Ni impulsada por un sólido sentido de (o incluso deseo de) legitimidad, ni un fanático del control con respecto a las posibilidades de comprensión, la literatura sobre este tema se atiene a los barrios más débiles del pensamiento, donde las cosas no siempre funcionan ni ofrecen la comodidad narcisista de aterrizar en la vecindad del sentido asegurado. Esta vez, para empezar a trabajar en el motivo del que algunos autores, y aquí se reproduce, consideran hijo perdedor, un irritante omnipresente en el mundo, se analiza la autoridad, un problema que ha atraído a refuerzos relativamente débiles y, en su mayor parte, sólo intervenciones tentativas. Sin embargo, el problema que tenemos ante nosotros ha preocupado al menos a dos generaciones fuertemente orientadas, cuya membresía ha intentado con mucho ahínco, y de manera vital, despreciar la autoridad, cuestionar la autoridad, mimetizarla, repelerla, usurparla, disminuirla, prestarla o mandarla. En la medida en que se han sentido comprometidas con el problema, las teorías políticas y sociológicas han considerado por turnos los parámetros y la profundidad del escurridizo control de la autoridad. Aunque los temas de la tiranía y la injusticia comparten algunos puntos en común con el de la autoridad, se intenta seguir una determinada trayectoria histórico-teórica y poner el énfasis de estas reflexiones en la autoridad. ¿Por qué este énfasis particular? Porque la autoridad es el más escurridizo de los términos que informan las relaciones humanas. La autoridad se desvanece a medida que se intenta precisarla. Así lo dicen Kojève y Arendt; así lo sostienen los romanos que instituyeron sus primeras formas como Auctoritas familiar. Los griegos, se dice, apenas la dominaban, pero presentaron, en las obras de Platón y luego de Aristóteles especialmente, algo que se aproxima a la comprensión moderna de lo que ahora se entiende por autoridad.