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Bien Común

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Bien Comun

Este elemento es un complemento de los cursos y guías de Lawi. Ofrece hechos, comentarios y análisis sobre el bien común.

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Características del bien común

Según una concepción del bien común de la moral política, los miembros de una comunidad política mantienen una relación social entre sí. Esta relación no es tan íntima como la que existe entre los miembros de una familia o de una iglesia. Sin embargo, se trata de una relación social genuina, que requiere que los miembros no sólo actúen de cierta manera, sino que también den a los intereses de los demás un cierto estatus en su razonamiento práctico. Esta perspectiva básica hace que la mayoría de las concepciones del bien común compartan ciertas características.

El razonamiento práctico

La primera característica que comparten la mayoría de las concepciones es que describen un patrón de razonamiento práctico que se pretende realizar en los procesos de pensamiento reales de los miembros de una comunidad política. Una concepción del bien común no es sólo un criterio para la acción correcta, de manera que los ciudadanos satisfagan la concepción siempre que realicen la acción correcta, independientemente de sus razones subjetivas para hacerlo. El objetivo de una concepción del bien común es definir un patrón de razonamiento práctico, una forma de pensar y actuar que constituya la forma adecuada de preocupación mutua entre los miembros. Para satisfacer la concepción, las actividades de los miembros de la comunidad deben estar organizadas, en algún nivel, por procesos de pensamiento que encarnen el patrón correspondiente.

Un conjunto de servicios comunes

La mayoría de las concepciones del bien común identifican un conjunto de instalaciones que los ciudadanos tienen una obligación especial de mantener en virtud del hecho de que estas instalaciones sirven a ciertos intereses comunes. Las instalaciones en cuestión pueden ser parte del entorno natural (por ejemplo, la atmósfera, un acuífero de agua dulce, etc.) o artefactos humanos (por ejemplo, hospitales, escuelas, etc.). Pero las instalaciones más importantes en la literatura son las instituciones y prácticas sociales. Por ejemplo, existe un esquema de propiedad privada cuando los miembros de una comunidad se ajustan a unas normas que asignan a los individuos determinadas formas de autoridad sobre los objetos externos. La propiedad privada, como institución social, sirve a un interés común de los ciudadanos en poder afirmar el control privado sobre su entorno físico, por lo que muchas concepciones incluyen esta institución como parte del bien común.

Una clase de intereses comunes

Una concepción del bien común definirá una clase privilegiada de intereses abstractos. Se entiende que los ciudadanos tienen una obligación relacional de crear y mantener ciertas instalaciones porque estas instalaciones sirven a los intereses relevantes. Los intereses de la clase privilegiada son “comunes” en el sentido de que se entiende que todos los ciudadanos tienen estos intereses en un grado similar.

Los intereses son “abstractos” en el sentido de que pueden ser servidos por una variedad de instalaciones materiales, culturales o institucionales. Una gran variedad de intereses ocupan un lugar destacado en la literatura, entre los que se incluyen: el interés por participar en el modo de vida más digno (como señaló Aristóteles en su “Política”); el interés por la seguridad corporal y la propiedad (p. ej, Locke 1698; Rousseau 1762); el interés en vivir una vida privada responsable y laboriosa (Smith 1776); el interés en un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales (Rawls 1971 y 1993); el interés en una oportunidad justa para alcanzar las posiciones más atractivas en la sociedad (Rawls 1971); y el interés en la seguridad y el bienestar, donde estos intereses se entienden como necesidades socialmente reconocidas que están sujetas a una determinación política continua.

Una preocupación solidaria

La mayoría de las concepciones del bien común definen una forma de razonamiento práctico que se ajusta al modelo de solidaridad. Muchas relaciones sociales requieren una forma de solidaridad entre los que están en la relación. En este caso, la solidaridad consiste básicamente en que una persona dé a un determinado subconjunto de intereses de otra persona un estatus en su razonamiento que sea análogo al que da a sus propios intereses en su razonamiento (véase, por ejemplo, Aristóteles). Por ejemplo, si mi amigo necesita un lugar para dormir esta noche, la amistad requiere que le ofrezca mi sofá. Tengo que hacerlo porque la amistad requiere que razone sobre los acontecimientos que afectan a los intereses básicos de mi amigo como si estos acontecimientos afectaran a mis propios intereses básicos de forma similar. Una concepción del bien común suele exigir a los ciudadanos que mantengan ciertas instalaciones porque éstas sirven a ciertos intereses comunes. Así, cuando los ciudadanos razonan como exige la concepción, dan efectivamente a los intereses de sus conciudadanos un estatus en su razonamiento que es análogo al que dan a sus propios intereses en su razonamiento.

Un ejemplo hará que la idea sea más intuitiva. Según Rousseau, en su obra de 1762, una comunidad política debidamente ordenada es “una forma de asociación que defenderá y protegerá la persona y los bienes de cada asociado (véase qué es, su concepto jurídico; y también su definición como “associate” en derecho anglo-sajón, en inglés) con toda la fuerza común”. Los ciudadanos de esta comunidad están unidos por una forma solidaria de preocupación mutua que se centra (entre otras cosas) en sus intereses comunes de seguridad física y propiedad. Esta forma de preocupación mutua requiere que cada ciudadano responda a un ataque contra el cuerpo o la propiedad de un conciudadano como si fuera un ataque contra su propio cuerpo y propiedad. Cuando se extiende a todos los miembros, esta forma de preocupación mutua requiere que toda la comunidad responda a un ataque contra cualquier miembro individual como si fuera un ataque contra todos los miembros. En este sentido, “toda la fuerza común” está detrás de la seguridad física y la propiedad de cada persona. O, como dice Rousseau a veces en esa obra de 1762, “no se puede herir a uno de los miembros sin atacar al cuerpo, y menos aún se puede herir al cuerpo sin que los miembros se vean afectados”.

Una preocupación no agregativa

Una característica estrechamente relacionada es que la mayoría de las concepciones del bien común no adoptan una visión agregativa de los intereses individuales. La visión agregativa trata la satisfacción de los intereses de los individuos como valores conmensurables, y dirige a los ciudadanos a maximizar la suma de estos valores. Dado que se centra en el conjunto, la visión agregativa puede exigir a los ciudadanos que impongan una condición debilitante a algunos de sus conciudadanos cuando esto generaría suficientes beneficios para otros.

La solidaridad descarta la visión agregativa. Partiendo de una visión adecuada de sus propios intereses, la solidaridad exige que cada ciudadano otorgue a determinados intereses de sus conciudadanos un estatus en su razonamiento similar al que otorga a sus propios intereses. Esta forma de pensar no permite que los ciudadanos abandonen los intereses de ninguno de sus conciudadanos en aras de las ganancias agregadas. Por ejemplo, la solidaridad no permitiría a los ciudadanos someter a algunos de sus conciudadanos a la esclavitud, incluso si esto pudiera producir beneficios sustanciales para otros, porque la esclavización implicaría que cada ciudadano no diera a los intereses de cada uno de sus compañeros esclavizados el estatus correcto en su razonamiento.

Datos verificados por: Brian

Bien Común: Consideraciones Generales y Perspectivas de la Doctrina Social de la Iglesia

Concepto y aclaraciones terminológicas

En su acepción social, es el bien que puede ser participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad humana.

Del bien común cabe hablar, ante todo, en dos sentidos: el «ontológico» y el propiamente «social».Entre las Líneas En su acepción ontológica, es el bien apto para ser participado por una pluralidad de seres, tanto si éstos poseen la índole de personas como si no la tienen.

Pormenores

Por el contrario, en su sentido propiamente social, el bien común es aquel del que todos los miembros de una sociedad o comunidad de personas pueden beneficiarse.

Dios es el bien común por antonomasia en el sentido ontológico, ya que de Él participan todos los entes, sean o no sean personas. Toda bondad creada es, en cuanto tal, una participación de la bondad infinita del Creador, aunque el modo en el que los seres personales participan de esa misma bondad es diferente del que corresponde a los seres impersonales. Dios es, por consiguiente, no ya solo el máximo bien común, sino por cierto el bien común de una manera absoluta, sin restricción o limitación de ningún tipo.

Pero aquí se va a estudiar únicamente el bien común en su sentido social, y, a su vez, tomando por Sociedad, tan solo, la que se compone de hombres. Y todavía hay que añadir que tampoco se trata de esa sociedad natural, pero imperfecta (en tanto que insuficiente), que se denomina la familia,, sino de la que excede el ámbito de ésta, siendo, no obstante, tan natural como ella. (Evidentemente, también se puede hablar del bien común de la familia; y, aun dentro de ésta, la prole constituye, a su manera, un cierto bien común de la sociedad conyugal, lo cual funda toda una serie de derechos y deberes, tanto en los padres como en los hijos).

Detalles

Por último, y en este mismo orden de consideraciones, es preciso aclarar que el bien común al que aquí nos referimos tiene su máxima proyección en la sociedad supranacional a la que todos los hombres pertenecen, independientemente de sus diversas razas, confesiones religiosas, organizaciones políticas, etc.; sin que ello signifique que puedan ni deban desatenderse las diferencias que de hecho se dan.

En general, el bien común es compatible con todos los pluralismos que no atenten, ni en la teoría ni en la práctica, a la dignidad de la persona humana. Hecha esta aclaración, importa ahora distinguir entre la «esencia» misma del bien común, por una parte, y, por otra, los «elementos» o «condiciones» de su realización. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). La esencia del bien común es la que ya ha quedado establecida al definir este bien como el que es apto para ser participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad o sociedad de personas humanas. Pero importa advertir que en esta definición esencial no puede entrar el hecho de que realmente todas esas personas participen en este mismo bien. Considerado en sí mismo, el bien común es común por ser, de suyo, «comunicable» a todas esas personas, no por hallarse efectivamente «comunicado» a todas ellas; de suerte que, aunque de hecho no lo esté, no por eso deja de ser en sí mismo un bien común, apto para beneficiar, distributiva o respectivamente, a todos los miembros de la sociedad. La conversión de esta aptitud esencial en una efectiva situación existencial que beneficia de hecho.a todos los elementos de que la sociedad se compone es una exigencia de la justicia concretamente, de la justicia social (véase, en esta enciclopedia jurídica, el término JUSTICIA), que tiene en el bien común su objeto inmediato y propio.

Tal exigencia resulta, pues, de dos cosas:

  • la comunicabilidad esencial del bien común, y
  • la necesidad ética de la virtud de la justicia, que obliga a respetar tanto los derechos como los deberes de los ciudadanos en relación a ese bien esencialmente comunicable.

Y si esos derechos y deberes son, a su vez, esencialmente idénticos para todos los ciudadanos, ello tiene por causa la identidad esencial de la naturaleza de las personas humanas: una naturaleza, por cierto, en la que los hombres comunican, o, lo que es igual, un bien común, que en esté caso no es solo comunicable, sino también efectivamente comunicado a todos los seres humanos. Claro está que no es la justicia humana la que ha causado esta esencial comunidad de naturaleza entre los hombres; pero también es cierto que ha de respetarla, para lo cual es, a su vez, preciso que respete asimismo los derechos y los deberes de todos los ciudadanos respecto del bien común que hemos llamado social.

Por otra parte, es indudable que el bien común no estriba en ninguno de los elementos que lo integran, ni tampoco en sus condiciones. Los elementos o partes del bien común no son su esencia completa; y las condiciones permanecen externas a esta esencia, aunque en la práctica resulten indispensables para que se dé la participación de todos los ciudadanos en el bien común. Tal participación no es el bien común mismo, sino una exigencia de la justicia, como antes se aclaró.

Puntualización

Sin embargo, en un sentido muy amplio, cabe llamar bien común a todas estas cosas. Es lo que ocurre en muchos documentos pontificios y en diversos tratados de Filosofía social cristiana. Por ej., Pío XII afirma que «el orden moral exige que el bien común, es decir, un modo de vida digno, seguro y pacífico para todas las clases del pueblo, sea mantenido como norma constante» (Alocución a la Acción Católica Italiana, 29 mayo 1945); y J. Messner dice que «el bien común es el auxilio prestado a los miembros de la sociedad, y a las sociedades menores que en ésta se integran, para la realización de sus tareas vitales esenciales, como consecuencia de su respectiva cooperación en las actividades sociales» (La cues tión social, Madrid 1960, 355). Tanto en el caso de Pío XII como en el de J. Messner y en tantos otros que igualmente podrían aducirse, se trata de elementos, exigencias o condiciones del bien común, pero no de este mismo bien, formalmente entendido.

▷ En este Día de 1 Mayo (1889): Fundación del Primero de Mayo
Tal día como hoy de 1889, el Primero de Mayo -tradicionalmente una celebración del retorno de la primavera, marcada por el baile en torno a un mayo- se celebró por primera vez como fiesta del trabajo, designada como tal por el Congreso Socialista Internacional. (Imagen de Wikimedia)

Otra distinción muy importante y que frecuentemente suele ser omitida es la que existe entre el bien común «especulativo» y el bien común «práctico». El primero lo constituye todo bien cuya forma de ser participado es la que formalmente consiste en conocerlo. Tal es el caso no solamente de Dios, sino. también de los valores científicos y estéticos, en todos los cuales se puede participar mediante el conocimiento (y naturalmente, con la respectiva fruición). Ninguno de estos valores se divide al ser comunicado, a diferencia de lo que acontece con los bienes de tipo material, para participar en los cuales los hombres tienen que distribuírselos o repartírselos.

Puntualización

Sin embargo, ese carácter indivisible del bien común especulativo se puede dar igualmente en alguno de los elementos del bien común práctico, como, por ej., la paz o la concordia de los ciudadanos entre sí. Por lo que toca a los bienes materiales, indispensables para el respectivo bienestar, hay que decir que, estrictamente hablando, no son un bien común, ni especulativo ni práctico, sino tan solo una condición de la paz (en cuanto estén justamente distribuidos) y de la posibilidad de participación en los más altos valores (en la medida en que el hombre necesita, para esa misma participación, tener resueltas sus necesidades materiales, al menos las más inexcusables y perentorias). Naturalmente, el bienestar material de todos los ciudadanos es un bien común práctico, en el sentido de algo «practicable», y resulta, además, exigible frente al exclusivo y excesivo beneficio de unos pocos hombres; pero no se confunde con los mismos bienes materiales que para 61 son precisos. El bienestar material de todos los ciudadanos es una situación compartida por éstos, mientras que los bienes materiales que tal situación exige son cosas que han de estar distribuidas para que pueda darse el necesario y respectivo consumo (véase, en esta enciclopedia jurídica, el término BIENESTAR).

Por último, hay que tener en cuenta que el bien común social, aunque difiere esencialmente (entre los creyentes) de Dios bien común absoluto y trascendente no deja, sin embargo, de relacionarse con É1. Y esto no solo porque de Dios dimanan, en resolución, todos los bienes, sino además porque el bien común social apunta en definitiva a Dios, dirigiendo hacia pl, en cierto modo, a la comunidad de las personas humanas. De esta suerte resulta que el bien común social, lejos de ser una entidad absoluta, enteramente bloqueada en sí misma, se encuentra, por el contrario, en relación con un doble mundo personal: por una parte, con el ser personal divino; y, por la otra, con las personas creadas que son los mismos. hombres. «El bien común inmanente observa, a este propósito, Santiago María Ramírez no es un bien encerrado y concluso en sí mismo, sino esencialmente abierto hacia el bien común transcendente, y esencialmente difundido y participado en los miembros de la sociedad» (Doctrina política de Santo Tomás, Madrid s. a., 3536). Tras estas aclaraciones, nos limitaremos, en todo lo que sigue, a un estudio formalmente «sociológico» del bien común, sin otras alusiones ontológicas que las que resulten más indispensables para la mejor comprensión de nuestro tema.

La estructura del bien común

Acerca del bien común se puede hacer toda una serie de afirmaciones parciales, cada una de las cuales, aisladamente tomada, expresa un contenido fragmentario, es decir, un simple aspecto o ingrediente de lo que constituye a dicho bien en su completa y unitaria realidad. Así, p. ej., es ciertamente legítimo afirmar que el bien común requiere la participación de todos los ciudadanos en los valores de la cultura; pero igualmente cabe decir otro tanto con relación al bienestar material, y tampoco, a su vez, es menos cierto que el bien común incluye la paz o la concordia de los ciudadanos entre sí.

A todos estos aspectos o elementos del bien común nos hemos referido anteriormente, para distinguirlos de la «esencia» de ese mismo bien, que no se agota en ninguno de ellos.Si, Pero: Pero ahora es preciso que los volvamos a considerar, no tanto para diferenciarlos de la esencia completa del bien común, cuanto para determinar la «estructura» de éste en una forma clara y rigurosa. El bien común incluye todos los elementos de que hemos venido hablando; y ello es verdad hasta el punto de que, si alguno falta, los restantes quedan amenazados por el desequilibrio consiguiente, de un modo análogo a lo que acontece en un organismo vivo si se le quita una de sus partes principales o si alguna de ellas no funciona con la conveniente corrección. Todo ello, en definitiva, significa que el bien común posee una verdadera «estructura», de suerte que los elementos que lo integran deben ser concebidos como partes de una unidad superior, que es la que de veras constituye el bien de la sociedad en cuanto tal.

Sin embargo, el hecho de que el bien común consista en una estructura o complexión no significa que todos sus elementos estén en el mismo plano. Así como en la sociedad hay jerarquía, sin que ello anule la igualdad esencial de todos los ciudadanos que la integran, también en el bien común existe efectivamente un orden de valores sin que ello quiera decir que no sean todos igualmente indispensables.

Los elementos básicos de la estructura del bien común pueden ser reducidos a tres: el bienestar material, la paz y los bienes o valores culturales. Cada uno de estos elementos tiene, a su vez, un buen número de aspectos y componentes, cuya totalidad sería prolijo e innecesario enumerar. Con todo, algunos de ellos, los de mayor significación, deben ser atendidos, siquiera sea brevemente.Si, Pero: Pero no será ocioso aclarar que el eje, digámoslo así, del bien común lo constituye el segundo de los elementos mencionados, es decir, la paz.Entre las Líneas En la paz, efectivamente, se realiza lo más específico y propio del bien de la sociedad en cuanto tal, o sea, como comunidad o solidaria unidad moral entre los hombres. Sin paz, la sociedad sería más aparente que efectiva, pues su unidad moral estaría internamente desgarrada.Si, Pero: Pero sobre el concepto de la paz y sus principales determinaciones en orden al bien común volveremos después. Por el momento nos ocuparemos, ante todo del bienestar material.

El bienestar material

Como anteriormente se observó, el bienestar material no se confunde con los mismos bienes materiales que le son necesarios. El bienestar material es, en su aspecto de elemento o factor del bien común, la satisfacción resultante de la participación de todos los ciudadanos en esos bienes. Esta idea no entraña ningún materialismo. Sencillamente, se limita a asumir la índole humana en su íntegra complejidad corpóreoanímica. Por otra parte, lo que se denomina el bienestar material, más que sér material. en sí mismo, lo es en razón de los instrumentos o medios exteriores indispensables para llegar a alcanzarlo; y todavía hay que añadir que la obligación de emplear esos medios para mantener una existencia humana decorosa representa, por su propio carácter de obligación, una exigencia connotativa del espíritu, ya que los seres meramente materiales no tienen obligación de ningún tipo.

Ahora bien; si aquí nos ocupamos del bienestar material, es solamente en función del bien común, o sea, por representar un valor que ha de integrarse en el bien de la sociedad, que es a su vez un bien del que deben participar todos los miembros de ella.

Una Conclusión

Por consiguiente, lo que en último término se comporta en el bienestar material como un cierto elemento indispensable del bien común no son los simples medios o recursos de que la sociedad dispone, sino la conveniente y debida participación de todos los ciudadanos en ellos. Sin duda alguna, la prueba más clara de que el bienestar material se integra en el bien común como en una estructura superior donde las partes se requieren mutuamente, está en las complicaciones que de un modo inmediato surgen en este punto.

En torno a la noción del bienestar material aparece, en efecto, una constelación de relaciones que impiden considerarlo de una manera aislada e independiente. Así, por ej., el bienestar material se nos presenta como indispensable no solamente por la obvia razón de su necesidad instintiva o biológica, sino también en función de su positiva utilidad para el ejercicio de la virtud. Cierto que este segundo carácter viene, a su vez, condicionado por el primero, pero ello mismo es una prueba más de la compleja interrelación que señalamos. Tal es la causa de que la propia Iglesia, cuya misión se define esencialmente por la índole espiritual de sus objetivos, no pueda, sin embargó, menospreciar la importancia de los bienes materiales, y de su justa distribución, en el orden social de la convivencia. «Como quiera que el bien social señala León XIII debe ser tal que los hombres se hagan mejores al participar en él, es verdaderamente en la virtud donde se le debe hacer consistir, antes que en cualquier otra cosa.Si, Pero: Pero también corresponde a una sociedad bien constituida el facilitar los bienes corporales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (enc. Rerum Novarum, n° 25).

Junto al hecho, por así decirlo, «general», de que los bienes externos y corpóreos son necesarios para la práctica de la virtud, hay además otra importante conexión: la que se da entre el bienestar material de los ciudadanos y ese elemento del bien común que es la paz o concordia en que este bien esencialmente estriba. Para percatarse de ello conviene tener en cuenta, una vez más, la distinción entre el bienestar material y los propios bienes materiales. La paz no depende únicamente de la abundancia de estos bienes. Por muy grande que sea la cantidad de los mismos, no cabe hablar de bienestar material ni, por tanto, de paz si no existe a la vez una justa distribución. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto de justicia). Desde la perspectiva superior que el bien común representa, el bienestar material y la justa distribución de los bienes se implican mutuamente, aunque las nociones respectivas sean de suyo distintas.

La paz

Pasemos ahora a examinar la paz, directamente, en su carácter de elemento integrante del bien común. Es claro que no se trata aquí de la paz en su dimensión propiamente individual, sino en su aspecto formalmente civil. Tomándola de este modo, S. Agustín la define (De civit., 19,15) como la «tranquilidad del orden» y la «ordenada concordia». Estas dos fórmulas son mutuamente equivalentes, y es esencial en ellas el concepto de orden, según hace ver S. Tomás, al comentar la definición agustiniana: S. Agustín habla aquí de la paz entre los hombres y la llama concordia, mas no cualquier concordia, sino la ordenada, precisamente por el hecho de que un hombre concuerda con otro según algo que a ambos conviene; porque si un hombre concuerda con otro, no por espontánea voluntad, sino coaccionado por el temor de algún mal inminente, tal concordia no es verdaderamente paz, porque en ella no se conserva el orden de ambos concordantes, sino que se le perturba por el temor que alguien produce (S. Tomás, Sum. Th., 22 q29 a3 adl).

La verdadera paz no es el consenso impuesto por el temor, sino la que resulta de la voluntad espontánea de los hombres. Tal es, en suma, el sentido de la referencia al «orden», que hacen aquí S. Agustín y S. Tomás; al menos, de una manera inmediata. Naturalmente, esto expresa un ideal que no excluye en la práctica el uso de la fuerza cuando ésta es indispensable para el bien común. Desde el punto de vista de las exigencias dé este bien, la coacción pertenece a la potestad del gobernante, como custodio que es de la justicia en el seno de la sociedad. «La potestad pública dice S. Tomás confiere a los gobernantes la índole de custodios de la justicia; y, por lo mismo, solo. en función de ésta pueden usar de la violencia y la coacción» (22 q66 a8). De todo ello se desprende, por tanto, que la verdadera paz, la que conserva el orden conveniente a los hombres, implica la justicia; y, para expresarlo en términos de bien común, será preciso añadir que la justicia que dicha paz implica es la justicia social (véase más detalles en esta plataforma online), cuyo objeto, en efecto, es ese bien.

A este propósito, y tras haberse concretamente referido a la necesidad de una justa y equitativa distribución de los bienes, advierte Pío XI: «Todo esto, no solo insinuado, sino clara y abiertamente proclamado por nuestro predecesor, Nos lo inculcamos más y más en esta nueva Encíclica, porque si no se pone empeño en llevarlo virilmente y sin demora a su realización, nadie podrá abrigar la convicción de que pueda defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores de la revolución» (Quadragesimo Anno, n° 62).

El mantenimiento de la paz es algo tan necesario al bien común que ello explica, aunque en realidad no justifica, las exageraciones de los partidarios a ultranza del orden público. La divulgada frase, atribuida a Goethe, de que es preferible la injusticia al desorden, expresa de una manera gráfica, y como en esquema, el sentido de esas exageraciones.Entre las Líneas En rigor, sin embargo, hay que decir que la frase sería interna y objetivamente contradictoria, si la injusticia a la que se refiere es la que va en detrimento del bien común, ya que en tal caso no existe un verdadero orden. Cosa distinta es que tan solo se trate de injusticias parciales y ocasionales, evidentemente explicables por la imperfección de la naturaleza humana, pero que no dejan de ser un desorden, asimismo parcial y ocasional, al que cuanto antes conviene poner remedio. De lo contrario, y tomada al pie de la letra, la «preferibilidad» de la injusticia constituiría una perversión moral y una defensa hipócrita de intereses privados ilegítimos.

Por lo demás, es también evidente que la paz resulta indispensable para que se dé una efectiva participación de todos los ciudadanos en los valores más altos de la vida, que son los de la cultura. Si el bienestar material condiciona la paz y, a su vez, depende también de ella, otro tanto cabe igualmente decir en lo que atañe al modo en que se relacionan entre sí la misma paz y la participación en los valores culturales, siempre que en éstos se integren los de carácter ético y espiritual. No cabe duda de que los valores culturales de significación estrictamente «técnica» contribuyen al bienestar material y, a través de éste, a la paz; pero ellos solos no bastan. Y, a la inversa, la paz no solo facilita la participación de los ciudadanos en los valores culturales de la técnica, sino que también hace posible el acceso a los más altos valores de la cultura.

Los bienes o valores culturales

Finalmente, este tercer elemento del bien común la participación en los valores culturales que, desde luego, no es el más perentorio, tiene, en cambio, carácter de fin respecto de los elementos anteriores. La aceptación de esta tesis es la consecuencia natural de una antropología realista que, si comienza por admitir íntegramente la necesidad y hasta la «prioridad de urgencia» del bienestar material para los hombres, no puede, sin embargo, desentenderse de la «prioridad de importancia o dignidad» de los valores espirituales. Porque el realismo de la idea del hombre no consiste tan solo en admitir la dualidad de la materia y el espíritu en la índole humana, sino también en reconocer la jerarquía axiológica el orden de valores de estas dos dimensiones de nuestro ser. Ciertamente, tampoco sería realista, sino utópica (idealista, irreal; el término procede del libro “Utopía” de Sir Thomas More, que imagina una sociedad perfecta pero inalcanzable) y, sobre todo, deforme una antropología que identificase la objetiva «prioridad de dignidad» de los valores espirituales con una efectiva «prioridad de urgencia» de los mismos; pero no sería menos deforme la concepción que tomase la mayor urgencia de los valores materiales como expresiva de una importancia mayor.

Más que como una tesis expresamente formulada y mantenida, esa segunda deformación posee, de hecho, una vigencia práctica, que se explica, a su vez, por la mayor intensidad de apremio de las necesidades de índole material, y por la superior facilidad con que se advierte el valor de los bienes respectivos cuando se echan en falta y, sobre todo, cuando se carece de la formación precisa para hacerse cargo de los otros. Hay un ejemplo que ilustra esta situación de una manera elocuente. La justa distribución de los bienes de índole material es, en tanto que justa, un valor formalmente moral, y es verdad que de hecho se invoca a la justicia para oponerse al acaparamiento de esos bienes por unos pocos hombres; pero, ¿es cierto que cuando se habla de dicha distribución se está pensando en el perfeccionamiento moral que llevaría consigo, para los ciudadanos, la práctica de la justicia que se invoca, o más bien lo que importa es el bienestar material que de ello resultaría? La pregunta carecería de sentido si se tratara tan solo de una cuestión bizantina, ya que es innegable que, en la realidad, la estructura del bien común exige ambas dimensiones, siendo, por tanto, artificioso separarlas.Si, Pero: Pero lo que no carece de sentido, ni se puede tachar de artificioso, es precisamente el reconocimiento de una objetiva jerarquía de dignidad, en cuyo seno el bienestar material y todas las condiciones que éste pide, se comportan, sin mengua de su intrínseco valor, como instrumentos o medios para la participación de los ciudadanos en los bienes o valores culturales.

Por lo mismo, conviene aclarar también que no se gana nada, en lo que atañe al verdadero fondo de la cuestión, cuando se apela al hecho de que los propios bienes culturales son fecundos y útiles para el incremento del bienestar material; pues aunque esto expresa algo muy cierto, e incluso llega a justificar ciertas inversiones “relativas del orden de la urgencia, no hay que cifrar en ello el verdadero sentido de los bienes culturales, ni en lo que toca a la vida del individuo, ni en lo que concierne al bien de la sociedad. Como una confirmación, y al mismo tiempo un resumen, de todas estas ideas sobre el estrato superior del bien común, pueden servir las siguientes palabras de Pío XII: «Si es cierto que hay que cuidar de que las clases trabajadoras sean solidarias y beneficiarias del desarrollo económico, con mucha mayor razón hay que preocuparse de orientar esa creciente capacidad de producción hacia una participación del mayor número posible de hombres en los bienes culturales y en las riquezas espirituales y morales de la humanidad (…) No debe permitirse que la expansión económica lleve a la humanidad fuera de la justa y recta medida de su existencia. Una producción desordenada en sus fines no serviría al hombre: no lo respetaría» (Carta a Carlos Flory, 10 jul. 1956). Un análisis sumario de este texto nos hace ver en él dos puntos fundamentales:

  • la superioridad, desde el punto de vista del respeto a los verdaderos intereses humanos, de los bienes de la cultura y del espíritu sobre los de carácter material;
  • la subordinación consiguiente de éstos a aquéllos.

La idea de una «producción desordenada» expresa, en una forma negativa, la objetiva «primacía de dignidad» de que venimos hablando y que no tiene una significación meramente teórica, puesto que lleva consigo la exigencia práctica de subordinar la expansión de la economía a la participación del mayor número posible de ciudadanos en los valores de la cultura y del espíritu.

Juan XXIII afirma la utilidad de la técnica, la economía y las ciencias (estas últimas, como veremos por el contexto, tomadas en su aplicación al bienestar) para niveles más altos del bien común, pero advierte, a la vez, que de ningún modo constituyen los valores supremos: «Con profundo dolor observamos el número, no pequeñb, de hombres pertenecientes a naciones económicamente desarrolladas, para quienes nada importa la justa jerarquía de los valores, es decir, que desconocen abiertamente los bienes del espíritu o los olvidan por completo, cuando no los niegan en absoluto, mientras que al mismo tiempo buscan ardientemente el progreso científico, técnico y económico, y dan tal valor a los bienes exteriores, que de ordinario los consideran como el supremo bien de su vida. De lo cual se sigue que no carece de ocultos peligros la misma ayuda prestada por los países más desarrollados a los más atrasados, cuyos ciudadanos, en su mayor parte, aún conservan viva, gracias a una tradición secular, la conciencia de los principales valores morales y los reflejan en su conducta» (enc. Mater et Magistra, n° 1751-76).

Basado en la experiencia de varios autores, mis opiniones y recomendaciones se expresarán a continuación (o en otros lugares de esta plataforma, respecto a las características en 2024 o antes, y el futuro de esta cuestión):

Por lo que toca al tratamiento expreso de los valores sobrenaturales y a la consiguiente postura de la Iglesia en nombre del bien común puede bastar este pasaje de Pío X: «Cualquiera que sea su conducta, incluso en el orden de las cosas temporales, el cristiano no tiene el derecho de poner los intereses sobrenaturales en un segundo rango; antes, por el contrario, las normas de la doctrina cristiana le obligan a dirigirlo todo hacia el soberano bien como hacia el fin último. Todas sus acciones, en tanto que moralmente buenas o malas, es decir, acordes o desacordes con el derecho natural y divino, caen bajo el juicio y la jurisdicción de la Iglesia» (Singular¡ quadam, 24 sept. 1912, AAS 4, 1912, 658).

Bien común y bien particular

El bien común es, por su misma esencia, un bien en el que pueden y deben participar todos los ciudadanos. No se trata de nada que en sí mismo se ordene únicamente al beneficio de una simple parte, por grande que ésta sea, de la sociedad. El bien común es el bien de «la» sociedad precisamente porque aprovecha y beneficia a todos y cada uno de los miembros de que ésta se compone.

Pormenores

Por el contrario, lo que beneficia a un solo hombre, o a un grupo o conjunto de hombres que no son todos los que en la sociedad se integran, es meramente un bien particular, aun en el caso de que este bien sea lícito moralmente hablando. La diferencia entre el bien común y el bien particular no es, por tanto, la que puede establecerse sobre la base de la distinción entre la «mayoría» y la «minoría» de los ciudadanos, ni tiene nada que vercon el resultado de una consulta al pueblo. No es que por sí propio el bien común excluya la posibilidad de esta consulta cuando se trate de una materia opinable, sino que no es opinable el mismo bien común esencialmente considerado en tanto que bien común; lo cual quiere decir, sencillamente, que, para ser común, este bien ha de poder beneficiar a todos los ciudadanos, aunque la mayoría de ellos pretendiesen excluir de,ese beneficio a una pequeña parte de la sociedad.Entre las Líneas En suma: el bien común es esencialmente diferente de toda clase de bienes particulares. Tal es la causa de que tampoco pueda reducirse a la simple suma o. colección de los bienes particulares existentes en el conjunto de la sociedad. Ante todo, es menester advertir que cada uno de estos bienes particulares tiene su propio dueño.

Una Conclusión

Por consiguiente, el conjunto que forman no es realmente común a las personas que integran la sociedad, sino algo realmente fragmentado en tantas partes como personas haya.Entre las Líneas En segundo lugar, la suma o colección de los bienes particulares que en la ‘sociedad existen no tiene nada que ver con que los poseedores de estos bienes sean tantos como los miembros de que la sociedad se compone, o se limite a la mayoría de ellos, o no pase, tal vez, de una minoría. Desde el punto de vista del mero resultado matemático, el «total» es el mismo en lbs tres casos y resulta completamente ajeno a la justa distribución de las riquezas.

Pormenores

Por el contrario, el bien común exige, por ser bien «para todos», que no haya perjuicio para nadie.

Coincidiendo con Aristóteles, S. Tomás afirma que «el bien común civil y el bien particular de una persona no difieren tan solo según la cantidad, sino según una diferencia formal, porque la índole del bien común es diferente de la del bien particular, de la misma manera que la índole del todo es diferente de la de la parte» (22 q58 a7 ad2). Para entender esta afirmación en su contexto hay que tener en cuenta que es la respuesta a una dificultad según la cual no existiría diferencia específica entre la «justicia legal», que es la que tiene por objeto el bien común, y la justicia particular, que tiene, en cambio, al bien particular como su objeto propio e inmediato. Lo que puede dar pie a la negación de la diferencia específica entre la justicia legal y la particular es que la distinción entre lo poco y lo mucho (o si se prefiere, entre la unidad y la pluralidad como tales) no pasa de ser meramente cuantitativa. Y a esto es a lo que S. Tomás responde sosteniendo que el bien común y el bien particular, además de diferir entre sí cuantitativamente («secunduin multum et paucum»), son también cualitativamente distintos («secundum formalem dif ferentiam»). Ser todo no es, simplemente, ser mayor que la parte, sino ser algo esencialmente distinto. La suma de las partes es algo que realmente el todo es, pero no es todo lo que éste es realmente, porque no tiene en cuenta que aquéllas se organizan en cada caso de una cierta manera, que en la realidad no es indistinta. Por eso hubo que llamar antes la atención sobre el hecho de que, si el bien común es considerado tan solo desde el punto de vista del mero resultado matemático, la justa distribución de las riquezas sería completamente irrelevante.Si, Pero: Pero si, en cambio, no nos limitamos a ese punto de vista, la justa distribución de las riquezas se nos aparece como un factor decisivo para el bien común, en la medida en que esa distribución condiciona la paz, que es un elemento imprescindible de la estructura propia de dicho bien Y hasta hay que añadir que la justa distribución de las riquezas tiende a aumentar el número de éstas, por resultar un factor estimulante del incremento de la producción.

Pero el bien común, aunque específicamente distinto del bien particular, no excluye a éste, de la misma manera que el todo tampoco excluye a la parte. El bien tiene carácter de fin; y así como el fin común de los seres humanos que conviven permite la existencia de los respectivos fines particulares de cada uno de ellos, siempre que éstos se adapten y se sometan a él, también los bienes particulares son armonizables y compatibles con el bien común, bajo la correspondiente condición de que, en efecto, le estén subordinados. Todavía más: el bien común no solamente no excluye al bien particular, sino que además exige que cada ‘ciudadano tenga el suyo. Esto resulta fácil de entender cuando se piensa en una situación en la que nadie pudiese disponer privadamente de ninguna clase de bien propio. Tal situación sería, indudablemente, un mal común, es decir, un efectivo y verdadero mal de todos, incluyendo a la autoridad, que habría de cargar con el deber de suministrar en cada momento a cada ciudadano los medios necesarios para satisfacer las necesidades respectivas. Esto nos hace ver que lo verdaderamente bueno para todos es que cada uno pueda disponer personalmente de un cierto bien privado. Y justamente por su carácter universal, esta última afirmación lleva consigo una condición ineludible de su posibilidad misma, a saber, que cada cual respete los derechos que tienen los demás, de tal manera que, si no lo hace, sea convenientemente sancionado. La necesidad de esta sanción es, por tanto, una exigencia del propio bien común, en la medida en que éste mismo exige, para mantener la justicia, que quien posee un bien particular con detrimento de los demás ciudadanos, reciba su merecido.Si, Pero: Pero ello, en vez de querer decir que todos los miembros de la sociedad tengan que carecer de bienes partículares, significa justamente lo contrario: que todos deben tenerlos, y concretamente de tal modo que a nadie se le consienta perjudicar a nadie.

La exacta comprensión del bien común no puede ser meramente negativa. Cierto que este bien lleva consigo algunas limitaciones, que son las mismas que la convivencia implica.

Puntualización

Sin embargo, esencialmente hablando, el bien común debe ser concebido de un modo positivo, ya que se trata de un bien y no de un mal. Situándonos en esta perspectiva se nos hace patente la verdad deque, para cada uno de los hombres, es un bien el poder disponer personalmente de los medios precisos para mantener y hacer su vida, no solo en lo que concierne a las necesidades materiales, sino también en lo que se refiere a su índole o naturaleza de personas.

Finalmente, conviene examinar la relación jerárquica entre el bien particular y el bien común. A este propósito, S. Tomás, recogiendo igualmente en este punto las ideas de Aristóteles, atribuye al bien común la primacía, con la única salvedad de que la comparación sea establecida dentro de un mismo plano de bienes. «Si un mismo bien puede valer para un solo hombre o para toda la sociedad, evidentemente es mucho mejor y más perfecto decidirse por lo que es bueno para ésta que por lo que lo es para aquél. No cabe duda de que el amor que debe existir entre los hombres autoriza a procurar también lo que es bueno para uno solo.Si, Pero: Pero es mucho mejor y más divino que se actúe en beneficio de todos (…) Y ello es más divino en el sentido de que significa una mayor semejanza con Dios, que es la última causa de todos los bienes» (In Ethicor., lib. 1, lect. 2, n. 3). La misma tesis viene a formularse de un modo cómpendioso en el siguiente texto: «El bien de la sociedad es mayor que el de una parte de ella, aunque es menor que el bien extrínseco al que se ordena la sociedad» (22 q39 a2 ad2). Así, pues, las tergiversaciones resultan, en definitiva, dentro de esta materia, de no tener en cuenta que el bien de la sociedad como sociedad es superior al de cualquiera de sus partes precisamente en tanto que son partes.

La primacía del bien común y la dignidad de la persona humana

Uno de los aspectos de la problemática del bien común que de hecho han sido tratados con la más perniciosa ambigüedad es el de la primacía de este bien, y ello en virtud de su aparente antagonismo con el principio de la dignidad de la persona humana. En nombre de esta misma dignidad se relativiza con frecuencia, cuando no es que en absoluto se la niega, la regla de la primacía del bien común, indispensable para el recto orden de la convivencia. Todo viene, en definitiva, de un equívoco, sin cuya aclaración son lógicamente inevitables otras ambigüedades secundarias. Ese equívoco primario y radical es el que estriba en creer que la primacía del bien común es ‘tanto como la superioridad de este bien sobre la dignidad de la persona humana. Y, para ser completos, hay que advertir, además, que es esa misma creencia la que está en la base del ataque de las diversas formas del «totalitarismo» a la dignidad personal de nuestro ser, al menos tal como esta dignidad es concebida en el pensamiento cristiano. Lo cual quiere decir que lo que en el fondo no se entiende por una y otra parte es que la primacía del bien común y la dignidad de la persona humana puedan ser mutuamente compatibles sin someterlas a ningún tipo de rectificación.

Todo el sentido de las consideraciones subsiguientes es que los dos principios en cuestión no solo son mutuamente compatibles en virtud de su esencia por tanto, sin necesidad de añadirles ni de quitarles nada, sino que además se exigen entre si, justamente también de una manera esencial. Para mostrarlo, comencemos por ver, que el bien común incluye y presupone el debido respeto a la dignidad de la persona humana. La cosa se hace patente cuando se advierte que esta dignidad no es en sí misma un bien particular, sino precisamente un bien común. La dignidad de la persona humana no es un bien poseído en exclusiva por un hombre determinado o por algún tipo determinado de hombres, sino al contrario, un bien que todos los hombres tienen, ni más ni menos que porque son personas.

Una Conclusión

Por consiguiente, el respeto a la dignidad de la persona humana es, en sí mismo y sin necesidad de ninguna otra cosa, respeto a un bien común, concretamente a un bien que de un modo esencial es poseído por todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil.

A la luz de estas consideraciones se pone de manifiesto que lo que la primacía del bien común significa ante todo, y en orden a la dignidad de la persona humana, es que por encima del respeto a la categoría particular de un hombre determinado o de un determinado grupo de hombres, está el respeto a la dignidad común a todos los seres humanos; de suerte que, en cualquier caso de conflicto, hay que posponer aquélla a ésta. Con ello, evidentemente, no se hace ninguna restricción a la norma de la dignidad de. la persona humana, sino que se le toma en toda la plenitud e integridad de su alcance. Es precisamente lo contrario lo que supondría una restricción de esa norma, puesto que la dignidad de que se trata es la que pertenece al hombre en general y no la que particularmente corresponda a éste o a aquél hombre.

Dicho de otra manera: la subordinación al bien común es, ante todo y esencialmente hablando, la única forma de respetar sin excepciones la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil. Pero entonces es claro que lo que se subordina al bien común no es la dignidad de la persona humana, sino, sencillamente, los bienes particulares.Entre las Líneas En el epígrafe anterior se ha señalado que el bien común no impone la negación de todo bien particular, sino tan solo la del bien particular que se le opone. Lo mismo se concluye si se parte de la dignidad de la persona humana. El respeto genérico o común a esta esencial dignidad solo exige excluir los bienes particulares que se oponen a ella, o sea, los que son lesivos de la justicia social (véase), a la que todos los hombres tienen igual derecho, precisamente porque, al ser todos personas, nadie está moralmente facultado para reducir a nadie a la condición de un simple instrumento o medio para su propio bien particular.

Análogamente, hay que observar aquí que la primacía del bien común no se opone tampoco al verdadero sentido del principio según el cual «la sociedad es para las personas y no las personas para la sociedad» (civitas propter cives, non cives propter civitatem). Para que tal oposición se diera sería preciso identificar a las personas con sus respectivos bienes particulares, confundiendo, por tanto, la dignidad de aquéllas con el valor de éstos, y asimismo haría falta que la ordenación de la sociedad a las personas fuese abusivamente concebida de un modo restrictivo, es decir, como una ordenación a determinadas personas y no a otras, ya que, de lo contrario, hay que admitir la subordinación al bien común o, lo que es lo mismo, la primacía de este bien.

Tras estas aclaraciones, solo queda por ver que la dignidad de la persona humana no solo no se deprime, sino que encuentra su mejor expresión ética en el deber de subordinarse mejor sería decir sobreelevarse al logro del bien común. A diferencia del animal, posee el hombre la capacidad de abrirse, cognoscitiva y volitivamente, a lo común, a lo que trasciende la concreción del individuo. Los meros animales solo apetecen su bien particular; no tienen luces para trascenderlo.Si, Pero: Pero el hombre se encuentra facultado para llegar a elevarse al bien común, y cuando se cierra a este bien y lo pospone al mero bien privado se animaliza voluntariamente y hace traición a su índole de persona. Para pensar lo contrario habría que suponer, en este orden de los valores éticos, que la dignidad de la persona humana consiste en el egoísmo.

En resolución, solo puede haber conflictos aparentes entre el bien común y la dignidad de la persona humana, o lo que es igual: para que los conflictos puedan darse, es imprescindible que se trate de un falso bien común o de una falsa dignidad del hombre.Entre las Líneas En este sentido se mueven las siguientes afirmaciones de Pío XII: «El verdadero bien común se determina y resume (…) por la naturaleza del hombre, con su armónico equilibrio de derechos personales y obligaciones sociales, y en idéntica medida por el fin de la sociedad, determinado también por esa misma naturaleza humana (…) Por lo que toca a los valores más altos, que solo la colectividad y no el individuo aislado puede realizar, también ellos son en definitiva queridos por el Creador para el hombre, para su pleno desarrollo natural y sobrenatural y para el acabamiento de su perfección» (Mit brennender Sorge, AAS 29, 1937, 160).

Bien Común en el Derecho Social

Desde tiempo atrás, en el país y América Latina se menciona poco la noción de bien común, como si fuese un concepto viejo o gastado. Al contrario, se utiliza promiscuamente la “modernidad” como alternativa al subdesarrollo, sin señalar que tras su fonema se esconden nuevas injusticias y nuevas postergaciones.

Bien Común: Desarrollo de la idea

Cuando Tomás de Aquino califica de legal a la justicia social supone que la ley se dirige al bien común y no al interés particular de nadie y mucho menos a las pretensiones de los gobernantes. De la identificación tomista cabe rescatar la unión entre justicia social y bien común, oportunamente recordada por Juan Pablo II a los trabajadores brasileños el 3 de julio de 1980: “El bien común será siempre el nuevo nombre de la justicia”.

La autonomía sectorial

Cabe a la autonomía sectorial orientar sus esfuerzos al logro de los elementos sociales, culturales, económicos y políticos que interesan a todos y cada uno de los hombres. Al encontrarse garantizada constitucionalmente, dentro del Proyecto social, adquiere no solo el sentido de acreedora del respeto de todos sino también el de deudora de todos; también sobre la autonomía en sus cuatro elementos (organización, negociación, participación en las decisiones, conducción del conflicto) pesa una “hipoteca social”: la de servir a la comunidad nacional e internacional.

La justicia social

La justicia social, orientada al bien común, exige, entre otros, los siguientes deberes: a) activar los programas surgidos del Proyecto social constitucional (mejorar las Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo, erradicar el empleo clandestino, elevar el nivel de empleo), b) estructurar el espacio de la Economía Social del Trabajo, para que las empresas de trabajadores puedan competir razonablemente, c) vigorizar la presencia estatal en el Mundo del Trabajo desechando doctrinas neo/liberales y vigorizando la protección constitucional, d) transformar la empresa en una comunidad de personas, e) incorporar los sectores sociales a la toma de macro/decisiones para democratizar y transformar los cuatro elementos del sistema (social, cultural, económico, político).

Deberes

Estos deberes cargan sobre el Estado, pero también sobre las personas, los empleadores, los trabajadores y sus organizaciones. Debe quedar claro que la economía está al servicio de los elementos sociales y culturales del bien común y que la política, más allá de ser el arte del poder, consiste en la búsqueda del bien común: por consiguiente, está regida por la justicia social. Como recordara Juan Pablo II a los trabajadores de Rosignano Silva el 19 de mayo de 1982: “Superando las rígidas delimitaciones de la justicia conmutativa, la justicia social trata de subordinar las cosas al hombre, los bienes individuales al bien común, el derecho de propiedad al derecho a la vida, eliminando todo tipo de existencia y de trabajo indignos de la persona humana. La economía y sus estructuras son válidas y aceptables únicamente cuando son humanas, hechas por y para el hombre. Y no pueden ser tales si socavan sistemáticamente su sentido de responsabilidad, si paralizan en ellos todo tipo de iniciativa particular, si, en resumen, no poseen sentido y lógica humana”.

Orden Económico

Interesan estas reflexiones sobre todo cuando arrecian los embates neo/liberales que pretenden un “orden económico fundante” como si todo lo demás —incluido el ser humano concreto— debiera estar subordinado a las razones económicas y, por consiguiente, a los dictados de las empresas transnacionales.Entre las Líneas En el I Congreso Americano Regional de Derecho del Trabajo (Buenos Aires, abril 1987) se afirmaron especies semejantes como si tales profesores se hubieran olvidado (?) que el Preámbulo de la Constitución de la O.I.T. reitera palabras de Isaías (cap. II, vs. 4) “sin justicia (social) no habrá paz”. [1]

Bien Comun: Introducción al Concepto Jurídico

De acuerdo con Eduardo Jorge Arnoletto:

Es un concepto que proviene del pensamiento político católico, desarrollado particularmente por la Escolástica, como elemento protagónico de su visión social, asentada en la solidaridad. Es el principio formador de la sociedad y el fin al cual esta debe tender en su dimensión natural-temporal. Se distingue del bien individual y del bien público, que es el bien de todos en tanto que conjunto social. El bien común es el bien de los individuos en tanto que miembros de una comunidad política, o sea el conjunto de los valores que los individuos necesitan pero que solo pueden buscar y lograr en forma conjunta, en una relación social regida por la concordia.

Más sobre el Significado Político de Bien Comun

La Ciencia Política moderna lo utiliza en una versión secularizada (que suele denominarse “interés general”) la cual alude a la constatación de que sin un mínimo de homogeneidad cultural y de consenso sobre los valores básicos y las reglas de juego de la convivencia, las sociedades se desintegran y dejan de cumplir su fin respecto de la satisfacción de las necesidades individuales y grupales.

En Filosofía

Traducción del término latino “bonum commune”, utilizado principalmente por Tomás de Aquino (véase la cita) para referirse a la orientación social o el objetivo de todo derecho. Sin embargo, el término procede de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, de Cicerón. Tanto Platón (en las Leyes escribe que la primera verdad, en efecto, difícil de discernir, es que el verdadero arte político debe ocuparse no del bien privado sino del bien común, pues el bien común refuerza los lazos de la ciudadanía, mientras que el bien privado los disuelve, y tanto el bien privado como el bien común triunfan cuando el segundo está firmemente asegurado frente al primero. Aristóteles subordina el bien privado al bien común y al bien público y ve en el bien común la característica definitoria del “buen gobierno” o la forma correcta de gobierno (véase el texto).

Así, Aristóteles, sobre las formas de gobierno, escribe en “Política”:

“Una vez precisadas estas cuestiones, hay que considerar a continuación cuántas y cuáles son las formas de gobierno, y en primer lugar las rectas, ya que después de definir éstas, resultarán claras también sus desviaciones. Puesto que régimen y gobierno significan lo mismo y gobierno es el elemento soberano de las ciudades, necesariamente será soberano o un individuo, o la minoría, o la mayoría; cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan en vista del interés común, esos regímenes serán necesariamente rectos, y aquellos en que se gobierne atendiendo al interés particular del uno, de los pocos o de la masa serán desviaciones; porque, o no se debe llamar ciudadanos a los miembros de una ciudad, o deben participar de sus ventajas.

De los gobiernos unipersonales, solemos llamar monarquía a la que mira al interés común; al gobierno de unos pocos, pero más de uno, aristocracia, sea porque gobiernan los mejores, o porque se propone lo mejor para la ciudad y para los que pertenecen a ella; y cuando es la masa la que gobierna en vista del interés común, el régimen recibe el nombre común a todas las formas de gobierno: república; y con razón, pues un individuo o unos pocos pueden distinguirse por su excelencia; pero un número mayor es difícil que descuelle en todas las cualidades; en cambio, puede poseer extremadamente la virtud guerrera, porque ésta se da en la masa. Por ello, en esta clase de régimen el poder supremo reside en el elemento defensor, y participan de él los que poseen las armas. Las desviaciones de los regímenes mencionados son: la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia, la democracia de la república. La tiranía es, efectivamente, una monarquía orientada hacia el interés del monarca, la oligarquía busca el de los ricos, y la democracia el interés de los pobres; pero ninguna de ellas busca el provecho de la comunidad.”

En la Edad Media

Los autores de la Edad Media también se referían a la utilidad pública, con una expresión tomada de la utilitas rei publicae de Cicerón. Entre líneas En todos estos casos, el “bien común”, el “bien público” o la “utilidad pública” no se identifican con la suma de los bienes particulares de los individuos, sino que siempre y en todos los casos el bien común de la sociedad es superior y a él debe subordinarse el bien particular de los individuos, y ambos se presentan en una especie de difícil equilibrio que un gobierno justo debe proponerse como meta y tarea.

El bien común, sin embargo, está en cierto sentido subordinado al bien de los individuos, ya que no puede existir sin el bien de éstos. No obstante, se puede afirmar que, en la configuración concreta de esta relación entre el bien común y el bien de los individuos entran en juego las circunstancias históricas del desarrollo de la cultura y la sociedad. Hasta la Edad Media, prevalecía una visión de la sociedad denominada holística, en la que el todo dominaba sobre las partes.

A partir de la filosofía moderna y, en concreto, del liberalismo político que se inicia con el empirismo (véase) inglés, se mantiene el concepto de bien común, pero ya se hace hincapié en los aspectos económicos basados en el derecho “natural” a la propiedad privada. Se prefiere entonces hablar de “interés general”, un término más ligado al contexto socioeconómico de la época que el de bien común, que tiene un contexto ético y metafísico más amplio. Los principios del cálculo utilitario son una forma concreta de encontrar una solución a la tensión entre el bien común y el bien privado. La creciente convicción desde los tiempos modernos de que los derechos humanos son inalienables e inviolables ha hecho que la idea del bien común -llámese libre competencia, bienestar público, prosperidad pública o interés público- ya no pueda defenderse hoy en día sin tener en cuenta ciertos derechos individuales de la persona, como la justicia y la libertad.

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Recursos

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Notas y Referencias

  1. Fuente: Información sobre Bien Común en la Enciclopedia Rialp
  2. Eduardo Giorlandini y Rodolfo Capon Filas, Diccionario de derecho social: derecho del trabajo y la seguridad social: relaciones colectivas profesionales, voz “Bien Común”, (autor de la voz: R. C. F.), Rubinzal-Culzoni Editores, Argentina, 1991. Los títulos son incluidos por el Proyecto Lawi

Véase También

Bien común en economía:

Economía política, Estado, Ciencia política, Doctrina social de la Iglesia, Filosofía del derecho, Filosofía política, Sociología política, Sociología del derecho, Sociología del cristianismo

Bibliografía

Foulquie, P., et Saint-Jean, R., Dictionnaire de la langue philosophique, Paris, Presses Universitaires de France, 1969; Hutchins, Robert Maynard, Editor, Great Books of The Western World, 2. The Great Ideas, I, Chicago, Encyclopaedia Britannica, 1952.
ARISTÓTELES, Ethica Nichom., lib. I, cap. 1; S. AGUSTIN, Confess., lib. III, cap. 8; fD, De Civit., lib. XIX, cap. 13; S. ToMÁs, In Ethicor., lib. I, lect. 2, n° 30; íD, Sum. Th. q29 a3 adl; q39 a2 ad2; q66 a8; LEóN XIII, Rerum novarum, 25, 234; Pío XI, Quadragesimo Anno, 62; Pío XII, Mit brennender Sorge, AAS 29; fD, Carta a Carlos Flory, 10 iul. 1956; JUAN XXIII, Mater et Magistra, no 157, 17576; COMISIÓN EPISCOPAL DE DOCTRINA Y ORIENTACIÓN SOCIAL, Breviario de Pastoral social, Madrid 1959, 1 par. a. 4; S. M. RAMÍREZ, La doctrina política de Santo Tomds, Madrid s. a.; J. Y. CALVEZ y J. PERRIN, Église et société économique, París 1959, 156169; R. GONZÁLEZ MORALEJO, Pensamiento pontificio sobre el bien común, Madrid s. a.; J. TODOLí, El bien común, Madrid 1951; A. MILLÁNPÜELLEs, Persona humana y justicia social, Madrid 1962, 4157; C. CARDONA, Metafísica del bien común, Madrid 1966.´

Algunas Voces relacionadas con Bien Comun en la Plataforma

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6 comentarios en «Bien Común»

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