Durante los años 90, el calentamiento global empezaba a parecerse a la guerra nuclear, a la que muchos se enfrentaban con una simple negación. Este potente mecanismo psicológico quedó bien ilustrado por una niña que exigió a su padre que apagara un documental de televisión sobre el cambio climático porque le daba miedo. En cualquier caso, la mayoría de la gente, al no entender apenas las causas del cambio climático, no podía nombrar medidas prácticas concretas para evitarlo. Los ciudadanos eran más propensos a evitar escrupulosamente los botes de spray, que de hecho ya no utilizaban CFC, que a mejorar el aislamiento de sus casas, aunque el menor gasto en combustible amortizaría su inversión en pocos años. Ningún informe sobre el clima parecía completo si no mostraba un bloque de hielo desprendiéndose de un glaciar para precipitarse al mar; la exótica imagen se convirtió en un símbolo autónomo del calentamiento global. A partir de 2005 surgió un icono aún más popular, que aparecía con frecuencia incluso en los dibujos animados: el oso polar, del que se decía que estaba en peligro de extinción. Hubo informes dispersos de niños asustados por las imágenes del calentamiento global. En las producciones el calentamiento global era sólo un ejemplo y una manifestación de la inexorable evolución social, otra civilización abatida por su propio orgullo y codicia. Las historias sobre el futuro rara vez hacían del cambio climático un tema central y no un trasfondo (que cada vez se da más por sentado) de otros elementos de la trama. En cualquier caso, a los autores les resultaba difícil encajar el cambio climático, un tema inevitablemente centrado en acontecimientos extraordinarios del futuro, en una forma literaria que no se pareciera a la ciencia ficción, un género que mucha gente evitaba. No obstante, la sospecha de que el calentamiento global podría destruir toda nuestra civilización se fue extendiendo en la conciencia pública, especialmente entre los grupos ya inclinados a preocuparse por los daños medioambientales.