana en esa región, como sostenía Platón. Tampoco son meros nombres o expresiones vocales (flatus vocis) que, careciendo de un fundamento en la realidad, fueron ideados arbitrariamente por el acuerdo humano con el fin de poner orden en la maraña y el caos de las impresiones de los sentidos; por lo tanto, no son productos arbitrarios del intelecto humano o de la voluntad humana. Por último, tampoco son tipos derivados por un proceso de pura inducción de las cosas individuales: ciertas uniformidades que sólo conducen a una validez general empíricamente probable, hasta donde ha llegado nuestra experiencia. Sobre esta distinción descansa la de existencia y esencia; sobre ella se fundamenta también el pensamiento teleológico, así como la unidad de ser y deber en el orden metafísico.

Esta esencia en la cosa es la medida de nuestro conocimiento. Es el predicado universal en el juicio que establece la verdad de nuestro conocimiento. Pues un juicio no dice que el concepto abstracto en mi mente es la cosa, sino que el contenido objetivo, que es independiente del mero hecho de que lo estoy pensando, del concepto abstracto es percibido por mí en el individuo. Por ejemplo, un estado en sí mismo no existe. Sólo existen los estados concretos. Pero a una unidad social, a una corporación territorial, la llamo estado porque y en tanto que es una realización de la idea “estado”. En consecuencia, el intelecto por sí solo no conoce, ni los sentidos por sí solos, sino que el hombre conoce por medio de ambos.

Ciertamente, como se ha dicho, las cosas como portadoras de esencia sólo pueden ser la medida de nuestro conocimiento porque ellas mismas reciben a su vez la medida del supremo intelecto creador de Dios, que mide todas las cosas con sabiduría. La razón divina, al pensar, crea la esencia de las cosas. La voluntad divina las trae a la existencia, ya sea inmediatamente como causa primera o indirectamente a través de causas secundarias. Esto es básico para la posibilidad de la ley natural, porque significa que las formas esenciales no dependen en su quiddidad de la voluntad absoluta del Espíritu omnipotente, sino sólo en su existencia. Las formas esenciales de las cosas son inalterables porque son ideas del Dios inmutable. La pregunta de Occam de si Dios debe poder querer que sus criaturas racionales le odien es el fundamento de su positivismo moral. A la inversa, la doctrina de la inmutabilidad de la ley natural, de la bondad natural de ciertas acciones morales que se desprende de la naturaleza de las cosas, sólo tiene sentido si se reconoce la inmutabilidad de las esencias. Estas líneas de pensamiento son importantes porque de esta epistemología realista depende el principio de que la ley es positivamente algo perteneciente a la razón y no una mera voluntad arbitraria. Esto se muestra también indirectamente por el hecho de que el principio de que la ley es voluntad arbitraria (auctoritas facit legem, y otras fórmulas equivalentes) se fundamenta en una teoría del conocimiento nominalista o puramente empirista.

El principio de que el ser y la verdad coinciden es una consecuencia más de las consideraciones anteriores. El intelecto y la realidad se encuentran en una triple relación entre sí. Desde el punto de vista del intelecto se habla de conocer, de la cosa, de lo real, de ser conocido, y la unidad de ambos se llama verdad. Conocer una cosa, sin embargo, significa aprehender o asimilar la esencia de la cosa o su forma. A diferencia de las criaturas que carecen de cognición, el intelecto es capaz de tener, e incluso de llegar a ser, la forma de otra cosa (toda cosa creada). La mente conocedora es en cierto modo todo. El conocimiento es la posesión de formas. “El intelecto en acto es totalmente, es decir, perfectamente, la cosa entendida”.

La consecución del concepto abstracto, de lo universal, cuyo contenido es la esencia, es la función del intelecto activo. Éste recoge de lo real, que se da en la imagen mental de las impresiones sensoriales, el núcleo esencial inmaterial, el ser inteligible mismo, que sin embargo es idéntico al ser natural en lo real. De ahí que el ser, en cuanto inteligible, sea también verdadero. Todo lo que es es verdadero, porque es conocible.

Pero la esencia (forma) que constituye la cosa real en su ser es también el fin, la causa final, de la cosa. La teoría aristotélico-tomista del conocimiento parte esencialmente del hecho real del movimiento, del autocambio o del ser cambiado, en definitiva, del intento de comprender el devenir. De ahí la distinción entre un núcleo interno y duradero, la forma, y un elemento cambiante, la materia, lo que se forma o moldea en cada cosa material. El prototipo de este pensamiento es la actividad creadora del artista, que forja la forma a partir de la materia o el material, así como el crecimiento orgánico en el ámbito de la naturaleza animada, como en el caso de las plantas: en las semillas la forma incorpórea, actuando a la manera de una entelequia, se despliega en la materia. La forma no es sólo la causa eficiente próxima de la cosa; es también su fin. Todos los seres aspiran, se esfuerzan y desean su propia perfección. Pero la bondad es aquello a lo que todas las cosas aspiran, se esfuerzan, desean, ya que la esencia de la bondad consiste en esto, en que es de alguna manera deseable. Por lo tanto, la perfección y todo lo que conduce a ella son buenos.

El devenir, condición propia de todo ser creado, es el camino hacia la perfección, hacia la plenitud del ser. Por eso, cuanto más perfectamente se convierte un ser creado en su esencia, y cuanto más se aproxima su esteidad a su quididad, más supera la esencia la imperfección de la existencia. En Dios, el Ser más perfecto, la esencia y la existencia son, por consiguiente, idénticas. Dios es puro Acto; es el Ser absoluto, perfectísimo. La criatura, sin embargo, es su quididad de manera imperfecta solamente; sin embargo, está destinada a convertirse en esta quididad, a realizar su idea. El devenir es la condición de la criatura; el ser es la naturaleza de Dios. La plena realización de su naturaleza, de la idea, es el fin o la meta de una cosa, la realización cada vez mayor de la quididad en la existencia. Esto es válido para la naturaleza inanimada, en la medida en que se mueve desde el exterior, cuando el artista modela cada vez más perfectamente la forma de la estatua a partir del material. Pero también es válido para la naturaleza animada, que en el proceso de llegar a ser realiza cada vez más perfectamente la forma que está germinalmente presente en ella. De ahí los axiomas: todo ser, en cuanto ser, es bueno; ser, verdad y bondad son convertibles.

Tomemos un ejemplo o dos. El llamado matrimonio que existió legalmente durante un tiempo en la Rusia soviética fue rechazado por el Occidente más o menos cristiano porque no se distinguía del concubinato. Pero esta posición no se basaba en una comparación de la visión soviética del matrimonio con el derecho matrimonial del Código Civil francés, o con el matrimonium del derecho romano, o con la legislación matrimonial de Alemania o de los países anglosajones. Se basó en una medición por la idea del matrimonio que se expresa y ejemplifica en las instituciones jurídicas positivas de estos códigos. Hablamos de la imperfección de una legislación matrimonial midiéndola con la idea de matrimonio. Además, en la historia de la legislación matrimonial distinguimos etapas según las formas jurídicas positivas, históricas, realicen la idea de matrimonio de forma más o menos perfecta.

Por otra parte, una corporación territorial o una tribu no se convierte en Estado por el hecho de que los organismos internacionales u otros Estados la reconozcan, como si el reconocimiento internacional fuera constitutivo de derecho. No; este reconocimiento tiene lugar, y la corporación territorial tiene derecho a este reconocimiento, porque se da un caso real que realiza, aunque sea imperfectamente, la idea de estado; de esta manera un estado puede llegar a ser conocido, y tiene entonces derecho al reconocimiento formal. El fundamento de la obligación de reconocer este estado radica en el grado de realización de la idea de estado. Por cierto, la escuela del derecho comparado nos deja insatisfechos porque, por temor al derecho natural, que sin embargo hace su aparición, evita dar el paso final a la naturaleza, a la idea, de las instituciones jurídicas. Su trabajo se vuelve así interesante, instructivo, informativo. Pero sólo entra en el vestíbulo de la filosofía del derecho, donde su escepticismo lo detiene.

La concepción teleológica, fundamentada en la metafísica del ser, es por tanto la base de la unidad esencial del ser y del deber ser, del ser y del bien. Hubo que olvidar todo el pasado para que la teoría del derecho puro, la escuela normológica, pudiera sostener que el ser no tiene nada en común con el deber ser. Tenía razón cuando no estaba dispuesta a que la existencia empírica fuera considerada como una raíz del deber ser. Lo fáctico no puede convertirse en derecho en virtud de la mera facticidad. No existe la facticidad del derecho. Sólo existe una base de derecho cuando en algo fáctico un ser esencial se esfuerza por realizarse. El derecho nunca puede surgir de una violación del derecho. Sin embargo, incluso las leyes de un gobernante ilegítimo pueden obligar en conciencia, no en virtud del poder ilegítimo, sino en razón del hecho real del bien común realizado a través de las leyes, independientemente de su fuente fáctica, y en la medida en que lo realizan. La distinción entre esencia y existencia habría preservado de su formalismo antimetafísico a la teoría del derecho puro, cuya crítica a la tesis de que el hecho crea el derecho es tan eficaz. Igualmente la habría salvado de su recaída final en la tesis de la facticidad del derecho en el caso de la civitas maxima o gran sociedad.

La esencia de una cosa es la norma y la meta de su devenir. Pero la criatura está siempre en estado de devenir o desarrollo, ya sea hacia la meta, hacia la bondad, o alejándose de la meta, hacia el mal, es decir, hacia la falta de ser. Pero la bondad es la encarnación o realización final de la esencia en la existencia, de la tendencia del ser existente hacia su esencia. La plenitud del ser es la meta. Todo ser (todo lo que es real) tiende naturalmente a convertirse en su esencia, a realizar su idea. Pero aquello hacia lo que una naturaleza tiene siempre una inclinación esencial es un bien; porque es una inclinación hacia la perfección. Toda cosa real se mueve hacia su esencia. La perfección del ser es el fin, el bien, la esencia. La plenitud del ser es lo real en el reposo de la meta del devenir, del movimiento propio, o del movimiento del exterior.

Así, en la esencia está la norma, el fin o meta está en la quididad, y el bien es el ser pleno. Por tanto, todo lo que es, en tanto que es ser real, es bueno. Pero como el bien también debe ser, se deduce que en el ámbito de la metafísica el ser y el deber ser coinciden.

Estas ideas conducen además a la concepción de un orden de la realidad, es decir, según el grado de ser que poseen las cosas. Este orden se eleva desde el ser puramente potencial, que aún no es real, a través de los estadios del ser real creado, con un contenido de ser cada vez mayor y con una mera potencialidad cada vez menor. Asciende desde la creación inanimada a través del mundo de los seres animados hasta el ser racional vivo que es el hombre como norma de la creación. Culmina en Dios, el Ser más perfecto, que es a la vez infinitamente superior a toda la creación y esencialmente diferente de ella. En Dios carecen de sentido todas las distinciones entre ser y devenir, movimiento e inmovilidad, potencia y acto, esencia y existencia. Pues Dios es el Ser más puro, el Acto más puro, el Movedor inmóvil de todas las cosas, y por tanto la Bondad más perfecta, la Verdad más profunda, la Norma última y el Fin más elevado, en quien no hay distinción entre esencia y existencia. De ahí que Dios, como Bien supremo, sea también el fin de todo el ser creado, ya que éste es, en efecto, el ser sólo en virtud de su participación en el Ser divino, aunque sólo en un sentido impropio y analógico. Dios es el fin último de toda vida y actividad humana. Su gloria es la meta de la creación.

El mundo es orden. El orden de las criaturas según la diferenciación de sus naturalezas y sus gradaciones procede de la sabiduría de Dios. El azar no es el origen de las cosas, ni el mundo es un caos en el que nuestra inteligencia tuvo que poner orden. La ley del orden corresponde a la sabiduría de Dios, que lo concibió primero en idea antes de que la voluntad de Dios lo llamara a la existencia. Este orden es, pues, un orden conforme a la esencia de Dios. Todo lo que es real es una ejemplificación imperfecta de las ideas de Dios que se encarnan en las cosas. El hombre reconoce este orden como dirigido a un fin último, a Dios mismo, que es a la vez origen y fin del orden. Para la criatura racional dotada de libre albedrío, que coopera en la configuración del mundo, el orden del ser se convierte así en un orden de fines, que culmina en el fin último y más elevado, la gloria de Dios.

Fuente: Basado en una traducción propia de “El derecho natural: Un estudio de historia y filosofía jurídica y social” (1936) de Heinrich Rommen, con varias observaciones posteriores añadidas.

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Recursos

Véase También

Normas internacionales de derechos humanos
Derecho internacional de los derechos humanos
Teoría de los derechos humanos
Historia de la idea del derecho natural

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