Sistema Jurídico
Este elemento es un complemento de los cursos y guías de Lawi. Ofrece hechos, comentarios y análisis sobre el sistema jurídico.
La diferenciación del sistema jurídico
Se analizará a continuación la diferenciación del sistema jurídico o legal en la filosofía del derecho.
Diferenciación funcional
El surgimiento de la sociedad moderna coincide con el proceso de su diferenciación funcional. Aunque el momento de una cesura definitiva entre la sociedad premoderna y la moderna siempre va a ser aproximado, un cambio histórico significativo, aunque gradual, marcó la transición de las sociedades premodernas estratificadas y jerarquizadas a las sociedades modernas diferenciadas. La era moderna coincidió así con la aparición de racionalidades múltiples y diferenciadas en todo el espectro de la sociedad. En lo que respecta a la institución del derecho, esto tomó la forma de un alejamiento del principio del derecho natural que estructuraba los imaginarios normativos de las sociedades anteriores y un acercamiento a la promulgación de legislación positiva. Esta “positivización” del derecho lo aleja de su incrustación integral en el orden normativo premoderno relativamente estático e instala un imaginario jurídico diferente que resuena con el nuevo imperativo democrático de la autolegislación, especialmente tal y como lo introdujeron las revoluciones estadounidense y francesa, y capaz de adaptarse al nuevo dinamismo de las sociedades de mercado. La respuesta a la complejidad emergente de las sociedades requería un cambio estructural que, en el derecho, introdujera una nueva semántica de la ciudadanía, por un lado, y de la subjetividad individual y la libertad, la responsabilidad y los derechos, por otro. Se trataba de un nuevo vocabulario que empujaba contra una semántica de autoridad aceptada. Por supuesto, tal proceso de desplazamiento de un orden normativo omnímodo nunca iba a ser exhaustivo, simultáneo ni uniforme en todas las sociedades europeas. En su enormemente influyente Law and Revolution, Harold Berman argumentó que ya se habían alcanzado niveles significativos de autonomía del derecho con anterioridad, en los siglos XI y XII, y que el movimiento para elevar la importancia de la cultura jurídica fue pionero en Europa y no se produjo de manera uniforme en otros lugares. La positivización del derecho es una respuesta a la complejidad emergente de la sociedad moderna y, aunque de forma más gradual, se apoderó también del derecho consuetudinario, marcando en todas las sociedades un alejamiento de las fuentes tradicionales de legitimación. Este será el tema de la próxima sección. Quedándonos por ahora con el principio organizador de la diferenciación funcional, vemos que si bien el nuevo principio viene a desplazar en gran medida las anteriores formas ordenadoras de segmentación y estratificación de las sociedades premodernas, estas anteriores formas de diferenciación encuentran un cierto acomodo dentro del nuevo contexto emergente. Incluso los cambios integrales no son rupturas claras. La evolución de este orden social altamente improbable”, sugiere Niklas Luhmann, de quien tomaremos la iniciativa en el análisis que sigue, “requería sustituir la estratificación por la diferenciación funcional como principio fundamental de la formación de subsistemas dentro del sistema general de la sociedad.
Las grandes sociologías del siglo XIX, con todas sus profundas diferencias, toman como central el paso de la estratificación a la diferenciación. Para Marx, la autonomización del derecho y de la política -el desarrollo de sistemas jurídicos y políticos separados- limpia falsamente sus lógicas respectivas de su incrustación en el trabajo social, “elevándolas” a una “idealidad” en la que no rastrean nada de las realidades “profanas” de la práctica material salvo en forma ideológica distorsionada. Para Weber y Durkheim, con el derecho como instancia paradigmática e ‘índice’ de la reproducción social, el cambio se describe en términos de una transición hacia la racionalidad formal y la solidaridad orgánica respectivamente. Para Durkheim en particular, la modernidad estuvo marcada por una nueva configuración de la naturaleza del vínculo social en un tipo de solidaridad que denominó “orgánica”, y correlativa a una nueva división del trabajo y a la pluralización de las esferas de valor. La diferenciación tiene que ver con la autonomización gradual de esferas y lógicas de acción social y el desarrollo de semánticas separadas para los campos diferenciados, con su principio de vinculación -‘solidaridad’ en Durkheim- ampliamente reconceptualizado en el proceso.
Fue Durkheim quien quizá situó con más énfasis la cuestión de “lo social” en la raíz de la investigación sociológica, la enfrentó como una categoría sui generis irreductible a las racionalidades individuales y a las estructuras de motivación y, antes que ellas, a la pregunta fundamental de la sociología: ¿cómo es posible el orden social? Se puede discernir la urgencia de la pregunta sobre el trasfondo de las tendencias centrífugas de la sociedad moderna, la nueva movilidad y la aceleración de las posibilidades de comunicación, la nueva división del trabajo y el debilitamiento de las viejas fuerzas del orden, aproximándose cada vez más peligrosamente al umbral de la ruptura, lo que Durkheim denominó “anomia”. Pero para abordar la cuestión fundacional de la sociología -la pregunta ¿cómo es posible el orden social? – con Durkheim necesitamos dar un paso atrás desde la precariedad del ‘logro’ de la diferenciación funcional hasta lo que hace posible ese logro en primer lugar. Y en este punto la cuestión se radicaliza si uno la aborda como una cuestión de formación de significado: si uno se pregunta, en otras palabras, ¿cómo se genera el significado en estas esferas radicalmente autónomas ausentes de los recursos semánticos que lo vinculaban a depósitos generalmente compartidos de valor y orientación comunales, y a los imaginarios sociales cohesivos de la época anterior? Es esta pregunta radical la que nos permite retomar el hilo antes – “río arriba”, por así decirlo- de las cuestiones sobre lo que une normativamente a nuestras sociedades modernas diferenciadas centrífugamente. Río arriba, la pregunta “¿qué hace posible el orden social?” está constitutivamente ligada a una pregunta previa: “¿cómo es posible la comunicación?”. Y, por supuesto, tomar la comunicación en lugar del individuo o su acción como unidad primaria del análisis social convierte a la acción -y al individuo de cuya acción se trata- en aquello sobre lo que se comunica. Es a Luhmann a quien debemos esta innovación metodológica clave porque es él quien funda su sociología sobre la articulación de las dos preguntas, y es él quien la aborda como una cuestión de autorreferencia radical o, más tarde, de “autopoiesis”. Pero esto es algo que debemos abordar más gradualmente.
Observe cómo esta articulación de las dos cuestiones fundamentales -vamos a referirnos a esta articulación como “doble contingencia”, pero pospongamos por ahora su explicación más detallada- permite a Luhmann una reivindicación más radical que la que se asocia convencionalmente con la teorización de la diferenciación funcional. La sugerencia de Luhmann de que la sociedad moderna surge como (y sólo como) funcionalmente diferenciada se basa en la idea de que el significado se estabiliza primero (por tanto, se “genera”) según sistemas que se sitúan en el nivel subsocietal, un nivel en el que se forman y consolidan sus racionalidades separadas. Aquí se sitúan los sistemas diferenciados del derecho, la política y la economía, pero también los de la ciencia, la educación, la religión, el arte, etc. Una combinación particular de función, rendimiento y reflexión, como veremos, define las posibilidades de “observación”, relación y conectividad, y el alcance funcional y semántico de cada sistema de formas que son insulares, particulares y definitivas de cada uno de ellos. A medida que aumenta la complejidad global de la sociedad moderna, las estructuras reflexivas organizan la complejidad interna de estos dominios separados y plurales. Para la teoría de los sistemas sociales, la aparición de sistemas funcionalmente diferenciados, incluido el del derecho positivo, se entiende como una cuestión de complejidad y reducción, de forma que permite que surjan contingencias específicas para cada sistema: en torno a lo que es legal y lo que es ilegal en el derecho, costoso o beneficioso en la economía, verdadero y falso en la ciencia, promotor o perjudicial para el bien común en la política, y así sucesivamente. Por decirlo de forma resumida, el disciplinamiento de la doble contingencia de la comunicación es la reducción-logro de los sistemas sociales, y se lleva a cabo a nivel de cada sistema funcionalmente diferenciado. La combinación de las dos preguntas fundadoras – “¿cómo es posible el orden social?” y “¿cómo es posible la comunicación a lo largo del tiempo?”- abre un dominio tan novedoso como exigente: la emergencia y consolidación de los dominios o esferas comunicativas que generan significado son contingentes a los procesos de diferenciación sistémica, y el problema de la complejidad, y por tanto la pregunta de cómo es posible el orden social, se responde como una cuestión de especificación funcional. Esta especificación diferencia a cada subsistema funcional como sistema dentro de un entorno que contiene a todos los demás sistemas. Y su propia diferencia cada vez se elabora desde dentro, una autorreferencia que se despliega en el tiempo y permite la generación y consolidación gradual de “lógicas” sistémicas, tal y como las hemos venido describiendo. Visitemos un par de ejemplos clave de este proceso.
Uno de los relatos más tempranos, sin duda más teorizados y quizá más proféticos de una reflexividad que se desarrolla como un ejercicio autorreferencial es la teorización del sistema político de Maquiavelo. En El Príncipe, Maquiavelo invita a entender lo político como una esfera autónoma y reflexiva en la medida en que la racionalidad política se preocupa de su propio funcionamiento y engrandecimiento. El consejo de Maquiavelo al Príncipe es cómo conservar y maximizar el poder político, sin otro objetivo último -aunque sea el salus populi, la expansión territorial, el desarrollo económico, etc.- que la consolidación del poder en su cargo. Todas las demás aspiraciones se remiten a esta premisa organizadora. El pensamiento de la política como autorreferencial entiende la relación con otros campos como externa a ella, al tiempo que desarrolla su propia forma internamente estructurada de reflexividad entendida como un proceso autoorientado. Por supuesto, dicha autoorientación, y la observación del “yo” y del “otro” que permite, cambia a lo largo de la trayectoria histórica, y sabemos por los excepcionales análisis de Foucault cómo la soberanía, inicialmente obsesionada con su propia expansión, hacia el siglo XVIII se fue dotando gradualmente de un nuevo campo en forma de gobernanza que permitió a la racionalidad política reorientarse reflexivamente en torno a nuevas proyecciones de su sujeto propio y desarrollar por el camino una semántica apropiada (biopoder, disciplina, etc.). Foucault tiene razón al invitarnos a pensar en estos acoplamientos entre sistemas, instancias en las que la reflexividad orientada hacia sí misma se desarrolla como resultado de, y una respuesta a, las exigencias de la gestión de la complejidad; pero este gesto no quita nada al argumento sobre una autorreferencia que se renueva a sí misma a través de la referencia fuera de ella, en el caso del sistema político (que estamos discutiendo), a la economía, a las verdades proporcionadas por la ciencia, o a la estabilización de las expectativas normativas garantizadas por la ley.
Si Maquiavelo es el teórico del sistema político, el argumento más famoso sobre la generación y consolidación de la autorreferencia en lo que se refiere al sistema económico aparece en la devastadora crítica del capitalismo realizada por Marx en los tres volúmenes de El Capital. La autorreferencia política ya había encontrado, después de Maquiavelo, nuevas y extraordinarias articulaciones en la teoría del contrato social, donde Thomas Hobbes había aportado su fascinante tratado sobre la soberanía en el Leviatán, que pivota sobre el movimiento autorreferencial por el que la constitución de la sociedad política implica su sometimiento al soberano político. David Ricardo amplió esta línea de pensamiento a la economía; como dice Karl Polanyi, con su elocuencia habitual, “la grotesca visión del Estado de Hobbes -un enorme Leviatán cuyo vasto cuerpo estaba formado por un número infinito de cuerpos humanos- quedó empequeñecida por la construcción ricardiana del mercado de trabajo: un flujo de vidas humanas cuya oferta estaba regulada por la cantidad de alimentos puestos a su disposición” (Referencia PolanyiPolanyi, 1944, 164). Al constructo de Ricardo, Malthus añadirá la “ley” devastadora de la “amenaza de inanición” que mantiene bajo control a la población en función de los medios de subsistencia de que dispone. Marx recoge el testigo de Ricardo para ofrecer el famoso análisis de la producción y apropiación de la plusvalía del trabajo. Pero el momento clave de la autorreferencia -la autopoiesis de la economía, por así decirlo- se sitúa en el nivel de la reproducción autorreferencial básica del sistema económico: en este contexto, la noción social (y socialmente plural y difusa) de valor viene a acoplarse -como valor de cambio- desde el principio a la producción y circulación de mercancías.
Este acoplamiento estricto de la producción social de valor al intercambio económico permite la internalización profunda de todas las cuestiones sociales a la lógica de la economía, y con ello la generación y consolidación de la autorreferencia económica. El proceso incluye la sujeción de todos los recursos sociales clave a la lógica de la mercancía. Polanyi (1944) describe célebremente los mercados de la “naturaleza”, el trabajo y el dinero como “ficticios” porque, a diferencia de otras mercancías, no fueron producidos para ser vendidos, y el mecanismo de los precios desencadena, en el mejor de los casos, ajustes lentos y en todo caso imperfectos de la oferta y la demanda de estos recursos, lo que tiene graves consecuencias para el funcionamiento de la sociedad. Y sin embargo, a pesar de todas las dificultades y de la amenaza de desarticulación social, una vez que todos los recursos de la sociedad se someten al “sistema de mercado”, la internalización es completa y, podríamos sugerir, la “autopoiesis” del sistema económico se pone en marcha.
El sistema jurídico sigue una trayectoria similar en la dirección de lograr su propia autorreferencia en el gesto de clausura, que está en el corazón de todos los positivismos: la ley es lo que la ley dice que es. La “teoría pura del derecho” de Hans Kelsen proporciona la articulación más profunda de este cierre. En las condiciones modernas no puede haber ninguna referencia a otros sistemas normativos, aunque sea la religión, la moral comunitaria, etc., como fuente de significado jurídico; en su lugar, el significado jurídico se confiere sólo internamente bajo el signo de la validez. Tal es la radicalización de la autonomía del derecho como sistema funcionalmente diferenciado de la sociedad moderna. Volveremos sobre ello en la próxima sección. Mientras tanto, reiteremos el desarrollo clave que acompaña a la diferenciación, que se refiere a la forma en que la contingencia viene a insertarse en el espacio ocupado por las antiguas garantías y certezas desplazadas. Ningún derecho divino a gobernar para dirigir el ejercicio del poder político; ningún jus naturalis para apuntalar la administración de la justicia legal. En su lugar, se introduce una “fórmula de contingencia” para dirigir las operaciones de cada sistema: la legitimidad mide la plausibilidad de las comunicaciones políticas, la respuesta a la escasez las actuaciones del sistema económico, la aproximación a la justicia las operaciones del sistema jurídico. La “fórmula de la contingencia” permite a cada sistema (de forma coherente y persuasiva) comunicarse sobre sí mismo a sí mismo, y organizar así su autorreferencia. Hay que establecer aquí una conexión clave entre la autonomía del derecho y la cuestión de la justicia. En lo que respecta al sistema jurídico, la idea de justicia puede entenderse como una fórmula de contingencia del sistema jurídico de un modo aproximadamente equivalente a como la “escasez” desempeña ese papel para el sistema económico. El sistema define la justicia de tal manera que deja claro que la justicia debe prevalecer y el sistema se identifica con la justicia como idea, principio o valor.
La búsqueda de la justicia orienta al sistema de derecho, guía sus razones e informa sus programas: en pocas palabras, subtiende y apoya su función. En su especificación jurídica, la justicia debe alcanzar una “complejidad adecuada” para hacer frente a un entorno en el que abundan las demandas de justicia, y esta “adecuación” se medirá, como siempre, en un registro no normativo sino funcional, es decir, que asegure la reproducción óptima del sistema. Parte de la doctrina sugiere que, si bien la extensión del concepto de justicia abarca varios sistemas (justicia jurídica, justicia política, justicia económica), su contenido semántico está ligado a cada sistema de significado de diferentes maneras. En esta formulación tenemos tanto oportunidad como limitación. ‘Oportunidad’ porque permite a estos sistemas comunicarse en torno a ella y, en un sentido crucial, también medir su adecuación mediante ella. Y ‘limitación’ porque la cuestión de la justicia sólo puede recibir desde dentro de cada sistema una respuesta funcionalmente específica. Luhmann opina que la diferenciación de los sistemas de funciones en la modernidad societal va acompañada, de forma distintiva en cada sistema, de una necesaria positivización del significado social y de su apuntalamiento comunicativo. … En consecuencia, cada sistema de la sociedad debe articular autónomamente y, desde dentro de sí mismo, generar sin cesar y reproducir positivamente las precondiciones comunicativas de su propia consistencia y validez. En esto, sin duda, Luhmann afirmó que la autofundación autónoma del significado social positivo es una función sistémica.
Es evidente que en estas coyunturas surgen multitud de preguntas sobre todas las absorciones clave que ponen al derecho en el camino de la diferenciación con su propio equilibrio de cierre y apertura a sus subsistemas circundantes. Preguntas difíciles sobre cómo gestiona el derecho la complejidad (y la contingencia), especialmente bajo los procedimientos acelerados de la globalización; preguntas sobre la “porosidad” de las fronteras entre los subsistemas, especialmente dado lo estrechas que parecen ser sus articulaciones y solapamientos. Esto, a su vez, invita a preguntarse sobre la relación entre el sistema jurídico y sus entornos político y económico. Recordemos que, con la modernidad, ya no existe ningún orden jerárquico entre los sistemas de la sociedad; y que la “heterarquía” de los sistemas debe mantenerse para que la diferenciación siga aportando sus dividendos.
Independientemente de lo que pueda decirse sobre esos dividendos, la diferenciación de lógicas y esferas de acción se desarrolla en una relación de apoyo mutuo (si no constitutiva) con el auge del capitalismo. Mientras que bajo el feudalismo los medios de extracción de valor implicaban una combinación de poder político (incluido el uso de la violencia arbitraria), dependencias personales, afiliaciones locales, etc., bajo el capitalismo los medios de extracción de valor son totalmente económicos. Por supuesto, como cuestión de rendimiento, el sistema legal proporciona el título de propiedad sobre el trabajo y otros medios de producción y sanciona la obligatoriedad del contrato laboral. Pero son las condiciones económicas las que fijan el precio del trabajo y aseguran y enmarcan los procesos de reproducción social. La diferenciación funcional de la economía permite a los mercados realizar todo el trabajo de asignación de valor a través de la gama de recursos y sus posibles usos, que sustenta e informa la producción capitalista: la explotación se organiza únicamente sobre la plataforma de la economía. Como argumenta poderosamente Ellen Meiksins Wood, la teoría económica burguesa abstrae la economía de su contexto social y político, separando la producción del control y la participación políticos. Como resultado, cualquier noción de la economía política se colapsa en su forma de mercado y se somete a la veridicción del mecanismo de los precios, en nombre de la diferenciación.
La positivización del derecho y la función de la Constitución
Hemos examinado la positivización del derecho como respuesta a la complejidad emergente de la sociedad moderna. El acoplamiento del sistema jurídico con otros sistemas diferenciados de su entorno introduce en el derecho recién “positivizado” una respuesta a la autodeterminación colectiva, por un lado, y por otro, una reorientación hacia la naturaleza transaccional de las exigencias de la economía. A partir de entonces, los principios organizadores clave de la modernidad, la democracia y el mercado se ponen sobre sus huellas y en tensión. Los principios de acoplamiento -del derecho a la política y a la economía respectivamente- se vuelven altamente dinámicos y selectivos en este punto. En ambos casos, el derecho necesita movilizar relatos altamente fluidos e iterables de su validez y no puede dejarse constreñir por principios derivados externamente. Esta evolución significa que los sistemas normativos indiferenciados que guiaban a las sociedades anteriores en términos de una amalgama de normas religiosas, morales y jurídicas pierden gradualmente su influencia en la sociedad moderna, en la que el derecho se sostiene a sí mismo como un sistema autorreferencial de derecho positivo, al mando de sus propios recursos de creación de normas, generación de significados y, puesto que se aleja de las fuentes tradicionales, también de legitimación.
La tradición moderna de pensar el contrato social es muy sugerente en esta coyuntura histórica, ya que la base justificativa del derecho está vinculada, primero en Hobbes y Locke, más tarde en Rousseau y Kant, al sistema político (en la teorización de la soberanía y la voluntad general) y al sistema económico (en la teorización de la propiedad). Son estos vínculos tanto a nivel de su funcionamiento como de su legitimación los que dotan al derecho, para repetirlo, de una estrecha receptividad a la formación de la voluntad democrática en su acoplamiento con el sistema político, y en su acoplamiento con el sistema económico de una nueva apertura a las exigencias transaccionales de la sociedad de mercado. Se forja una semántica específica dentro de las estructuras comunicativas del derecho para dar cabida a esta doble orientación, en su reflejo simultáneo de las prioridades colectivas (democráticas) e individuales (económicas), en las categorías del derecho público y el derecho privado respectivamente.
A medida que el derecho se retira al lado formal del intercambio social, lejos de las moralidades sustantivas, el adelgazamiento normativo puede entenderse como funcionalmente necesario porque el desarrollo marca una inmunización del pensamiento jurídico frente a los contenidos de los órdenes normativos (religión, moral, política) que podrían haber amenazado su legitimidad en la sociedad pluralista. Ahora el derecho se diferencia de estos conjuntos de valores, y su extensión uniforme por toda la sociedad aspira a garantizar la inclusión de todos los ciudadanos. La reproducción del derecho positivo, recortado de órdenes normativos particulares e inmunizado contra dinámicas y conflictos sociales más amplios, garantiza la función de generalización de las expectativas. Y esta función, desempeñada de forma única por el derecho, es la que sustenta su diferenciación. Al retirarse al lado formal del intercambio social, el derecho se convierte en el garante de lo que Max Weber denomina el orden formal-racional de la sociedad. La reflexividad del derecho está ligada a la reproducción de la ley bajo el signo de la validez. El análisis funcional ofrece la oportunidad de ver cómo la reflexividad organiza el logro interno de procesamiento de significados que conocemos como derecho moderno, navegando por el campo de fuerza de la complejidad y, en el proceso, organizando el derecho como un dominio diferenciado, autoorientado y autoobservado de complejidad reducida. Así lo resume Luhmann: “Nuestra definición del concepto de derecho ya no puede concebirse en términos ontológicos, sino funcionales. … Es precisamente la referencia funcional a la generalización congruente la que impone esta no identidad en condiciones estructurales complejas y rápidamente cambiantes del sistema societal”.
En este contexto surge un papel especial para la constitución, al organizar la reflexividad particular del sistema jurídico. Se sugiere que la constitución proporciona la estructura reflexiva para la autoorganización del derecho como sistema internamente, y también cómo permite el alcance externo del derecho a la política, la economía y los demás sistemas sociales que el derecho está llamado a “regular”. Asegura formas de acoplamiento con estos sistemas que mantienen su congruencia, y navega por las operaciones del derecho en medio de ellos. Todo ello implica contemplar el logro constitucional desde el punto de vista de posibilitar la diferenciación, la autonomía y la función social del derecho. Podríamos abordar provechosamente esta cuestión volviendo a las revoluciones estadounidense y francesa del siglo XVIII. En los textos constitucionales que estas revoluciones modernas otorgaron, podemos rastrear con claridad la innovación conceptual del constitucionalismo. Una innovación que consistió en mantener unidos un sistema político y un sistema jurídico que ya no podían identificarse entre sí, subsumirse los unos a los otros o incorporarse en alguna jerarquía bajo un derecho natural general a gobernar. Para Luhmann, con la positivización del derecho y la democratización de la política en las condiciones de la modernidad surge el logro evolutivo de las constituciones modernas. En un punto crucial de la coevolución de los subsistemas diferenciados del derecho y la política, la autodeterminación democrática del “pueblo” se desprende de las formas corporativistas – gremios, alianzas de clase y regionales, y asociaciones intermedias – y se acopla a la semántica del Estado-nación y se plasma en el derecho estatal. La constitución mantiene unidos los sistemas político y jurídico, moviliza dinámicas “autorreforzantes” en cada sistema, que no se combinan en una unidad. Por el contrario, es su articulación, y su exposición recíproca, lo que estabiliza los ámbitos respectivos. Al mismo tiempo, ambos sistemas son capaces de consolidar sus respectivas semánticas: los conceptos clave -soberanía popular, jurisdicción, representación, etc.- proporcionan el vocabulario con cuya ayuda se estructuran tanto la autoorganización de cada sistema como su proyección hacia el exterior. Es en torno a esta semántica constitucional emergente que la democracia y el derecho gestionan su autorreproducción bajo la égida de la constitución.
El logro del constitucionalismo se alberga en el Estado-nación como forma dominante de autoorganización política. Como dice Luhmann, al menos desde el siglo XIX, el concepto de lo político se ha entendido casi exclusivamente como referido al Estado. El estado proporciona la unidad que sustenta la diferenciación de la política y el derecho como estructuralmente acoplados en la constitución, designando los límites territoriales dentro de los cuales debía contenerse el ejercicio del poder soberano o, en términos de Weber, “el monopolio de la violencia”. Volveremos sobre el Estado-nación más adelante, cuando examinemos la globalización; por ahora, limitémonos a retener la forma de unidad política que ofrece y que alberga la diferenciación orquestada por la constitución nacional.
En lo que respecta a la constitución (nacional), podemos distinguir su funcionamiento en dos direcciones. En primer lugar, en la dirección de la autoorganización interna del sistema jurídico y de su propia unidad; en segundo lugar, en la dirección de su alcance externo y de su coordinación con los sistemas políticos y económicos de su entorno. En la primera dirección, lo que está en juego es la autonomía del derecho; en la segunda, la dimensión externa, lo que está en juego es su diferenciación. Tomemos cada una por separado.
La constitución proporciona la estructura reflexiva que organiza internamente el sistema jurídico y apuntala su unidad como sistema. Esto significa que asegura la reproducción del derecho a lo largo del tiempo como un sistema, incorporando nuevos elementos a las estructuras existentes. La dimensión del tiempo es crucial aquí porque, por supuesto, la modalidad temporal del derecho está constitutivamente orientada al pasado, recurriendo a lo que ya está depositado como fuente del derecho. Salvo que ahora el control del tiempo por parte del derecho implica el intento de contener y “domesticar” la reorientación radical del pasado hacia el futuro (de la “tradición” al “progreso”) que la modernidad introduce con su promesa de progreso continuo, las aceleraciones temporales ligadas a los avances tecnológicos, las nuevas posibilidades de comunicación, etcétera. Es en este contexto en el que la constitución se convierte en un mecanismo de control de la contingencia que irrumpe en escena, sin freno ahora por la tradición y las inercias del viejo orden. El intento de introducir una semántica constitucional para expresar la nueva modalidad temporal no está exento de tensiones y paradojas. En el nuevo ordenamiento constitucional, la apertura al futuro significa que la ley prevé su propia mutabilidad y la controla sometiendo toda ley al escrutinio constitucional. La prioridad de la constitución sobre cualquier otra ley significa que la constitución se posiciona ahora como medida de la legalidad o ilegalidad de todas las leyes, expresada y desplegada más abiertamente en la revisión constitucional de la legislación ordinaria. Lo que aquí se capta a lo largo de la dimensión del tiempo se extiende también a las otras dimensiones del significado de la constitución (social y material).
El logro constitucional sostiene de forma productiva las paradojas que han animado y ensombrecido la teoría democrática, ya sea la “paradoja contramayoritaria” de conciliar el autogobierno y el gobierno de la ley o, en niveles más abstractos, las paradojas que acompañan al acoplamiento de los poderes “constituyente” y “constituido” antitéticos, o la lógica mutuamente socavada de la norma y la decisión. En cada caso, es la dimensión democrática de la elaboración de leyes, y su dinamismo, lo que pone a prueba su contención constitucional. El impacto en el sistema político es asombroso: la distinción política fundamental entre gobernante y gobernado en condiciones democrático-constitucionales rompe la tautología “decido lo que decido” con la paradoja democrática “decido y estoy obligado por lo que decido”, una fórmula que mantiene unidos en un equilibrio improbable lo jurídico y lo político.
Todas estas son aperturas fascinantes que animan hoy la teoría constitucional. Pero nuestra propia ambición es más limitada. Consiste en centrarnos en cómo la reflexividad de la constitución atrae las cuidadosas jerarquías y orquestaciones que, en conjunto, proporcionan la arquitectura de un sistema jurídico complejo que es a la vez relativamente autónomo y adecuado a la función de resolver disputas sociales y de proporcionar a la sociedad moderna expectativas normativas estables.
No sólo en las expresiones altamente sistemáticas de la teoría jurídica continental se afirma que el orden constitucional implica la interacción de niveles de normas como organizadores de la reflexividad del derecho positivo. La afirmación de que pensar en la constitución implica distinguir entre niveles de creación de normas de primer y segundo orden también informa la tradición fuertemente pragmática del common law. También aquí se encuentra una concesión a una forma básica de sistematicidad. Famosa entre los teóricos jurídicos de esta tradición, la descripción de HLA Hart del derecho como “la unión de normas primarias y secundarias” implica la articulación de los órdenes primero y segundo.
Para Hart, las normas “secundarias” se encuentran “en un nivel diferente al de las normas primarias, ya que todas ellas se refieren a dichas normas”. La importancia de estas normas radica en su relación con las normas primarias de tal forma que establecen un sistema jurídico. Hart sostenía que la transición de sistemas más “primitivos” a otros más sofisticados está marcada por el desarrollo de este segundo estrato de normas, y que la articulación de estratos, primarios y secundarios, es lo que explica el desarrollo del sistema jurídico bajo las exigencias de -no son palabras suyas- la complejidad.
Las normas secundarias permiten el reconocimiento de las normas primarias como normas del sistema: desempeñan así la función constitucional elemental de establecer criterios específicos del sistema de identificación y selección de las normas como estructuras del sistema. Repliegan el sistema sobre sí mismo mediante el establecimiento de criterios de identidad, o “reconocimiento”, incluyendo también reglas de cambio que orquestan cómo la unidad del sistema puede mantener su identidad a lo largo del tiempo. La constitucionalidad es aquí para Hart la condición de posibilidad de un sistema jurídico, y la supuestamente notoria “circularidad” del argumento -que el “reconocimiento” es efectuado por actores siempre ya “reconocidos” como capaces de otorgarlo- es de hecho la condición inevitable de cualquier sistema que opere a través de la autorreferencia. Los sistemas “explotan” tales tautologías y paradojas, convirtiendo en virtuoso lo que los críticos de Hart verían como un círculo vicioso; un punto ya planteado sin el uso de la teoría de sistemas por estudiosos que argumentaban que es precisamente esa circularidad la que permite que las instituciones jurídicas se desarrollen en relaciones de apoyo mutuo con las instituciones políticas.
Si la articulación de niveles fundamenta la constitucionalidad como condición del sistema jurídico en Hart, en el relato más elaborado de Kelsen subyace a la imputación, establece el recuerdo constitucional y otorga validez, y con ella significado jurídico “objetivo”, a los actos subjetivos que, en el proceso, son seleccionados como elementos del sistema. Se trata de una arquitectura que encuentra en Hans Kelsen su expresión más profunda. En la sofisticada imagen de Kelsen, la complejidad de las normas en los diversos niveles se mantiene unida a través de la validez, conferida por las normas superiores a las normas que autorizan, aguas abajo todo el camino hasta las normas individuales (decisiones judiciales, acciones jurídicas individuales), y aguas arriba todo el camino hasta la primera constitución histórica que autoriza todo lo que ordena como válido, y que se mantiene ella misma en su lugar como norma por nada más que una hipótesis.
Obsérvese todo lo que se entrega en el proceso: a través de lo que se selecciona y a lo que se otorga significado jurídico, la contingencia de la vida social y política queda bajo el control del derecho. El resultado es que el derecho logra una vinculación de las expectativas normativas: ciertas expectativas reciben la sanción del derecho, afianzando aquello con lo que el sistema jurídico sigue comprometido y aquello que se someterá a cambio, bajo qué condiciones. En el proceso, la constitución proporcionará el límite de la regresión normativa, en el sentido de que la respuesta a la pregunta “¿cuál es la ley que rige el caso que nos ocupa?” sólo puede remontarse, por vía de atribución e interpretación, al significado de la primera constitución. Que todo esto tenga que iniciarse a través de la hipótesis de la Grundnorm de Kelsen, como vimos, en algún nivel profundo es una característica inevitable de la autorreferencia que en algún momento debe romper la tautología fundamental de que es el derecho el que valida el derecho. Luhmann, por su parte, tiene poco interés por esa “innecesaria” e “improbable construcción” de Kelsen; para Luhmann, la positividad del derecho es inherente a la circularidad, o a la tautología fundamental del sistema jurídico, como él la describe, de que “el derecho es el derecho porque es el derecho”. La apertura cognitiva del derecho y su capacidad de respuesta a un mundo cambiante se desarrollan a lomos precisamente de ese cierre normativo que lo sustenta como positividad, garantizando su independencia de cualquier instancia “superreguladora” como la moral, la propiedad discursiva, la razón o la naturaleza, y basándose únicamente en su propia autorreferencia.
La autodescripción del derecho como constitución permite condensar y concentrar la autorreferencia del sistema jurídico. En otras palabras, el sistema jurídico convierte su autodescripción “como constitucional” en la referencia que acompaña a todas sus operaciones que pretenden formar parte de la autorreproducción del sistema jurídico. La afirmación de que todo el derecho está bajo la autoridad de, la constitución se pone a prueba esporádicamente en casos constitucionales, aunque en su mayor parte discurre silenciosamente junto al funcionamiento del sistema, que a través de la reflexión cierra ahora el círculo de la autorreferencia porque sólo lo que es constitucional es legal. La constitucionalidad da cierre al sistema y contiene sus tendencias centrífugas y la presión hacia la variación condensando su semántica, consolidando el valor constitucional y asegurando la reiterabilidad. Se realiza así la función de racionalización, formal y distintivamente jurídica.
El relato de la compleja positividad del derecho necesitaría desarrollarse más a fondo para captar lo que tiene de autopoiético, pero quizá se haya dicho lo suficiente para establecer la importante primera premisa de nuestro análisis en lo que se refiere a cómo se organiza el sistema jurídico. Pero si lo que hemos llamado “reflexividad” organiza internamente la unidad del sistema jurídico, el derecho debe referirse simultáneamente a situaciones externas a él, en la política, en la economía, en la educación y la política de vivienda, en la cultura y la vida familiar, en relación con los conflictos sociales y las demandas sociales. Tal referencia permite al derecho seguir el ritmo de la sociedad cuyas expectativas normativas es su función regular. Y es esto lo que nos lleva del registro interno, en el que la reflexividad organiza por así decirlo la ratio juris, al registro externo, en el que la relación (horizontal) del derecho con otros sistemas se gestiona como una cuestión de rendimiento, y en el que la relación (vertical) con la sociedad se gestiona como una cuestión de función. En otras palabras, donde la reflexividad hace girar el derecho hacia el interior para reflexionar sobre el correcto funcionamiento y la atribución de la legalidad, el rendimiento y la función lo hacen girar hacia el exterior para la distribución de la legalidad a los actos en el mundo; la función describe la relación del derecho (como con cada sistema funcionalmente diferenciado) con el sistema general de la sociedad, y el rendimiento describe la interfaz intersistémica con otros subsistemas.
El rendimiento es el término que capta la contribución que un subsistema funcional hace a la autorreproducción de otro. Ya hemos explorado esto con respecto a los subsistemas jurídico y político. En su referencia cruzada recíproca a través de la frontera sistémica, las comunicaciones sistémicas se acoplan en torno a conceptos comunes, pero la construcción de significados siempre es, y sólo podría ser, interna. La referencia mutua (heterorreferencia) se basa en vocabularios proyectivos, significantes que viajan entre los sistemas, sólo para alinearse, a su llegada por así decirlo, con las coordenadas del sistema receptor. Para asegurar este “acoplamiento”, cada uno de los dos sistemas necesita adaptar y organizar adecuadamente sus propios recursos semánticos para que las estructuras de expectativa puedan reproducirse de forma estable y no aleatoria, aunque sus propios vocabularios proyectivos, sensores y activaciones sólo puedan aproximarse a otras construcciones sistémicas de su entorno. La constitución sostiene un acoplamiento entre el derecho y la política que se reproduce a lo largo del tiempo como productivo para ambos sistemas; “improbable”, podríamos añadir, porque exige que cada sistema ajuste adecuadamente su propia complejidad interna a través de la frontera sistémica con un sistema de su entorno que no puede controlar ni predecir. La forma de acoplamiento que, como parte del funcionamiento de cada sistema, asegura la reproducción estable de ambos, se denomina ‘acoplamiento estructural’. Con el ‘acoplamiento estructural’, un sistema funcional puede dar por sentadas ciertas estructuras de su entorno y confiar en ellas. Tomemos el ejemplo de un acoplamiento de este tipo sobre una base continua entre el derecho y la política, tal que encuentra su locución en la constitución, y observemos lo productivo que resulta para ambos sistemas. El sistema jurídico incide en la función del sistema político, que es la reproducción de la sociedad a través de procesos colectivos de toma de decisiones, decisiones tomadas sobre el trasfondo de posiciones mantenidas de forma conflictiva, y otorga sanción jurídica a dichos procesos. Al mismo tiempo, el sistema jurídico depende del sistema político (entre otros) para proporcionar perspectivas de conflicto (colectivas) que le permitan cumplir su propia función de generalizar las expectativas normativas en toda la sociedad. Ambos sistemas dependen el uno del otro y deben presuponer ciertas estructuras cognitivas y normativas como clave de su funcionamiento, que no pueden producir por sí mismos. Las formas duraderas de acoplamiento estructural sostienen el “rendimiento” en estas coyunturas.
Un análisis de la autonomía del derecho como sistema diferenciado debe complementarse con un relato de su función en la sociedad. Ello se debe a que la diferenciación funcional presupone como cuestión de fundamento conceptual que cada sistema diferenciado desempeña una función única. Si dos sistemas estuvieran comprometidos con la misma función, si en otras palabras fueran equivalentes funcionales, entonces no podrían diferenciarse funcionalmente. Lo que presenta como una cuestión de primera necesidad determinar, delinear y delimitar la función propia del derecho. Y aunque la definición precisa de la función del derecho será objeto de disputa, sería relativamente poco controvertido reunir la variedad bajo alguna versión de la fórmula del “Estado de derecho”: el derecho está ahí para generar, reproducir y garantizar expectativas normativas relativamente estables para los actores sociales frente a la creciente complejidad del mundo moderno y la rápida y generalizada pluralización de los valores. A diferencia de las expectativas cognitivas, las expectativas normativas son las que se mantienen cuando se ven defraudadas. Mientras que la ocasión de reproducir estas expectativas depende de las ocasiones de desacuerdo y conflicto, una expectativa es legal cuando está dotada de la expectativa (de segundo orden) de que se mantendrá en las ocasiones en que se ponga a prueba, ahora y en el futuro.
El énfasis en la autonomía y la diferenciación del derecho contribuye en cierta medida a defender la integridad del derecho, entendida de forma más amplia que la manera en que Ronald Dworkin popularizó el término, como lo que otorga el carácter distintivo de la ratio juris. Es necesario decir algo más sobre este carácter distintivo y la integridad que defiende, lo que a su vez apunta a una justificación más profunda de la diferenciación que las que se ofrecen habitualmente. Sigamos un hilo argumental diferente para recuperar -por fin en esta sección- la defensa más profunda.
Una importante discusión relevante para la positivización del derecho bajo la égida de la constitución, relaciona la diferenciación con lo que Jürgen Habermas ha avanzado de forma elocuente e influyente en su obra posterior como la tesis de la coimplicación. Con la teoría de sistemas hemos visto que la constitución sostiene un acoplamiento entre el derecho y la política que se reproduce a lo largo del tiempo como productivo para ambos sistemas. Pero el acoplamiento implica una interfaz continua entre dos sistemas que se relacionan entre sí sólo a través de una frontera sistémica, lo que significa que cada sistema sigue siendo siempre un entorno para el otro. La coimplicación, en cambio, denomina una articulación totalmente más directa. Habermas utiliza el término para nombrar una cierta “co-originalidad” y facilitación mutua entre la democracia y el derecho, un correctivo, por un lado, a la tendencia (típicamente de la teoría crítica) a desvincular la democracia y el poder constituyente de su reducción al poder constituido, y, por otro, un correctivo a la tendencia (típicamente de la teoría liberal) a subsumir la democracia a los derechos y a la “juristocracia” de los tribunales. Frente a la solución de Habermas de la sugerida coimplicación de la democracia y los derechos constitucionales, o de cualquier articulación dialéctica entre ellos, el relato de Luhmann de la articulación del derecho y la política sólo se activa desde el lado de uno de los dos sistemas, el derecho y la política nunca se coimplican, sino que sólo se “actualizan” asimétricamente desde el punto de vista de cualquiera de las dos racionalidades. Esto no quiere decir que, para Luhmann, no exista un relato de la unidad subyacente; la referencia simultánea al yo y al otro, al sistema y al entorno, hace posible la observación de aquello que abarca la referencia al yo y al otro, pero sólo como la unidad de su diferencia. El vocabulario constitucionalista proyectivo significa que lo que se denomina poder constituyente nunca es más que el despliegue de la autorreferencia de lo constituido, nunca más, es decir, que su “referencia acompañante”. Para Luhmann es crucial que “[l]os sistemas autorreferenciales adquieran información con la ayuda de la diferencia entre referirse a sí mismos y a otra cosa [es decir, su referencia ‘acompañante’] y esta información haga posible su autoproducción”. Es lo que asegura para los subsistemas sociales que tengan un alcance hacia el exterior; y para el sistema jurídico la oportunidad de desplegar la autorreferencia improductiva que atrae todo hacia el interior y que, de otro modo, encerraría al sistema en la tautología que expresa lo que es la quintaesencia del formalismo, la tesis de que la ‘ley es lo que la ley dice que es’.
El papel de los derechos humanos
La diferenciación funcional de la sociedad moderna y la aparición de la semántica de las libertades fundamentales y los derechos humanos son procesos históricos paralelos y complementarios. Este es el argumento de Luhmann en Grundrechte als Institution. El afianzamiento de los derechos fundamentales protege a la sociedad de la amenaza de la regresión a la desdiferenciación, porque su función está relacionada con el mantenimiento de esferas sociales autónomas y facilita la inclusión de los individuos en todas ellas. Por ejemplo, los derechos de contrato, de intercambio y de propiedad sostienen la autonomía de la práctica económica, los derechos de libertad académica sostienen las prácticas educativas, los derechos de acceso a los tribunales y al debido proceso sostienen la práctica del derecho, y así sucesivamente. Los derechos fundamentales, en otras palabras, se convierten en los dispositivos a través de los cuales la sociedad diferenciada moderna asegura la inclusión, la libertad y la igualdad de sus ciudadanos mediante la garantía de su participación en toda la gama de sus ámbitos funcionales. Una vez constitucionalizados, dotan a los ciudadanos de capacidades institucionales específicas para que los tribunales hagan cumplir sus derechos y actúen en consecuencia. Los derechos humanos se institucionalizan en la ley de un modo que los reproduce para el conjunto de la sociedad y, al mismo tiempo, sostiene su diferenciación interna. La amenaza particular que Luhmann tenía en mente aquí era la convergencia de las demandas de la sociedad sobre el sistema político de un modo que pudiera conducir a la sobreinclusión y a la desdiferenciación, un ataque, en lo que al derecho se refiere, a la inflación normativa que él renovó infatigablemente. Los derechos constitucionales ofrecen la estructura mediadora que asegura la aplicación “relativamente uniforme” del poder en la sociedad, mediando en otras palabras las tendencias centrípetas del sistema político y la amenaza del Estado regulador contra el que Luhmann, en línea con Hayek, advertía. Como todas las “estructuras”, los derechos son autodescripciones del sistema jurídico, que cuando funcionan correctamente permiten formas estables de acoplamiento entre el sistema jurídico y los sistemas de su entorno.
Quedémonos con el énfasis clave de Luhmann en la nueva dinámica de inclusión, libertad e igualdad que aportan los derechos fundamentales. El significado normativo de la diferenciación funcional, tal y como se ha institucionalizado, juega en los tres registros. Tomemos cada uno por separado. Los derechos logran una inclusión que es “parcial” y “multifuncional”: parcial porque concierne a aspectos particulares de la propia individualidad (ciudadano, sujeto jurídico, vendedor y consumidor, feligrés, alumno, etc.) y multifuncional porque atraviesa los sistemas, ya que el individuo sólo está situado transitoriamente en alguno de ellos. El carácter transitorio de la incrustación del individuo en cualquier contexto, “la posibilidad indestructible de pasar de una cosa a otra”, realiza la inclusión y la libertad a la vez en la idea clave del paso. Ello se debe a que la libertad se entiende como participación sin trabas en los campos autónomos. Y si la libertad debe concebirse como un derecho de acceso a estos ámbitos, la igualdad tal y como la garantizan los derechos fundamentales significa que la condición social de uno no le cualifica para la inclusión ni se lo impide: todos los sujetos tienen los mismos derechos y protecciones. El hecho de que uno sea pobre no impide su derecho a la educación, el que no tenga estudios su derecho a acceder a la justicia, etcétera. La autopresentación (un concepto clave en los Grundrechte) y la movilidad de los individuos están garantizadas por la institucionalización de los derechos humanos de un modo esencial para el reconocimiento social. Protegen las “dimensiones simbólico-expresivas de la acción libre… y tienen que ver con el derecho general al libre desarrollo de la persona” (1965, 79). En el análisis de los derechos humanos, los dividendos de la diferenciación funcional conectan con las ganancias en complejidad y autonomía. Los derechos fundamentales trasladan esas ganancias al concepto, y a la autocomprensión, de la agencia.
Sin embargo, a pesar de todo el respaldo aclamatorio de Luhmann, se trata de procesos cargados y que conllevan limitaciones significativas. Su propio análisis alerta al menos en parte de ello, y parece algo ansioso por que la función social objetiva que el sistema jurídico, por ejemplo, está llamado a sostener deba depender de las motivaciones subjetivas y las oportunidades de los titulares de derechos individuales para plantear y presentar demandas ante los tribunales. Las cuestiones de oportunidad son especialmente pertinentes en este caso, porque el acceso a la justicia, las oportunidades de plantear una reclamación legal ante los tribunales, suponen a veces unos elevados costes de entrada que lastran -si no comprometen- la “inclusión”. Pero hay un segundo problema de mayor peso al que el análisis de Luhmann presta escasa atención. Se trata de que las ganancias en diferenciación funcional que aportan los derechos fundamentales implican un “adelgazamiento” de esos ideales fundamentales -de inclusión, libertad e igualdad- para que puedan alcanzarse. Se trata de un déficit que Luhmann se complace en conceder como un mero aplazamiento de una realización más plena. Pero un ajuste de cuentas honesto debe confrontar tanto lo que se gana como lo que se sacrifica.
Tomemos la inclusión: la diferenciación funcional supone un cambio significativo, y potenciador, con respecto a las sociedades en las que la inclusión implicaba una pertenencia basada en el estatus, el parentesco o la localidad, con todas las jerarquías, dependencias y exclusiones concomitantes. La introducción por Luhmann del concepto de “individualidad de exclusión” en este punto sitúa la individualidad en el cruce de dos ejes. En el eje de la inclusión, los derechos humanos son los puntos de entrada de la participación; los derechos ofrecen una semántica omnicomprensiva de titularidad universal e inalienable. En el eje de la exclusión, la individualidad es lo que se sitúa más allá de las perspectivas necesariamente selectivas de los sistemas de funciones, significante de lo que queda fuera de “todas las inclusiones del individuo”. Los individuos no pueden sino incluirse parcialmente en los sistemas de funciones de la sociedad. Esta inclusión parcial depende de las atribuciones sistémicas, de la semántica de la agencia, del amueblamiento de las posiciones de habla, todo ello específico de cada sistema. La autorreferencia, tal y como la hemos descrito, se afianza para dotar a la agencia de oportunidades específicas, contingentes y variables de individuación y dirección de los sujetos, para dar sentido a la inclusión de formas altamente selectivas. El sujeto “excluido” se convierte entonces en incluido en una variedad de registros, en cada caso recurriendo a tematizaciones y programas específicos del sistema, pero en cada caso posicionado a distancia de cualquiera de esas asociaciones contingentes – nunca constitutivas.
Los efectos de la inclusión altamente selectiva se dejan sentir con mayor intensidad en la cuestión del reconocimiento. La diferenciación de los ámbitos de acción en los que invierten los individuos desestabiliza los pilares de la pertenencia y la formación de la identidad. Las formas anteriores de diferenciación solían otorgar a las personas estatus (aunque dentro de formaciones altamente jerarquizadas), vínculos omnímodos y arraigo. La diferenciación funcional, al extender el marco de actuación por terrenos diferenciados, priva a las personas de los medios de orientación estable y, de manera crucial en este contexto, de los medios de autopresentación.
Si la inclusión se efectúa así en gran medida a expensas del reconocimiento, o al menos de un alejamiento significativo de sus formas más estables, el coste se dejará sentir a nivel del adelgazamiento de la solidaridad, que Durkheim ya había descrito como un paso a una forma “orgánica” que crucialmente -un punto en el que Durkheim insistió pero que posteriormente se perdió en gran medida- no es experimentada por quienes participan en ella como solidaridad. Al final, el propio Durkheim reconocerá el efecto devastador de esta cuestión, cuando al describir la subdivisión de tareas redacte que la integración funcional de los individuos “impedirá su integración social, … y excluirá que formen relaciones recíprocas basadas en la cooperación, con el fin de alcanzar objetivos comunes según criterios comunes. Su solidaridad orgánica no existe para ellos como relación vivida. Sólo existe como tal para el observador exterior”.
El concepto de solidaridad en “solidaridad orgánica” capta el proceso no coaccionado de integración social, no coaccionado en la medida en que se desprende de los vínculos vinculantes de “estatus” y flota en su lugar en las prácticas plurales espontáneas de las sociedades modernas, y no coaccionado también porque aparece como legítimo en consonancia con las formas de motivación de la participación en el mercado. Pero, por supuesto, el término solidaridad exagera esos apegos instrumentales, y Durkheim es consciente de ello, aunque la pérdida nunca adopta en su obra el tenor que marca el melancólico y desencantado análisis posterior de Weber sobre esta misma transferencia, en el auge y dominio de la racionalidad de medios-fines.
Volviendo a los dividendos expansivos que Luhmann atribuye a la diferenciación funcional: los efectos no se dejan sentir únicamente en el registro de la inclusión; la diferenciación funcional implica igualmente la generalización de un concepto delgado tanto de libertad como de igualdad. La libertad es la participación sin trabas en los ámbitos autónomos; la igualdad significa que el estatus social de una persona no le capacita ni le impide la inclusión: todos los sujetos tienen los mismos derechos y protecciones. La autopresentación y la movilidad de los individuos están garantizadas en la institucionalización de los derechos humanos, de forma esencial para el reconocimiento social. Protegen las “dimensiones simbólico-expresivas de la acción libre… y se ocupan del derecho general al libre desarrollo de la persona”.
Por supuesto, en esto no hay ninguna pretensión de que la igualdad vaya más allá de la más formal de las concepciones, la garantía de que ninguna discriminación institucionalizada impedirá el acceso a todos los ciudadanos. En este clásico gesto de abstención, típico de la igualdad formal, la igualdad sustantiva en cuanto a la satisfacción de las necesidades sociales queda relegada a un estatus subsistémico y entregada al sistema económico. La respuesta a la igualdad compleja se contesta como una cuestión de libertad (acceso igualitario a todos los sistemas) y diferenciación (sus demandas son demasiado complejas para ser tratadas a nivel social). El significado de los derechos sociales se adelgaza en consonancia con la concepción formal de la igualdad como conceptualizada independientemente de las necesidades, o al menos no orientada constitutivamente a la satisfacción de las necesidades sociales. Para Luhmann, en cambio, la vigencia de los derechos sociales está íntimamente ligada a la lógica del reconocimiento-como-movilidad; incluso el derecho al trabajo sólo se menciona como la libre elección de empleo, donde “la elección es libre y la salida es posible” y el libre acceso a una variedad de roles profesionales (131). Cualquier otro concepto más completo y orientado a las necesidades será rebatido como una incursión y una señal de desdiferenciación, como un signo de la invasión de la economía por parte de un sistema político y de la “absolutización de su propia perspectiva”. Este gesto metalingüístico es devastador para los esfuerzos de una sociedad por responder políticamente a las necesidades de sus ciudadanos, como profundizaremos en secciones posteriores.
Extraigamos de aquí otro punto importante sobre la forma en que la semántica de los derechos humanos subjetivos encaja con las estructuras sociales, en este caso la apertura comunicativa de la sociedad y las estructuras de roles a través de las cuales las personas participan en sus múltiples esferas funcionales. En la compleja categorización de Parsons, el “sistema social” constituye un orden institucional de interacción, un conjunto (estructura) de roles organizados sobre la base de expectativas y sanciones normadas. Un aspecto importante para Luhmann es que la institucionalización de los derechos humanos como expectativas sancionadas (normadas) implica la autolimitación de la política, su contención y repliegue en su propio ámbito. Se logran a la vez momentos de inclusividad y de exclusividad, actuando los derechos, por un lado, para acentuar la inclusividad positiva del sistema político emergente de la sociedad moderna y, por otro, para “excluir por completo algunas esferas del intercambio social del ámbito del sistema político”, “actuando para vigilar la frontera entre el sistema político y sus entornos sociales”.
Si la constitucionalización de los derechos fundamentales conlleva esta ambigüedad como constitutiva de lo que significa que el derecho sea un logro reductor, una reducción que hemos descrito anteriormente como un “adelgazamiento” de los conceptos de inclusión, libertad e igualdad, no deja de ser una clara garantía de diferenciación social. En cada uno de estos registros, para Luhmann la desdiferenciación impondría costes inaceptables al trastornar la cuidadosa arquitectura de función y rendimiento que mantiene separados y vinculados los dominios autónomos de la sociedad moderna. La extralimitación del Estado, tan temida por los liberales políticos y económicos, se mantiene bajo control mediante derechos recurribles contra el Estado, al igual que cualquier gesto regulador excesivo del sistema político que interfiera en la actividad económica, la práctica educativa, la vida familiar, etc., sea cual sea el ámbito social de intervención. Los derechos sostienen así la diferenciación funcional al mantener las racionalidades subsistémicas dentro de los límites propios de sus respectivos ámbitos de actuación.
La legislación sobre derechos humanos institucionaliza la autolimitación de cada esfera, y en ello el sistema jurídico (en el que se articulan y sustentan tales derechos) se otorga a sí mismo una función adicional de vigilancia de las fronteras de los sistemas y de mantenimiento de las demarcaciones mutuas. En otro intento posterior de reservar una función al derecho como garante de la diferenciación, los derechos se teorizarán como medios para vigilar los impulsos de crecimiento excesivo de los subsistemas, como dirá Gunther Teubner, y la inevitable extralimitación que ello supondría. Añadamos aquí que Luhmann no es el único que expone los dividendos de la diferenciación. Los teóricos de la izquierda liberal también han advertido contra la posibilidad de no tomarse la diferenciación lo suficientemente en serio y han intentado, aunque con algo más de reticencia, extraer de la diferenciación alguna palanca para la teorización de la igualdad.
Argumentaciones
Quizá sea el momento de reunir algunas de las líneas de argumentación hasta ahora y resumir la cuestión de la diferenciación del sistema jurídico, con todos los dividendos, riesgos, oclusiones y puntos ciegos que la acompañan, porque de todos los intentos anteriores de vincular la promesa de justicia a la diferenciación funcional nos surgen puntos generales. Si se coteja la diferenciación de los sistemas con la crítica de Marx a la naturaleza continua de la explotación capitalista, tal y como se organiza, vigila y reproduce en nombre de la libertad, la inclusión y la igualdad, llegan a parecerse mucho a recintos que caen limpiamente junto a las distribuciones capitalistas. Su diferenciación inflige una desarticulación, una contención de la lucha dentro y como corresponde a la apuesta en cuestión, que se traslada a la lógica de la acción, cargándola de una parcialidad de la que no puede desprenderse porque, como toda jugada ideológica exitosa, la coopta ab initio. Es lo que pone al capitalismo en marcha, impulsado por sus propias leyes del movimiento.
Por otra parte, y a pesar de todas las advertencias, limitaciones, riesgos y oclusiones, la diferenciación aporta importantes dividendos. Permite un diagnóstico más claro de cuál es la naturaleza de los retos de la sociedad moderna, y previene contra la generalización de perspectivas a través de sistemas o esferas, donde una determinada lógica de acción puede malinterpretar o violar dominios comunicativos que están estructurados de manera que impiden la transferencia de significado a través de las fronteras. El análisis ha rastreado cómo se genera el significado a niveles más profundos, donde surgen racionalidades diferentes y parciales para hacer frente al aumento de la complejidad social, y donde las soluciones lineales, unidireccionales o uniformes resultan inadecuadas o peligrosas. Donde la diferenciación funcional nombra una heterarquía de sistemas y lógicas de acción allí donde las formas anteriores de diferenciación instauraban jerarquías, los peligros se unen a la generalización de una única lógica de acción -política, económica, científica, jurídica, etc.- en detrimento de otras, de forma que las asimetrías resultantes podrían conducir a la subyugación, el desplazamiento o la sustitución de esos otros campos variablemente diferenciados.
En otros lugares de esta plataforma digital se explora estas asimetrías. Partiendo de la diferenciación y la especificación funcional que yacen en el corazón de la integración de la sociedad compleja tal y como la hemos descrito, nos fijaremos en las asimetrías que se instalan en las coyunturas de los tres subsistemas sociales que se encuentran en el centro de este análisis: el jurídico, el político y el económico. Las tendencias expansionistas de cada uno de estos sistemas, a expensas de la diferenciación que los mantenía unidos y separados, se explorarán bajo los epígrafes de “juridificación”, “politización” y “mercantilización”. Cada uno de estos términos nombra la trayectoria expansionista de uno de los subsistemas a expensas de los demás; marca una patología en el campo de su actuación y, en consecuencia, también un movimiento en contra de los límites propios. También pasaremos a analizar cómo se han acentuado estas asimetrías en las condiciones de la globalización y qué soluciones podrían ofrecerse, si es que se ofrece alguna.
Revisor de hechos: Raymont
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Recursos
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Véase También
- Teoría del Derecho Natural
- Teoría del Derecho Divino
- La Juridificación
- La Politización
- La mercantilización
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