El mármol blanco ha sido la norma desde el Renacimiento, cuando las antigüedades clásicas empezaron a emerger de la tierra. La escultura del sacerdote troyano Laocoonte y sus dos hijos luchando con serpientes enviadas, según se dice, por el dios del mar Poseidón (descubierta en 1506 en Roma y ahora en los Museos Vaticanos) es uno de los mayores hallazgos tempranos. Los artistas del siglo XVI no conocían nada mejor y tomaron la piedra al pie de la letra. Miguel Ángel y otros emularon lo que creían que era la estética antigua, dejando la piedra de la mayoría de sus estatuas en su color natural. Así contribuyeron a allanar el camino al neoclasicismo, el estilo blanco como la azucena que hasta hoy sigue siendo nuestro paradigma del arte griego. A principios del siglo XIX, la excavación sistemática de antiguos yacimientos griegos y romanos estaba produciendo un gran número de estatuas, y había estudiosos a mano para documentar los rastros dispersos de sus superficies multicolores. Algunas de estas huellas siguen siendo visibles a simple vista incluso hoy en día, aunque gran parte del color restante se desvaneció, o desapareció por completo, una vez que las estatuas volvieron a exponerse a la luz y el aire. Parte del pigmento fue eliminado por restauradores cuyos actos, aunque bienintencionados, equivalían a vandalismo.