La libertad del espectador (su emancipación) se basa en la suposición intuitiva de que la gente lo sabe todo sobre las realidades del capitalismo global y, por tanto, no necesita que se las recuerden; el arte político o una política partidista del arte, para Rancière, es una especie de pleonasmo.8 Pero si Fried y Rancière reconocen las limitaciones del “efecto político” del arte, esta limitación se convierte, como en el caso de Greenberg, en un malentendido estructural de la finalidad y los horizontes críticos de la función política del arte, al permitir que la brecha ontológica entre el contenido político y el efecto político sustituya al valor político del arte como tal. Como resultado, esta posición puede definir legítimamente las limitaciones de los efectos políticos y la efectividad del arte, pero lo hace sin examinar lo que esta brecha permite hacer al arte políticamente. La cuestión clave, por tanto, es hasta qué punto la posición activista y sus críticos “pensativos” producen una reducción de lo político. Una vez que los efectos políticos del arte se basan en un modelo de inmediatez, instantaneidad o transparencia, naturalmente, no es de extrañar que el arte sea incapaz de cumplir con estos criterios en ningún sentido coherente, ya que todas y cada una de las obras de arte “llegan tarde” en algún sentido, es decir, llegan en contra de las demandas y requisitos de la acción directa, dado que estos requisitos y demandas necesariamente cambian y avanzan. Por supuesto, en determinadas circunstancias esta tardanza se rompe de hecho, reduciendo la brecha entre las disrupciones cognitivas de la obra de arte y su posible conexión con el proceso político. Lo vemos de forma más evidente en el momento revolucionario o prerrevolucionario, o durante un periodo de crisis estatal (como durante el mayo de 1968 en París o recientemente en los acontecimientos que precedieron, y siguieron, a las manifestaciones en la plaza Tahrir de El Cairo en 2012), en los que la obra de arte rápidamente concebida y distribuida responde a las demandas y contingencias de la acción directa, asumiendo un liderazgo ideológico -el cartel, el teatro callejero o el documental-. Pero, en general, esto es poco frecuente, ya que el arte, en estas condiciones, debe integrarse sin ambigüedades en el proceso político para hacer frente a la “situación” política. Por lo tanto, este estado de excepción no es la situación de la mayor parte del arte, la mayor parte del tiempo. Suponer lo contrario -como hacen voluntariamente algunos artistas activistas- es producir y reproducir los atajos cognitivos, las instrumentalidades y las ambiciones arrogantes que los críticos de la “eficacia política” del arte denuncian repetidamente. De hecho, sobre esta base, derivar la función política del arte enteramente de este estado de excepción -es decir, de un sentido de la crisis continua y crónica del capitalismo- es afirmar permanentemente que el tiempo de la obra de arte siempre se basa en el calor del tiempo revolucionario o del tiempo activista y que cualquier otro tiempo -el tiempo pensativo o el tiempo contemplativo, el tiempo de la visión a largo plazo- disminuye la relación activa entre la obra de arte y el proceso político. Por ello, el tiempo activista de la obra de arte está impulsado por la necesidad del artista de cumplir con las exigencias cotidianas del proceso político; de hecho, de encontrar un punto de identidad seguro con él, pues no hacerlo es fallar a las exigencias del propio proceso político. En consecuencia, el resultado de esto es que la relación del arte con la política no tiene interés en estar “fuera del tiempo”, ya que esto abandona al arte a lo que ninguna política del arte puede contemplar sin cortejar la “ineficacia”: el retraso temporal o la invisibilidad. Precisamente porque el arte es capaz de producir valores de uso extra-artísticos, debe actuar sobre estas posibilidades en todo momento, en el tiempo, y asumir un papel directamente transformador para sí mismo en la experiencia cotidiana.