Autonomía del Derecho
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Autonomía del Derecho y el Desafío de la Globalización en Filosofía del Derecho
Diferenciación funcional global
La diferenciación funcional, bromeó una vez Luhmann, es como el pecado original: no puede deshacerse y no es posible volver a la condición original. La ligereza de la referencia oculta lo profundamente que la diferenciación funcional separa y afianza las lógicas de acción y las “esferas de justicia”, de una forma que pone en marcha la lógica de la acumulación de capital, sometiéndola a las reglas económicas del movimiento. ¿Es una coincidencia, podríamos preguntarnos entonces, que Marx hiciera la famosa referencia al pecado original en su discusión sobre la acumulación original, o primitiva? Adán mordió la manzana, y en consecuencia el pecado cayó sobre la raza humana”.
Como pudimos rastrear en la Sección 1, el auge de la modernidad vino acompañado de un alejamiento de la estratificación y de una diferenciación de los dominios funcionales. La diferenciación tiene que ver con la autonomización gradual de las esferas y lógicas de la acción social y el desarrollo de una semántica separada para los ámbitos diferenciados. La acumulación primitiva fue el acto original de desposesión que destruyó las formas del vínculo social y de la producción social bajo el feudalismo y dio paso a las formas, ámbitos y lógicas de acción autónomas que anunciaron la era del capital. Ahora la sociedad pasó a aparecer como la suma de racionalidades parciales heterárquicamente posicionadas y como “multirracional” en el sentido de que ningún conjunto único de valores o normas podía percibirse como universalmente aplicable: ninguna racionalidad transistémica podía pretender ser la fuente de valores o normas y ningún sistema de valores global debía comprometer la racionalización intersistémica.
En otro lugar se ha analizado el significado de la diferenciación del sistema jurídico y el principio de vinculación que sustentaba la interdependencia funcional. En lo que respecta al sistema jurídico, la constitución tenía un papel especial que desempeñar para garantizar la autonomía y la diferenciación del derecho. La interfaz entre los subsistemas -del derecho, de la política, de la economía- implicaba una serie de articulaciones (que adoptaban la forma de “acoplamiento estructural”) que se albergaban en la constitución y eran posibilitadas por ésta, bajo el ámbito del Estado-nación. Significativamente, la cuidadosa arquitectura de las racionalidades funcionales estuvo desde el principio del proyecto de la modernidad supercodificada a las condiciones, operaciones y distribuciones capitalistas. Se pueden rastrear las articulaciones a lo largo de todas las fronteras intersistémicas, en términos de lo que antes llamábamos “rendimiento”: el “rendimiento” del sistema jurídico frente al sistema político es que canaliza el ejercicio del poder político, proporciona normas para el ejercicio del gobierno y la administración del Estado, establece los límites en términos de derechos, etc.; su rendimiento frente al sistema económico es proporcionar la institucionalización de las relaciones económicas (a través del título de propiedad y la libertad de contrato principalmente), atribuir responsabilidad y obligación a los actores económicos (por ej. p. ej., las empresas), regular la competencia económica a través del derecho de la competencia, etc. Es aquí, y en términos de rendimiento, donde la ley pone en marcha la autopoiesis del sistema económico capitalista autorregulado.
En este punto es necesario insertar una importante advertencia. Mientras que la diferenciación funcional garantizaba la buena marcha de la economía sobre sus propios valores (valores propios) y modalidades en las economías capitalistas avanzadas de los centros metropolitanos de comercio e industria, las colonias no disfrutaban de ninguna de las “autolimitaciones” de los sistemas político y jurídico, que en cambio se exportaban para garantizar la “explotación por desposesión”. Incluso cuando la extracción de plusvalía de la colonia se canalizaba principalmente a través de instituciones económicas que solían adoptar la forma de corporaciones autorizadas (por ejemplo, la Compañía de las Indias Orientales), se veía reforzada por devastadoras operaciones de desposesión y supresión en la violenta economía extractiva colonial. En ese sentido, el imperio, más que el Estado-nación, es la forma territorial típica del capitalismo. Cuando pasamos a hablar de la globalización, algunos de los linajes se presentan con crudeza. Si, bajo la globalización, la relación entre la metrópoli y la periferia ya no se estructura según las líneas imperiales, la extracción de plusvalía adopta formas nuevas, diversas y, por lo general, menos manifiestas.
Ésa es al menos una forma de enfocar la globalización, a través de la perspectiva del imperio. Las definiciones de globalización, por supuesto, abundan. En todos los casos puede entenderse de forma relativamente incontrovertible que la globalización se refiere al funcionamiento de la economía a nivel supranacional, un funcionamiento destinado a garantizar que los flujos globales de capital maximicen sus tasas de rentabilidad eludiendo los lugares de trabajo y de protección social. En lo que respecta al derecho, el advenimiento de la globalización tiene un efecto radical sobre la capacidad del derecho para desempeñar su función tal y como la hemos descrito, y para asegurar su “rendimiento” frente a la economía. En el plano de los sistemas políticos y jurídicos, la globalización ha forzado un cambio global en el que, una vez subidos al nivel transnacional, los procesos constitucionales parecen quedar fuera del alcance del control político, porque la política sigue realizándose en gran medida en el plano nacional, en términos de lo que se promulga como ley democrática. En consecuencia, lo que tradicionalmente inspiraba el pensamiento de la autolegislación democrática se encuentra ahora con que la mayoría de los asuntos de distribución y justicia están fuera de su alcance, dictados por la actividad llevada a cabo a nivel supranacional. El “derecho global”, que ya no se define por su “pedigrí” u origen en la promulgación democrática, es el nombre de lo que se transfiere hacia arriba -de lo estatal a lo supraestatal- como medio de regulación de esa actividad.
Veamos primero cómo afecta la aparición del “derecho global”, cualesquiera que sean sus características precisas, a nuestra discusión sobre su autonomía, y si la diferenciación del derecho como sistema no constituye una de las primeras bajas de su escalada al nivel planetario.
Gunther Teubner ofrece en 2012 un buen punto de entrada a este conjunto de preocupaciones: “La globalización, sobre todo”, afirma, “significa que la diferenciación funcional, realizada por primera vez históricamente en el seno de los Estados nación de Europa y Norteamérica, abarca ahora el mundo entero”. Ciertamente, no todos los subsistemas se han globalizado simultáneamente, con la misma velocidad e intensidad. La religión, la ciencia y la economía están bien establecidas como sistemas globales, mientras que la política y el derecho siguen centrados principalmente en el Estado nación”. “La naturaleza escalonada de la globalización produce una tensión entre la autofundación de sistemas sociales globales autónomos y su constitucionalización político-jurídica” (43). Teubner plantea la cuestión de esta “tensión” para señalar que la “constelación” que era posible en el Estado-nación entre el derecho, la política y el ámbito regulado (subsistema) se ha deshecho; que “no existe una contrapartida” a la misma “en el contexto global”; y que “la autofundación global y la constitucionalización nacional se están alejando irrevocablemente” (44). La discrepancia entre “subsistemas sociales establecidos globalmente y una política atascada en el nivel interestatal” sólo puede conducir a que “la totalidad constitucional se rompa” para ser “sustituida por una forma de fragmentación constitucional” (51). Como resultado, “el acoplamiento estructural integral” que Luhmann identificó célebremente como un “logro evolutivo” en la constitución de los Estados-nación en la modernidad claramente no tiene equivalente a nivel de la sociedad mundial” (52). Tenemos en su lugar un “nuevo fenómeno: la autoconstitucionalización de órdenes mundiales sin Estado” (53), que es la base de la teoría de Teubner del “constitucionalismo societal” mundial. Volveremos al “constitucionalismo societal” como una de las soluciones propuestas, más adelante, pero por ahora señalemos que para Teubner este desarrollo no está exento de ventajas. Su absorción es que con la nueva forma societal de “autoconstitucionalización de los órdenes globales”, la función constitucional podría subir del nivel nacional al global, donde la función -como definitoria de lo que es tener una constitución- está menos marcada por una dependencia del “poder de los estados, las políticas estatales y las ideologías de los partidos políticos”.
Podríamos sugerir que el problema que la globalización plantea al sistema jurídico es que lo deja en una situación de escisión. En un lado de la escisión, a nivel del Estado nacional, el derecho se queda con funciones limitadas: en el modo de facilitar la regulación “experimentalista” de instrumentos “blandos”, puntos de referencia, incentivos, “areneros reguladores” y toda la panoplia lúdica del derecho blando que viene con la globalización y complementa la muy “dura” y punitiva represión de las libertades sindicalistas y la acción industrial que exige del Estado nacional. Típicamente, pues, a medida que la toma de decisiones económicas asciende a niveles supranacionales, el derecho nacional se deja en gran medida para proporcionar vigilancia y ejecución y, significativamente, para garantizar la “preparación para el mercado”.
El papel del Estado en la aplicación de los programas de ajuste estructural en el mundo en desarrollo, y de las “condicionalidades” en la “periferia” de Europa en la era de la austeridad, constituye una prueba devastadora de ello. Los ideales constitucionales han migrado al nivel transnacional, ya sea regional o mundial, al igual que las funciones clave en lo que respecta a la regulación de la producción global. Al otro lado de la división, a nivel global, el panorama jurídico posnacional regenera la complejidad que la función del derecho (a nivel nacional) se había entendido que reducía, en virtud de su mero alcance y diversidad. Y, como dice Neil Walker en su importante Intimations of Global Law, también por su fluidez de forma, su multiplicación de nuevas formas de identidad y diferencia codificadas jurídicamente, su congestión, sus reivindicaciones superpuestas intersistémicas y sus preocupaciones focales, sus mecanismos de reconocimiento mutuo y de bloqueo; y de ello se sigue, su irreductibilidad a una lógica estatal-soberanista de asignación jurisdiccional mutuamente excluyente. La cuestión de qué queda del derecho como “logro-reducción” institucional, tal y como la teoría de sistemas nos invitaba a entenderlo, es una cuestión que resulta cada vez más difícil de plantear hoy en día, ya que es difícil identificar qué umbral impide que el derecho se disipe en gestión. Nos enfrentaremos a esta cuestión cuando pasemos a debatir los “retos” y las “soluciones” propuestas.
La diferenciación funcional “global” está a punto de quebrarse. A la luz de la aspiración de elevar la diferenciación funcional a la escala global, y de asegurar el papel de un sistema autónomo y diferenciado de ‘derecho global’, surgen problemas clave. La diferenciación funcional depende de, y reproduce, una cuidadosa arquitectura de actuaciones mutuas; y si las nuevas racionalidades de la economía, de la política, del abanico de esferas diferenciadas, siguen teniendo sentido en esta precaria nueva dispensación global, es por las exigencias que plantean a la reflexión de los sistemas en términos de autolimitación y de mantenimiento de los límites adecuados. Pero qué difícil resulta ahora enraizar esta reflexión en las arenas movedizas de la globalización.
La diferenciación funcional, una vez “subida” al nivel global, renuncia a sus logros y genera una asimetría que, habiendo logrado una incursión inicial en un sistema, prolifera bajo su propio impulso. Esto es lo que experimentamos como generalización de la razón económica. La “absolutización” de una racionalidad sistémica -la económica-, una vez elevada por encima de las de los sistemas político y jurídico, las instrumentaliza y, en el proceso, magnifica la desigualdad que la diferenciación funcional había prometido impedir. Lo problemático de subir su conocido patrón de “acoplamiento” y ajuste del nivel nacional al supranacional es que ignora la asimetría entre la economía y el complejo jurídico-político, es decir, entre la transnacionalización de los mercados y la de los Estados. La cuestión es que la asimetría no es una anomalía temporal o subsanable, sino que está estructuralmente incorporada a la arquitectura del capitalismo global. En el caso de Europa, la asimetría se manifiesta en la desigualdad de la integración de los mercados nacionales (a través de la aceleración de la integración económica) frente a la fragmentación de los sistemas de protección social de los Estados.
A nivel de la “sociedad mundial”, se observa en la creación con enorme éxito del “turbo-capitalismo global” frente a los procesos multifragmentados de transnacionalización política. En cada caso, la asimetría es vital y productiva para la integración del capital y la extracción de beneficios. La idea de que un sistema transnacional, cuya propia lógica de conectividad (lo “trans” de lo transnacional) juega en contra de la de la competencia (entre sistemas nacionales) y la ventaja comparativa, pueda sin embargo actuar para frenar lo que lo sustenta es paradójica. Estamos deprimentemente familiarizados con las formas en que lo transnacional se organiza siguiendo las líneas de gestión de la “preparación para el mercado” -mediante la “desprotección” de la mano de obra, la supresión de los salarios y la subcotización del sindicalismo, el retroceso de los principales costes de la reproducción del trabajo sobre la mano de obra, el acatamiento de los manuales de gobernanza del Banco Mundial y el resto. La relación entre los capitales y los estados es crucial aquí, y la asimetría impulsa la creación de márgenes de beneficio en términos de la “carrera hacia abajo”, donde la protección social ofrecida por los estados son “costes”, y donde cualquier intento de elevarla -es decir, la protección social- por encima del nivel nacional al europeo (capítulo social de la UE, carta social, derechos sociales, diálogo social) se ve sistemáticamente socavado. Las relaciones de los Estados centrales y periféricos es una parte vital de la “racionalización” y la estructura de lo transnacional. Espectacularmente aquí, más que en cualquier otra esfera del pensamiento jurídico, la reflexividad de los sistemas jurídicos y políticos se cortocircuita de vuelta al paradigma del mercado.
En todo esto, la funcionalidad (como principio de diferenciación y como respuesta a la complejidad) camina por una fina línea. En el registro de la diferenciación, donde la división del trabajo nombra una interdependencia, el mantenimiento del orden debe evitar el riesgo de que la interdependencia se fracture en fragmentación, que es precisamente lo que amenaza la globalización. En el registro de la inclusión, donde, como quieren los defensores de la diferenciación, el derecho (de los derechos humanos) entrega los dividendos de una agencia floreciente y polifacética, lo que se arriesga es la exclusión y la retirada del reconocimiento. Y en el registro de la normatividad, parece disiparse la capacidad de una sociedad política de emplear el derecho para organizar su autolegislación y autodeterminación. Discutiremos estos diversos desafíos bajo los epígrafes de “fragmentación”, “inclusión” y “normatividad”; y en una vena tentativa terminaremos esbozando las soluciones sugeridas.
La naturaleza del desafío
El problema de la fragmentación
En pocas palabras, la cuestión de la justicia es vulnerable a la ampliación porque dicha ampliación -de nacional a mundial- amenaza con colapsar la diferenciación en fragmentación. Es crucial ver e insistir en la diferencia entre diferenciación y fragmentación. La diferenciación nombra un principio de conexión que mantiene unidas las partes de forma significativa – como diferenciadas y, por tanto, como manteniendo una relación tanto con el todo como entre sí. La fragmentación, en cambio, significa simplemente dispersión; marca el alejamiento del todo hacia la ruptura.
Recordemos que el “logro constitucional” se basa en la reflexión, que es lo que fundamenta y sostiene la unidad del sistema. Esto implica que en el sistema jerárquico que es la constitución, ciertos valores, típicamente decididos democráticamente, se afianzan y se mantienen en los niveles superiores, e informan la racionalización de la ley en los niveles inferiores. La globalización erosiona la unidad y, por tanto, la reflexión constitucional basada en el afianzamiento, la jerarquización y la racionalización. En el nivel de la constitución nacional, los conceptos de promulgación y control democráticos soberanos se han cedido en gran medida a organismos no estatales. Esto es bien conocido, ensayado y comentado sin cesar. Pero también a nivel mundial, por muy amplio que sea el acomodo del derecho mundial, por muy “divergente” que estemos dispuestos a aceptar que sea, hay que mantener un cierto umbral de unidad para que el derecho se identifique como tal, es decir, para que el significante “derecho” designe una referencia y no se vuelva “vacío”.
Y es bajo la noción constitutiva de unidad que los conceptos organizadores y las distinciones del derecho realizan el arduo trabajo de rastrear el nivel tolerable de variación que nos permite reunir elementos dispares en su ámbito. Luhmann nos recuerda que siempre habrá fuerzas centrífugas que socaven la unidad del derecho, y la globalización ciertamente enfrenta al derecho con esas tendencias centrífugas. Sin embargo, frente a este movimiento de diferenciación, entendido como el tirón de jurisdicciones divergentes y solapadas, hay una fuerza de “redundancia” en juego, argumenta Luhmann, que establece un umbral de variación “tolerable” -para el sistema-. La unidad del derecho depende entonces de esta reunión de elementos incongruentes en torno a sus categorías y descripciones existentes, que se reincorporan a medida que avanza el sistema jurídico. El sistema sólo continúa -y en nuestro caso el sistema del derecho global sólo emerge como sistema- si el efecto disciplinador funciona, si el equilibrio entre redundancia y variedad se mantiene como productivo para el mismo. En todo ello, y marcando el momento de la unidad, se encuentra una cierta racionalización “reunidora” en torno a principios organizadores. La unidad del sistema se refuerza a través de la redundancia, que permite la activación de los terrenos conocidos en cada expansión hacia nuevos terrenos, y a la inversa, la imaginación institucional se deshace si la variedad inclina el sistema más allá del umbral donde la unidad lo recoge. Entonces, el sistema fragmentado del derecho global se convierte en el significante impugnado de selecciones aleatorias, flotando a través de campos de equivalencia donde nombra todo y nada en absoluto, disponible para sancionar cualquier consolidación concebible de intereses, siempre que los intereses sean lo suficientemente poderosos.
La prueba de “proporcionalidad” tal y como la ejerce el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) como “método constitucional” por excelencia es un claro ejemplo de la erosión de la unidad y de la “fragmentación” constitucional tal y como la hemos venido describiendo. En el notorio ‘cuarteto’ de casos que llegó a denominarse su ‘jurisprudencia Laval/Viking’, el TJUE decidió por motivos de proporcionalidad que cuando se había producido un choque entre la protección laboral nacional-constitucional y las libertades económicas, las garantías nacionales de protección laboral tendrían que ceder por poner límites desproporcionados a las libertades económicas transnacionales. Los jueces determinaron que “si bien el derecho a emprender acciones colectivas para la protección de los trabajadores del Estado de acogida contra un posible dumping social puede constituir una razón imperiosa de interés público… que, en principio, justifique una restricción de una de las libertades fundamentales garantizadas por el Tratado”, el ejercicio por parte de los sindicatos del derecho fundamental a la huelga en pos del “objetivo legítimo de interés público de protección de los trabajadores” debía ser proporcionado. Crucial en esta prueba, para nuestro análisis, es que es la circulación de la “protección social” y la “dignidad del trabajo” como dos entre muchos bienes constitucionales, incluida la “libertad de circulación” (de capitales y servicios), lo que sustenta el razonamiento y la decisión. La dignidad del trabajo circula junto y a la par con otros bienes constitucionales como los derechos de propiedad y las libertades económicas, y que la decisión constitucional trata de equilibrarlos entre sí. La constitución ‘social’ se libera junto a la constitución ‘económica’, y los bienes constitucionales que cada una sanciona y protege circulan como otras mercancías, con las coordenadas de su competencia deshechas de cualquier marco general. Porque para que haya “circulación” en absoluto, lo que se requiere es un principio de circulación y una medida común. La proliferación de constituciones y el colapso de sus jerarquizaciones internas, así como cualquier jerarquización entre ellas, contribuyen a la circulación no distorsionada de los bienes constitucionales como mercancías. La preferencia, desvinculada de cualquiera de estas constituciones o de cualquier sistema de valores, se convierte en el principio de elección. Se convierte, en otras palabras, en una selección sin garantía constitucional que sustituye la constitucionalidad por la optimización de los resultados, que es un principio de mercado, no constitucional.
Y aunque la mayoría de los juristas laboralistas se han mostrado críticos con las decisiones del TJUE, lo han hecho muy poco para disipar los temores de que el precio de la integración europea implique precisamente esta forma de distribución de los riesgos de producción que se denomina “dumping social”; y se trata, por supuesto, de una distribución que no recibe, ni puede recibir, garantía constitucional, salvo a posteriori y en el contexto de un orden constitucional fragmentado. En el plano transnacional, la “proporcionalidad” se convierte en la forma en que, a veces explícitamente, más a menudo implícitamente, se invoca una lógica de acomodación, o al menos de equilibrio, para encubrir el sacrificio de los derechos sociales y del valor público en beneficio de la libertad empresarial. Incluso en los casos más flagrantes de tal sacrificio, prevalece un lenguaje de acomodación: “Dado que la [Unión] tiene, pues, una finalidad no sólo económica, sino también social, los derechos previstos en las disposiciones del Tratado relativas a la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales deben equilibrarse con los objetivos perseguidos por la política social, que incluyen, como se desprende claramente del primer párrafo del artículo [151 TFUE], entre otras cosas, la mejora de las condiciones de vida y de trabajo, a fin de hacer posible su armonización al tiempo que se mantiene la mejora, una protección social adecuada y el diálogo entre empresarios y trabajadores” (Viking ITWF contra Viking Line (C-438/05) [2007] E. C.R. I-10779; [2008] C.M.L.R. 51 en [79]). Aunque la formulación aquí sugiere que la cara económica de la Unión Europea (libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales) y su dimensión social están potencialmente en conflicto, es posible -y de hecho deseable- equilibrar ambas. El equilibrio requiere tanto un pivote como una métrica para establecer pesos relativos, una llanura de conmensurabilidad en la que pueda buscarse un equilibrio.
Mucho más se puede decir, y se ha dicho, sobre el “giro del mercado” en el derecho mundial. Y, por supuesto, no puede ni debe subestimarse la valoración de lo que pueden lograr los públicos políticos a escala global: la acción económica global genera inevitablemente circunscripciones globales de destinatarios y, por tanto, también desafíos globales. Teubner escribe en 2011, por ejemplo, que “el desmantelamiento de las barreras nacionales y una política explícita de desregulación condujeron a una … constitución del mercado financiero mundial que liberó dinámicas incontroladas. … Sólo con la casi catástrofe que hemos vivido parece que los procesos de aprendizaje colectivo buscarán en el futuro limitaciones constitucionales”. Esto es importante, pero nos deja con la pregunta: si efectivamente se inauguran “procesos de aprendizaje”, ¿qué es precisamente lo que hay que aprender a nivel constitucional? Porque si, como se argumentó, la asimetría que es clave para “subir” de lo nacional a lo transnacional es estructural, y constitutiva, entonces los procesos de aprendizaje sólo pueden adoptar la forma de ajuste del mercado. En cualquier caso, y sean cuales sean las lecciones que se puedan extraer, nuestra referencia a la “fragmentación constitucional” pretendía identificar una asimetría que es constitutiva de la lógica de extracción de plusvalía en condiciones de globalización, y por tanto estructural. El problema es que la generalización de lo político más allá del Estado-nación, el paso de la política nacional a la política transnacional, se ve significativamente afectado, si no realmente organizado, por la lógica económica que luego deberá mitigar. Las diferentes lógicas de los sistemas político y económico, cuya propia autonomía y actuación recíproca se consideran como aquello que mantiene la diferenciación, se ve posiblemente socavada a nivel transnacional, ya que el sistema político a ese nivel no reproduce la lógica de la acción estatal, sino que, en su lugar, el sistema económico, habiendo encauzado con éxito el Estado hacia un sistema de competencia global, simplemente lo “explota” en la dirección de su propia expansión agresiva.
El problema de la inclusión
Uno de los primeros textos que puso en tela de juicio la simple elevación de la diferenciación funcional a la escala global fue el importante argumento de Marcelo Neves de que en la “periferia” del mundo capitalista la autopoiesis del derecho se entiende mejor como una “alopoyesis”. Los Grundrechte de Luhmann, como vimos, habían puesto el énfasis en que todos los subsistemas funcionales perseguían la “inclusión de la población en general dentro de la esfera social pertinente”, al tiempo que apoyaban su “autonomización”. Neves argumentó que el individuo de Luhmann no viaja bien en la periferia del mundo, donde la diferenciación funcional no había facilitado ya el paso fluido entre los campos de su inclusión. La periferia no está funcionalmente diferenciada, argumentó Neves, y como resultado alberga formas de exclusión “ampliadas e intensificadas”.
La objeción se dirigía contra la afirmación optimista de Luhmann del desarrollo gradual, aunque no siempre fluido, del mundo-societal de subsistemas jurídicos y políticos diferenciados. En trabajos posteriores, Luhmann sí concedió excepciones regionales a su arrolladora hipótesis, sociedades en las que la diferenciación funcional es sólo rudimentaria y, como resultado, los sistemas interaccionales que operan a través de lazos y redes personales compensan el déficit de inclusión. De hecho, dijo Luhmann, en la periferia (y tenía en el punto de mira las favelas de Brasil y las calles de Bombay) opera un “metacódigo” de inclusión/exclusión; el “peor escenario imaginable será que la sociedad del próximo siglo tendrá que aceptarlo”, y que “la integración negativa de las exclusiones competirá con la integración positiva de las inclusiones”. Pero no se trata, objeta Neves, ‘de una leve metadiferencia de inclusión y exclusión… sino del fenómeno generalizado de la exclusión que cuestiona y amenaza la diferenciación funcional, la autonomía del derecho y la normatividad constitucional’, liberando y generalizando consecuencias destructivas en la periferia. Y si es cierto que la exclusión desata tales tendencias, ¿qué significa aferrarse a la promesa de la diferenciación funcional como fenómeno global, y qué implica aferrarse a su “primacía”?
Tendremos que posponer la respuesta a esta pregunta. Permaneciendo más cerca de casa, Luhmann sugirió que el problema de la inclusión ya puede observarse en Europa, y no es poco realista esperar que la evolución demográfica y las migraciones alimenten este tipo de desdiferenciación. Y aunque sería anacrónico plantearle esta pregunta, podríamos añadir: ¿qué significa aferrarse a la diferenciación funcional en el contexto de la crisis financiera que destrozó las economías nacionales en los últimos tiempos? Se trataba de una crisis estructural, porque la economía capitalista, si no se regula e institucionaliza adecuadamente, conduce a un nuevo tipo de dominio de clase. El éxito social y político de los Estados nacionales dependía de su capacidad para excluir las desigualdades. Pero el potencial integrador social y sistémico de la sociedad mundial moderna no basta para garantizar la igualdad de acceso a todo el mundo. Mientras que el Estado nacional pierde su capacidad de excluir las desigualdades de forma efectiva, no existe ningún poder coercitivo, ningún mecanismo administrativo suficiente para aplicar y hacer cumplir la exclusión de las desigualdades a escala mundial, o al menos regional.
En resumen, la integración de la población en la diferenciación funcional de los sistemas es una premisa clave de la tradición de análisis social que se inaugura en la redacción de Durkheim sobre la “solidaridad orgánica” y llega a Luhmann a través de Parsons. Pero la premisa de esa diferenciación es la inclusión parcial (diferenciada) de todos en esos sistemas. Ese era el principio de inclusión que proporcionaba la base justificativa en los primeros Grundrechte de Luhmann: el subsistema económico depende de que todo el mundo produzca y consuma, el sistema político de la participación ciudadana generalizada, el sistema jurídico de que todo el mundo pueda demandar a otro, etcétera. Los efectos del sistema capitalista en la modernidad tardía, que se hicieron tan descaradamente evidentes durante la crisis, implicaron la creación de una clase privilegiada “sobreincluida” y una clase de aquellos cuyas oportunidades vitales disminuyeron hasta el punto de que su participación en la sociedad se hizo vacua, y con ello surgió el espectro de la exclusión de vastas franjas de la población mundial de una participación significativa en la vida social. Lo que también quiere decir lo siguiente: que la propensión inclusiva de los derechos depende en gran medida de que se movilicen dentro del régimen cuya producción están llamados a regular, y las distribuciones a sancionar. Esta complementariedad de derechos e intereses económicos, tal y como la aseguran los regímenes globales que se inscriben de forma variable en el “capitalismo democrático”, también establece los límites de los gestos supuestamente inclusivos realizados en el escenario global funcionalmente diferenciado, a expensas de aquellos a los que el sistema global no necesita como productores ni como consumidores.
El problema de la normatividad
En su ensayo de 1971 “Die Weltgesellschaft” (La sociedad mundial), Luhmann sostenía que la globalización, o como él decía entonces la aparición de la “sociedad mundial”, conducirá gradualmente a un desplazamiento global de las expectativas normativas por expectativas cognitivas, y la confianza en el derecho y la política que antaño gozaban de cierta “primacía evolutiva y funcional” en las sociedades será sustituida por una primacía de la ciencia y la tecnología. La misma preocupación urgente aparece dos décadas más tarde, cuando Luhmann describe el rápido alejamiento de las expectativas que se mantienen contrafactualmente y que, en su lugar, se ven obligadas a ‘aprender’ en la sociedad global, y la repercusión de este cambio para la función del sistema jurídico ante el ‘flujo constante de decepciones’ al que el derecho está ‘constantemente llamado a ajustarse’. El problema de la normatividad es que la “sociedad mundial” introduce un cambio estructural significativo que genera presión sobre las expectativas normativas para que muten de forma integral en expectativas cognitivas. Luhmann predijo que entre los dos tipos de expectativas, normativas y cognitivas, se produciría tanto un desplazamiento como un desdibujamiento. Un desplazamiento en la medida en que, con el advenimiento de la sociedad mundial, las expectativas normativas están cada vez menos garantizadas por un sistema jurídico funcionalmente diferenciado; y un desdibujamiento en la medida en que cualquier primacía clara concedida a las expectativas normativas por el sistema jurídico se ve sometida a la presión de adaptarse y “aprender”, y por supuesto, aprender de la decepción es precisamente lo que no hacen las expectativas normativas. A diferencia de las expectativas cognitivas, que se desacreditan cuando se ven defraudadas, las expectativas normativas se mantienen contrafácticamente. Por ejemplo, no tendría sentido la normatividad de una expectativa de que la dignidad de uno no será violada, si cada vez que un trabajador fuera sometido a un trato degradante “aprendiera” de la degradación y cambiara su expectativa. Lo que es cierto de todas las expectativas normativas se aplica a las expectativas jurídicas por excelencia. Para cuando llegamos al nivel de la constitución, el asidero normativo debería haberse reforzado significativamente: en el nivel constitucional, las expectativas normativas se esperan normativamente, se sancionan en términos de rigidez, afianzamiento y afirmación axiomática del valor constitucional.
Pero todo esto cede bajo la deriva estructural de la globalización. Cada vez más, la forma en que se nos invita a pensar en la constitución global ya no es en términos de formación de la voluntad colectiva, sino de “poder postconstituyente” (Thornhill, 2014) y a experimentar con circunscripciones y redes cambiantes. Si en la dimensión social de la constitución este alejamiento de la lógica de la autodeterminación democrática y constituyente ya marca un cambio radical, la globalización también introduce una gran inestabilidad temporal en las estructuras normativas. La famosa tesis de Hartmut Rosa sobre la “desincronización” entre el tiempo político -el tiempo que se tarda en tomar decisiones colectivas- y las necesidades de las sociedades de mercado de responder en tiempo real a las señales del mercado, ofrece una crítica a las formas dialógicas de la teoría democrática, cuya idea principal es que descuidan las condiciones temporales previas de la democracia y, por lo tanto, no logran captar la crisis actual de la autodeterminación democrática bajo la aceleración de la globalización y la “contracción del presente” que ésta conlleva. Pero si el logro constitucional se ve sometido a fuertes presiones en las dimensiones social y temporal, también se ve sometido a tensiones en la dimensión material, donde la temática constitucional se repliega cada vez más tras la gobernanza algorítmica, el “constitucionalismo digital”, las tecnologías y las intrasparencias que vienen a apuntalar el nuevo constitucionalismo. El problema de fondo es “encontrar formas jurídicas compatibles con la autopoiesis del derecho, con su función específica y la peculiaridad de su codificación”, es decir, su capacidad para traducir en conceptos propios las exigencias que se le plantean, en particular a medida que el derecho adopta cada vez más “un enfoque incremental que depende en gran medida de acontecimientos fortuitos y trata de resolver las cuestiones de forma no sistemática”.
Un riesgo sin precedentes que aparece ahora como el “riesgo propio” del derecho es el riesgo de debilitar o socavar su propia inteligencia reflexiva, proporcionada por los conceptos y vínculos mediante los cuales se mantiene a sí mismo en el nivel de coherencia interna frente a los patrones de complejidad ambiental que discierne en su exterior y se llama selectivamente a sí mismo a gestionar. La última palabra de Luhmann sobre el derecho navega entre tensiones, paradojas, variedades de diferenciación y dinámicas de exclusión e inclusión, y podría leerse como una sugerencia de que estas formas de selectividad y visibilidad selectiva son productivas para el derecho si pueden contrarrestar el propio riesgo del derecho global, del colapso de la normatividad en el aprendizaje global y la rápida adaptación a los mercados. Es importante destacar que, en relación con el “propio riesgo” del derecho, en la tensión entre los dos tipos de expectativa, Luhmann leyó un riesgo que, en su opinión, el derecho de la sociedad global está llamado a afrontar y, al afrontarlo, a asumir como propio. Ahora bien, sería engañoso sugerir que Luhmann está excesivamente preocupado por tales mutaciones: si las expectativas cognitivas inundan el vacío de lo que solía ser una cuestión de decisión política, el encogimiento de la política, hasta cierto punto, la coloca convenientemente fuera de peligro. Y, sin embargo, insistió contra todos los que piden que se replantee la función del derecho como si se hubiera desplazado por completo a las expectativas cognitivas y a los procesos de coordinación del ajuste del mercado, en que el derecho debe basarse en su esencia en las expectativas normativas. Algunos han leído en estos imperativos un “giro normativo” de la teoría de sistemas.
Contra el riesgo de fragmentación, las vastas y devastadoras exclusiones y la pérdida de normatividad, los teóricos de los sistemas han vuelto para redefinir la función, el rendimiento y -lo que es crucial para la constitucionalidad- la reflexión para el derecho global. En resumen, si se quiere navegar y gestionar la complejidad, debe hacerse en la dirección de mantener la reflexividad, los valores propios, la dinámica propia y la autopoiesis como constitutivamente ligadas a la función de estabilizar las expectativas mediante el propio uso de la normatividad por parte del derecho, que es lo que el término “constitucional” pretende designar.
Soluciones provisionales
Podríamos identificar dos vías a lo largo de las cuales las teorías del derecho mundial aportan respuestas a los retos (fragmentación, exclusión, pérdida de normatividad) a los que se enfrenta la ampliación de la institución del derecho al nivel transnacional o planetario. La primera implica reconceptualizar la propia institución, ampliar la “imaginación institucional”, por así decirlo, renegociar su unidad: se trata de operaciones en el plano de lo que hemos denominado reflexión. La segunda implica reconceptualizar la relación entre la institución del derecho y los sistemas político y económico, repensar el acoplamiento y las articulaciones entre los sistemas: se trata de observaciones a nivel de lo que hemos llamado rendimiento. Bajo estos dos epígrafes exploraremos los amplios acomodos del derecho mundial, tanto sus promesas como sus carencias.
Las “soluciones” intrasistémicas
La clave para renegociar la unidad del sistema es examinar la función constitucional a nivel global, ya que, como hemos subrayado en todo momento, es la constitución la que sostiene la unidad del sistema jurídico. En un extremo del espectro nos encontramos con los escépticos, teóricos que sugieren que las concepciones de la constitución que conllevan y promueven lazos genuinamente asociativos entre los ciudadanos no pueden viajar más allá de los confines del Estado-nación. El constitucionalismo global en cualquiera de sus formas, salvo las más anémicas, es impensable, porque los lazos de solidaridad que sustentan la ciudadanía se debilitan o erosionan cuando se trasladan a contextos supraestatales. Podríamos tomar como ejemplo el influyente artículo de Thomas Nagel sobre “el problema de la justicia global”. En él argumenta que las “circunstancias de la justicia” presuponen un “poder soberano comúnmente autorizado” que falta en nuestro mundo globalizado. Allí donde faltan las estructuras políticas necesarias -es decir, las condiciones del constitucionalismo político- faltan igualmente las condiciones de cualquier sentido sólido de la justicia económica. Nagel toma prestada de Rawls la noción de “concepción política” de la justicia para argumentar que la función no puede sostenerse a nivel supranacional, que carece de los mecanismos de formación de la voluntad colectiva necesarios para la determinación del bien común. Si la justicia (re)distributiva no puede subirse al nivel transnacional, es porque en ese nivel no existe una constitución que sancione la concepción político-pública del bien común. Mientras que tales procesos constitucionales a nivel estatal dan lugar a formas de autoobligación colectiva que imponen deberes a los ciudadanos, a nivel transnacional tales deberes sólo pueden conceptualizarse como costes incidentales de la interacción de los actores en los mercados mundiales. Pensar en los procesos como isomórficos simplemente produce incoherencia conceptual para Nagel. “Si uno adopta este punto de vista político, no encontrará en la ausencia de justicia global un motivo de angustia”.
La “organización de la irresponsabilidad” es la formulación que Scott Veitch utilizó, tan perspicazmente, para captar la “legitimación del sufrimiento humano” y el tipo de absolución ética que se ofrece a través del diseño institucional. Pero, en general, tales gestos de absolución como los de Nagel no son las actitudes predominantes. En su mayor parte, los teóricos se han mostrado ansiosos por adoptar concepciones del derecho global para abordar la injusticia de las distribuciones globales, y en lo que sigue esbozaremos brevemente algunas de las más conocidas. Si el pensamiento sobre el “derecho global” está mediado por la constitución, no es sólo porque “el debate dentro del derecho global-constitucional puede tratarse como un microcosmos de la controversia más amplia sobre el derecho global”, sino también porque, en última instancia, es la constitución la que alberga la “reflexión” al tiempo que dirige la “actuación”, esta última en términos de las formas más estables y duraderas del acoplamiento del derecho con su entorno.
El desarrollo más generalizado es la reconceptualización del constitucionalismo global como gobernanza global. Destacada entre sus defensores, Anne-Marie Slaughter escribe en 2005 sobre la “estatalidad desagregada” funciones gubernamentales que pueden ser desempeñadas por una serie de agencias reguladoras, pragmáticamente invertidas en el funcionamiento de redes descentralizadas de legislación, regulación y adjudicación. Significativamente para Slaughter, esta gobernanza en red no está desprovista de “normas constitucionales” situadas a nivel de una “hipotética polity global”. Las formas densas de regulación transnacional extienden el tejido normativo a través de un campo de aplicación cada vez mayor, dirigiéndose a problemas que pueden gestionarse (pero que normalmente no se resuelven), donde las “coaliciones de intereses”, las redes y las partes interestatales atraen procesos de alcance mundial, y donde los poderes y las asignaciones jurisdiccionales se renegocian constantemente. La “participación” es lo que a la vez moviliza las operaciones de la gobernanza y se juega en ellas, y en las frecuentes referencias a lo “reflexivo”, etc., la participación es lo que hace que la gobernanza sea “experimental” y, supuestamente, democrática.
A diferencia de la gobernanza, que es inevitablemente un asunto de arriba abajo, incluso cuando va adornada con el calificativo de “experimental”, están las soluciones aspiracionales “de abajo arriba” que sitúan el constitucionalismo en la base y teorizan sus manifestaciones “desde abajo”. Aquí se hace hincapié en las expresiones espontáneas de elaboración de constituciones que sólo encuentran una expresión institucional aproximada en las formas existentes. La aspiración que subyace a estos momentos dinámicos, que se supone desbordan su institucionalización, sitúa la constitución global como una realización siempre imperfecta de dinámicas más profundas. Con frecuencia, tales teorías, al autoidentificarse como “cosmopolitas”, se adhieren a procesos discursivo-democráticos de toma de decisiones en sentido amplio, transfiriendo la “coimplicación” de democracia y derechos, tal y como la expuso famosamente Habermas, hacia arriba, de las circunscripciones nacionales a las supranacionales. Y aunque estas soluciones a menudo se quedan cortas a la hora de reclamar una incidencia “global”, han sido sin embargo muy influyentes a la hora de proporcionar un imaginario constitucional más allá del Estado.
Pero quizá las dos lecturas más influyentes del derecho global surjan en torno al “modelo global de los derechos humanos” y la “ética del cosmopolitismo”. Aspiran a lograr un equilibrio entre las concepciones constitucionales nacionales y los conceptos y compromisos a escala mundial, respectivamente.
En el caso de la primera teoría del derecho global (el “modelo global de los derechos humanos”), las comprensiones constitucionales a niveles más locales son reiteraciones, entendidas como “determinaciones” de los conceptos abstractos como concepciones más particularizadas. Se trata menos de un relato estructural “piramidal” del derecho que de un relato dialéctico, en el que los conceptos globales y las variaciones locales se encuentran en una relación recíproca de aprendizaje y adaptación mutuos. Los derechos son como convertirse en un índice global clave de las relaciones reconocidas jurídicamente, una meseta amplia en lugar de un pico estrecho, donde el reconocimiento adopta la forma de una relación dialéctica. La misma idea amplia ha recibido una serie de iteraciones importantes en lo que respecta a la dialéctica entre la generalización y la reespecificación de los derechos humanos. Las teorías de la proporcionalidad aspiran a realizar especificaciones óptimas de los derechos en contextos particulares, y el reconocimiento ampliamente practicado de un “margen de apreciación” también da cabida a la especificación de los derechos en contextos nacionales en la jurisprudencia de la UE.
En el caso de esta última teoría del derecho global, una ética cosmopolita se expresa en compromisos constitucionales no en el nivel de la arquitectura institucional, sino en el “nivel más profundo” del principio normativo, donde se expresan como capacidad participativa, razón pública, protección de los derechos, etc. El lenguaje de la “sedimentación” es evocador aquí, pues implica una estratificación histórica de la práctica constitucional, aunque la misma idea informa el “orden cosmopolita” de la adjudicación de derechos.
Bajo la rúbrica del “cosmopolitismo”, es el pluralismo constitucional el que ofrece la afrenta más directa a la teorización del orden constitucional como unitario, abogando en su lugar por una acomodación reflexiva del constitucionalismo lejos de la unidad y hacia la pluralidad. Podríamos identificar aquí dos variantes. Una primera e influyente forma de pluralismo constitucional supone una pluralización de niveles; y viene acompañada de la producción de “formas decisivamente no holísticas de constitucionalismo”, como dice Walker, en las que las normas constitucionales se producen en distintos niveles. Una segunda forma implica la pluralización de los registros constitucionales a nivel transnacional como pertenecientes a diferentes esferas funcionales de intercambio e interacción transnacional; como resultado, tenemos constitucionalismos de las variedades “económica”, “política”, “jurídica”, social”, de “seguridad”, etcétera. La división del trabajo es “funcional” en el sentido de que en cada caso la constitución sectorial está constitutivamente orientada a satisfacer las exigencias de la regulación a nivel transnacional de la economía, del mundo de la vida, de la política o de la seguridad, sea cual sea el ámbito. En ese sentido, la proliferación de registros constitucionales implica la separación de, por ejemplo, la “constitución económica” y la “constitución social” de la “constitución política”.
El cambio paradigmático hacia el pluralismo constitucional afloja el control de la normatividad; la constitución globalizada se trata como una oportunidad para que entren en escena nuevas voces, nuevos temas y nuevos acuerdos, llevados en el lenguaje inflacionario de los “nuevos” constitucionalismos. Para los pluralistas, deseosos de mantener la semántica constitucional al corriente de los rápidos flujos del intercambio global, la tarea teórica se convierte en la búsqueda sin aliento de la “relevancia”, una apertura expresada en la voluntad de aprender y de ajustarse. Esto es el “poder constituyente” de la era neoliberal: el pluralismo es el término al que recurre la teoría constitucional para reponer sus agotadas energías políticas, alejándose de las antiguas definiciones y jerarquización de prioridades y compromisos, de las muchas trampas del poder “constituido” por el Estado. La pérdida de normatividad nunca es más que una ganancia en términos de cognición; cualquier contrasugerencia se convierte en un signo de teoría anticuada, semántica redundante, intransigencia o ingenuidad. Y si se plantea la objeción de que el pluralismo constitucional debe fijar a cierto nivel lo que es constitucional en la pluralidad que introduce, la respuesta suele ser permanecer reflexivo también sobre esa cuestión. Frente a las asimetrías neoliberales anidadas, bien definidas y altamente jerarquizadas -el dominio de la economía sobre la vida colectiva, del mercado sobre cualquier concepto de la economía política, de las finanzas sobre la producción, de los servicios sobre la industria, etc.- los logros emancipadores del pluralismo constitucional, según todos los testimonios creíbles, han sido insignificantes.
Pero tales objeciones rara vez inquietan a los pluralistas. Contra la intransigencia de los formalismos “anticuados”, la cuestión constitucional ya ha sido “respondida”, en gran medida ya no está supeditada al concepto de la unidad del derecho. El asalto a los imaginarios constitucionales “unitarios” tradicionales por parte del pluralismo constitucional sugiere eliminar las viejas fijaciones y conduce a una renegociación de las circunscripciones, las competencias y las estructuras. La noción de un proyecto constitucional en ciernes se ha visto facilitada en gran medida por la noción de constitucionalización en curso, momento en el que el acoplamiento se vuelve mutuamente productivo: el pluralismo obtiene su punto de compra en la constitucionalización, que importa apertura al futuro, y la constitucionalización obtiene su justificación de su capacidad para acomodar lo plural. El devenir-constitucional llega a dominar el nuevo espacio e imaginario.
Y si el derecho global “indica de hecho un nuevo estado de ánimo” porque se registra como un estado de devenir contestable más que como un logro corregible, permítaseme interponer que la insinuación del derecho global y sus pluralismos concomitantes tensionan contra una comprensión de la constitución como un logro de la unidad del sistema legal – una unidad que sirve para estabilizar las expectativas con la promesa de que serán protegidas, de que las violaciones de la ley no son ya renovaciones de la misma, de que las decepciones no desacreditan las expectativas constitucionales. La corregibilidad desempeña aquí un papel clave, al igual que la noción de que la constitución proporciona la “última palabra” autorizada. A cierto nivel, la distinción entre expectativas normativas y cognitivas se juega en esta “corrigibilidad”. Si hay algo vital en intentar rescatar el desarrollo constitucional de su mutación al ajuste óptimo del mercado, entonces también hay un argumento para atemperar los respaldos panegíricos del pluralismo, y para señalar las dificultades conceptuales que acompañan a su definición. Se trata de una preocupación sobre si (y en qué condiciones) somos capaces de aferrarnos al significante “constitucional” en la nueva dispensación, y de aferrarnos a la normatividad que acompaña al “constitucionalismo político”, no como la “deriva” necesaria que acompaña a la globalización, sino como el establecimiento de las condiciones de lo que podría significar llevar lo “constitucional” al nivel transnacional.
Podría ser una observación obvia a estas alturas, pero las cuestiones institucionales relativamente asentadas del derecho estatal se vuelven controvertidas, y áreas del derecho consideradas relativamente periféricas adquieren una nueva centralidad. Esto último se aplica no sólo al caso obvio de la nueva prominencia del derecho internacional (como derecho cuasi global), sino también a la posición nodal que campos como el derecho internacional privado pasan a ocupar en la nueva distribución de legalidades, refundida ahora en el lenguaje de los “conflictos de leyes”. Con respecto a la propia arquitectura institucional, lo que HLA Hart identificó como normas “secundarias” de reconocimiento y adjudicación se vuelven inestables, y la “paradoja” de su teoría que en condiciones ordinarias permanecía relativamente tranquila -que aquellos (jueces) que están llamados a la tarea del reconocimiento también deben reconocer las normas que definen su capacidad para hacerlo- se convierte en un problema “vivo” en la nueva relación díscola entre ordenamientos jurídicos y jurisdicciones que desbarata la pulcra arquitectura. Estos profundos desafíos informan los dilemas que animan al derecho mundial como una cuestión de lo que identificamos como reflexión y, por tanto, reciben respuestas tentativas en términos de su propia y muy particular inteligencia.
“Soluciones” intersistémicas
El énfasis en la actuación nos permite comprender cómo organiza el derecho mundial la interconexión entre el sistema jurídico y sus sistemas circundantes en condiciones de globalización. Examinamos qué “soluciones” (1-4) se han ofrecido para mantener la articulación entre las racionalidades jurídicas, económicas y políticas a escala mundial.
(1) La primera forma de entender la interconexión implica restar importancia a la dimensión política de la constitución. Desvinculada de cualquier vínculo constitutivo del sistema político, la reproducción del derecho mundial se nutre en adelante exclusivamente de la gramática profunda de la legalidad. Si el constitucionalismo se ha fundido tradicionalmente a través de la distinción entre poder constituyente (político) y poder constituido (jurídico), esta primera solución implica la separación de la realización constitucional del derecho mundial de su dimensión democrático-política y su devolución a los recursos propios del derecho, por así decirlo. A partir de entonces, el derecho mundial ya no consiste en dar expresión jurídica a los imperativos democráticos, sino simplemente en reproducir sus valores internos de coherencia, publicidad, generalidad, transparencia, etc., sin recurrir a los procesos políticos como fuente de aportación o legitimación. Puede que sea forzar la noción de lo “intersistémico” extenderla para describir la ausencia de relación, pero no obstante es en esta ausencia (de reparación democrática) en la que el derecho mundial se anota uno de sus éxitos más duraderos. La solución que ofrece es eliminar del derecho global la necesidad de legitimarse en términos de aportación y credenciales democráticas.
La propagación exponencial del “derecho administrativo global” (GAL) es un ejemplo de ello. Liberados de la necesidad de legitimar su funcionamiento en términos de aportación democrática, han surgido lugares de regulación y toma de decisiones transnacionales bajo la noción paraguas del GAL, que ejercen una autoridad del tipo tradicionalmente asociado a la autoridad pública del Estado” pero ahora “en circunstancias en las que los Estados o bien no desempeñan ningún papel en la generación de normas, o bien el vínculo con la autoridad original del Estado se ha atenuado o perdido radicalmente”. Algunos ejemplos son las actividades reguladoras de la OMS; las redes financieras transnacionales como el Comité de Basilea de jefes de bancos centrales; los híbridos público/privados como la ICANN; la agencia antidopaje del deporte internacional, etc.
También se ha perdido cualquier sentido en el que esta área de rápida expansión del derecho transnacional dependa de la aportación democrática, el pedigrí o las credenciales. De lo que extrae su legitimación, en cambio, es de las virtudes de la legalidad al profesar una cualidad distintiva de publicidad y debido proceso. Se ocupa de las tareas de “canalizar, gestionar, dar forma y constreñir el poder político, donde la canalización, y así sucesivamente, invoca a su vez el razonamiento, la responsabilidad y la proporcionalidad, y las cualidades tradicionalmente asociadas con el valor normativo de la legalidad”.
(2) El constitucionalismo societal implica una solución muy diferente de la relación intersistémica, y con ella una base de legitimación diferente. En la poderosa formulación de Teubner de la noción, su solución a la asimetría que nos describió antes entre la propulsión del sistema económico a nivel global y los sistemas político y jurídico rezagados no consiste en intentar reconcebir estos últimos a nivel global, sino en abandonar la idea de que el Estado puede servir de vehículo para la autoorganización de una sociedad política. El movimiento inaugural del constitucionalismo societal implica la separación de lo “constitucional” de lo “estatal” y su retorno en forma “capilar”. De forma similar a la tendencia descrita inmediatamente antes, la dimensión constituyente del constitucionalismo retrocede aquí y, sin embargo, no se abandona, como con la primera solución, sino que se reconceptualiza como “un potencial comunicativo”, un “tipo de energía social”, un “proceso pulsante” que subtiende y anima una serie de “constituciones capilares” de la sociedad transnacional, que organizan diversos ámbitos funcionales de la sociedad en un orden acéntrico y enmarcan la cuestión de la acción colectiva como apropiada para cada uno de ellos. Estos ámbitos, que albergan estructuras duraderas para determinados conjuntos de intercambios, incluyen por supuesto la economía, pero también los sectores de la educación y la comunicación globales, hasta llegar a la regulación de Internet, las artes, el deporte, etc.
La absorción, y la promesa, es que con la nueva forma societal de “autoconstitucionalización de los órdenes globales”, su dependencia del “poder de los Estados, las políticas estatales y las ideologías de los partidos políticos” disminuirá, y en su lugar las constituciones societales estarán estrechamente vinculadas a las “constelaciones de intereses dentro de los fragmentos globales”. Aunque es muy posible que esto “dé lugar a una mayor capacidad de respuesta a las necesidades sociales que el derecho constitucional establecido por las autoridades estatales” (2012, 54), ya que son los actores colectivos descentralizados los que configuran el orden de los distintos ámbitos (122), el riesgo es que un acoplamiento excesivamente estrecho de las constituciones societales a “intereses parciales” pueda dar lugar a normas constitucionales “corruptas”. Queda por ver, dice, si las influencias compensatorias de las instituciones y de la sociedad civil equilibrarán el riesgo de corrupción. Se trata de una cuestión importante a la que sus Fragmentos constitucionales aportan una visión significativa en varios aspectos. El que nos concierne aquí es la particular perspicacia sobre el potencial inherente a las constituciones capilares de equilibrar su autonomía a la vez que frenan las tendencias expansionistas de cualquiera de los subsistemas.
En un argumento, Teubner analiza los derechos fundamentales como el establecimiento de límites a las tendencias totalizadoras de los sistemas de funciones, y su valor a este respecto es que son protectores contra la “puesta en peligro de la integridad del cuerpo y la mente de los individuos por una multiplicidad de procesos comunicativos anónimos, autonomizados y hoy globalizados”. Su planteamiento en es preguntarse si un grado suficientemente grande de presión externa podría empujar a los subsistemas a la autolimitación. La intención es rastrear la posibilidad de un reajuste reflexivo por parte de la “constitución interna” de cada sistema, haciendo hincapié en la autolimitación, expresada en términos de “autodisciplina”, destinada a contrarrestar la tendencia “imperialista” de cada sistema a crecer. El enfoque se desplaza así de lo constitutivo a lo limitativo. Ya no se refiere a la pregunta: ¿cuáles son las condiciones institucionales previas de la autonomía de los subsistemas funcionales? Se refiere más bien a la pregunta: ¿dónde están los límites de su expansión, antes de que sus tendencias expansionistas “los inclinen [hacia] la destructividad?” (2012, 75) Asimismo, gran parte de la preocupación se ha desplazado ahora, comprensiblemente, del expansionismo de los sistemas jurídico y político, rastreados como “juridificación” y “politización” en trabajos anteriores, hacia la economía.
Al igual que en las redacciones más antiguas sobre el “derecho reflexivo”, se vuelve a hacer hincapié en la autodirección, y el reto consiste en combinar “las presiones externas con los procesos internos de descubrimiento” para posibilitar dicha dirección. Antes el problema era el Estado superponiendo su racionalidad para intentar conseguir resultados; ahora es la economía. Y aunque se plantearán “grandes exigencias cognitivas” a “las intervenciones nacionales e internacionales del mundo de los estados”, especialmente en una situación de crisis económica, hay que resistirse a la tentación de sustituir su razón -la de los estados- por la del sistema focal, aquí la economía. En su lugar, su intervención debe consistir en la generación ‘selectiva’ de ‘irritantes constitucionales’ que se traduzcan en autodirección, que liberen a los sistemas de patologías en forma de ‘autobloqueos’ pero que no superpongan la racionalidad estatal. Por lo tanto, “no hay más alternativa que experimentar con la constitucionalización”, con la esperanza de que “con un poco de suerte” “los programas externos e internos” -de los sistemas irritantes e irritados- “se desarrollen juntos siguiendo el curso deseado”.
(3) Una década después de su crítica al sistema jurídico funcionalmente diferenciado por albergar formas de exclusión “ampliadas e intensificadas” cuando se trata de la “periferia”, la teorización del transconstitucionalismo de Marcelo Neves revisa el argumento sobre la exclusión a escala global, como un argumento sobre las patologías de la diferenciación. Describe el “crecimiento hipertrófico” del sistema económico frente a “la propensión a la atrofia” de los sistemas jurídico y político. Al desequilibrarse el equilibrio, la diferenciación funcional no se mantiene. Esto conduce a la ‘corrupción sistémica’, que deja al sistema jurídico incapaz de autorreproducción y cierre operativo. El diagnóstico: el mecanismo de acoplamiento estructural que mantenía patrones estables de condicionamiento mutuo entre sistemas se viene abajo con la corrupción de la constitución, con el efecto de que el sistema económico coloniza el campo. La eficiencia económica se convierte en la “fórmula de contingencia” tanto para la política como para el derecho, desplazando a sus propias “fórmulas de contingencia” de justicia y legitimidad respectivamente; el rendimiento recíproco es sustituido por la unidireccionalidad; incluso la reflexión -el término de Luhmann para la autorreferencia sistémica- es colonizada, con el pensamiento económico trasplantado a la forma en que “piensa” el derecho. En ese punto, la constitucionalidad flota a través de tramos de equivalencia posibilitados por la exportación al por mayor de la métrica y la semántica económicas a otros campos.
El transconstitucionalismo expresa el “giro normativo” de la teoría de sistemas en la insistencia en que la “normatividad constitucional” no se pierda a nivel global, sino que se despliegue, para Neves, en forma de una racionalidad transversal. El énfasis se pone en el análisis funcional como análisis centrado en el problema: comienza con un problema transconstitucional y busca soluciones a través de los muchos niveles -nacional, internacional, supranacional, etc.- en los que las iteraciones constitucionales están disponibles. La racionalidad transversal es un intento de mantener a nivel global algo de la función normativa de la constitución allí donde las formas más “duraderas, estables y concentradas” de acoplamiento estructural ya no están disponibles, pero donde diferentes “puentes de transición” pueden ofrecer el paso entre esferas autónomas (tanto dentro de legalidades multinivel como a través de fronteras sistémicas) y nuevas oportunidades para adaptar la semántica de la constitución a estructuras cambiantes, puesto que el requisito de cualquier contenido acordado ya no es una condición para el éxito de la comunicación.
La función, de nuevo, es central aquí, y como en todo análisis funcional se empieza con la pregunta: ¿cuál es el problema al que la constitución es la respuesta? En la iteración de Neves del argumento funcional, la constitución a nivel reflexivo funciona para equilibrar la complejidad sistémica con la heterogeneidad social de modo que la primera sea adecuada a la segunda. “En el caso de la constitución transversal, el vínculo se produce entre dos mecanismos estructurales reflexivos: por un lado, la constitución jurídica como conjunto de normas de normas; y por otro, la constitución política como … proceso de toma de decisiones que vincula procesos de toma de decisiones. Esta transversalidad reflexiva permite intensificar el aprendizaje [entre ambas]”. El análisis es complejo y pretende mantener las operaciones jurídicas transnacionales dentro de la clave constitucional, y con ello algo del concepto normativo de la constitución vivo. Si, con la migración al nivel global, el constitucionalismo puede necesitar ser ‘re-significado’, la relación entre semántica y estructuras replanteada, la pregunta más difícil que necesita respuesta es cómo rescatar un concepto de constitución de las arenas movedizas de la globalización, y el ‘trans-constitucionalismo’ de Neves intenta lograrlo en el nivel del acoplamiento de los sistemas en el nivel reflexivo.
(4) La última solución global-constitucional que visitamos implica la sugerencia de que la ley, concretamente los derechos legales, desempeñan una nueva metafunción a nivel global, entendida como una “supercodificación” del poder político. El análisis se basa en el tratado sobre el sistema político publicado póstumamente por Luhmann. Anteriormente había identificado la función constitucional como proveedora de formas estables de acoplamiento entre subsistemas. En la obra posterior, y a modo de reiteración de su mensaje contra la atribución de una mayor importancia al sistema político, Luhmann propone un papel especial para los derechos. Los derechos, argumenta, ofrecen una segunda codificación del propio sistema político. Sus análisis anteriores de los derechos, recordemos, los defendían como vehículos de inclusión (en la variedad de ámbitos funcionales) y como refuerzo de los excesos incontrolados del poder político. Ahora, se ofrece algo significativamente novedoso porque la racionalidad jurídica, expresada en los derechos, sustenta la posibilidad misma del sistema político de desempeñar su función, ya no simplemente en la expectativa de que sus destinatarios sean sujetos de derecho, sino sugiriendo además que el sistema político sólo puede ejercer eficazmente el poder político si está investido como poder jurídico (es decir, como poder legal).
La forma política de ese ejercicio es constitutivamente legal; y si esto insinúa un alejamiento inusual de la forma en que antes nos había invitado a pensar en el cierre radical de los sistemas en torno a su autorreferencia, que así sea. Ahora bien, el poder político depende de la presencia de una racionalidad generalizada sistémicamente (no reflexivamente) para desempeñar sus funciones. La distinción da a entender esto: que si el poder político necesita ahora ser generalizado jurídicamente, las condiciones de su ejercicio requieren algo fuera de su propia racionalidad para dirigirlo, es decir, fuera de lo que puede lograr reflexivamente por sí mismo (sobre la base de la distinción que como código subyace en él).
Lo que llama la atención en la transformación de la democracia moderna es que la propia ley produce la autoridad para las normas democráticas, y muchas fuentes idealmente políticas de construcción de normas han sido suplantadas por conceptos internos a la ley: el propio sistema legal, en su forma global, se convierte en el sujeto que subyace a la democracia, y no hay ningún sujeto político externo que respalde la ley. Esto es especialmente llamativo en la forma política esencial de la constitución, que, en la mayoría de las sociedades, resulta simplemente de actos jurídicos internos. De hecho, la propia ley interioriza ampliamente las funciones clásicas de la ciudadanía.
Una sugerencia ensaya y refuerza esta dependencia interna de lo político al sistema jurídico, que en muchos aspectos implica un proceso de subrogación. Puede que la democracia haya irrumpido en la escena de la modernidad en términos del ejercicio del poder constituyente y bajo el disfraz de la autolegislación colectiva, pero cualquier comprensión adecuada de la misma en la actualidad, argumenta Thornhill, cederá la primacía a lo constituido, en lugar de a lo constituyente. “La democracia contemporánea se construye en torno a equivalentes funcionales de los modelos clásicos de ciudadanía democrática, y estos equivalentes se construyen principalmente dentro del derecho: la referencia del derecho a la ley surge como un equivalente de los conceptos clásicos de voluntarismo político y subjetividad”. Y concluye: “El nivel primario de construcción de normas -es decir, la construcción del residuo básico e irreductible de legitimidad- se produce dentro del sistema jurídico global, expresado a través de equivalentes a la formación de la voluntad política” (210). A diferencia de la “gramática profunda de la legalidad” de la solución anterior (1), aquí no se hace hincapié en eclipsar sino en interiorizar el poder constituyente, proporcionando equivalentes funcionales a su ejercicio. El efecto de esta juridificación a metanivel, es encauzar el ejercicio de la autodeterminación democrática a regímenes de derechos, colapsando así el poder constituyente en el dominio limitado y limitador de las oportunidades globales del despliegue de derechos.
Revisor de hechos: Rocher
Autonomía del Derecho en la Teoría del Derecho
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Este texto considera las afirmaciones sobre la `autonomía de la ley’. Estos son que el razonamiento legal es diferente de otras formas de razonamiento; que la toma de decisiones legales es diferente de otras formas de toma de decisiones; que el razonamiento legal y la toma de decisiones son suficientes para ellos mismos, que no necesitan ayuda de otros enfoques ni se verían significativamente mejorados por dicha ayuda; y que la literatura académica legal debe tratar temas distintivamente legales (a menudo referidos como `doctrina legal’) y no es o no debe tratarse de otros temas.
Su contenido incluye:
- Razonamiento Legal
- Los realistas legales estadounidenses y los formalistas
- La Escuela de Procesos Legales
- Educación legal profesional
- Otras formas de autonomía legal
Autor: Black
Autonomía del Derecho y Disgregaciones del Derecho
[rtbs name=”home-derecho”]
El Derecho Civil se ha definido como el Derecho Privado General, que regula las relaciones de la convivencia humana. Este concepto se enlaza como no podía ser menos con el Derecho Romano.Entre las Líneas En éste, el ius civile era el Derecho del cives, el ciudadano romano, todo el Derecho que comprendía tanto el Derecho Público como el Derecho Privado. Desaparecido el Imperio Romano, con su organización política y administrativa, el concepto de ius civile dejó de referirse al Derecho Público (consulte más sobre estos temas en la presente plataforma online de ciencias sociales y humanidades). Referido el ius civile al Derecho Privado, todo el Derecho Privado, con el paso de los siglos, se le desgajó el Derecho Mercantil como el Derecho relativo a los comerciantes, aplicado por Tribunales propios. Y tras la Revolución Industrial (véase también el impacto y las consecuencias de la industrialización) ya en el siglo XIX, aparece evidente la insuficiencia de las escasas y desfasadas normas civiles sobre el contrato de arrendamiento de servicios es decir las relaciones laborales por cuenta ajena y nace el Derecho Laboral como desgajado del Derecho Civil.
Además de estas ramas del Derecho que se han separado del Derecho Civil, se está produciendo una disgregación de sus materias que es motivada por causas internas y por causas externas (Federico de Castro Derecho Civil de España pag. 155 tomo 1 1955). Las causas externas de disgregación son, esencialmente, la producción de leyes especiales motivada por la existencia de relaciones de derecho privado, no tratadas o poco reguladas en el Código Civil o bien por la aparición de nuevas circunstancias sociales que hacen necesaria la promulgación de leyes especiales; y también, la especialización científica de ciertas zonas del Derecho Civil. Las causas internas de la disgregación son los cambios de estructuras sociales que hacen inviable la aplicación del clásico Derecho Civil a situaciones nuevas.
Por estas causas se habla con mas o menos propiedad de la autonomía (véase qué es, su concepto; y también su definición como “autonomy” en el contexto anglosajón, en inglés), del Derecho Hipotecario, del de Familia (ésta inadmitida), del Arrendaticio y del Agrario, como expone Xavier O’Callaghan, Catedrático de Derecho Civil (Compendio del Derecho Civil Parte General páginas 13 y siguientes, especialmente 18 y 19).
Actualmente se producen nuevas disgregaciones de ramas que, siendo en su origen de Derecho Civil, adquieren autonomía por dos razones básicas: en primer lugar el campo en que se aplican es nuevo, han aparecido posteriormente a la promulgación del Código Civil y a la formulación científica del Derecho Civil; y en segundo lugar, por razón de que se aplican coetáneamente normas de distintas ramas jurídicas, siendo su base, el Derecho Civil, aun nor-mas de Derecho Mercantil, Laboral, Administrativo, etc.Entre las Líneas En la segunda mitad del pasado siglo nace la industrialización en el mundo, y con ello las relaciones industriales entre empresarios y trabajadores; surgen las doctrinas sociales materialistas inspiradas en la lucha de clases, cuyos protagonistas Marx y Engels, habrían de anticiparse en el lanzamiento de sus teorías a las de la Iglesia Católica, que hace valer el sentido social basado en principios distintos a los puramente materialistas, a través de sus encíclicas, In rerum novarum y la posterior In cuadragésimo anno. Nace también la regulación jurídica de aquellas relaciones, a través del Derecho del Trabajo.
Por fin además, y a consecuencia del invento consistente en que objetos más pesados que el aire pudiesen volar en 1903, pocos años después surge la necesidad de regular la aeronavegación y el transporte aéreo, sobre todo después de la primera guerra mundial. Con ello se origina el Derecho Aeronáutico, basado también en las disciplinas clásicas, aunque al ser los países anglosajones los principales constructores de aeronaves, el tráfico mercantil, requerirá a su vez por las peculiaridades en que se desenvuelve, el nacimiento de nuevas instituciones, y el distinto enfoque de algunas de las preexistentes.
Se mantiene la autonomía del Derecho Aeronáutico (Enrique Mapelli, artículo en Actualidad Civil, Marzo 1991), sin embargo no hay que olvidarse de su tronco, el Derecho Civil, propio de todos los Derechos Especiales actuales.
Puntualización
Sin embargo, su característica principal será la conjunción de casi todas las ramas del derecho. [1]
Recursos
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Notas
- José Daniel Parada, La relación jurídica aeronáutica (1998)
Véase También
- La Juridificación
- La Politización
- La mercantilización
- Teoría del Derecho Natural
- Teoría del Derecho Divino
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