Barbados, la franja de tierra más oriental del mar Caribe, es una isla con forma de pera rodeada por una densa red de coral brillante. Al atravesar la isla, las colinas de suave pendiente dan paso a laberintos de campos de caña de azúcar. Las plantaciones que antaño controlaban el cultivo del azúcar fueron algunos de los primeros puestos de control colonial británico en toda América. Esa historia, que se remonta a la llegada de un barco inglés en 1625, no es tan lejana como puede parecer. Aunque Barbados obtuvo su independencia como monarquía constitucional en 1966, sólo el año pasado la nación rompió formalmente los lazos con Gran Bretaña, retirando a la reina Isabel II como su jefa de Estado y eligiendo en el proceso al primer presidente de la nación. Como en cualquier lugar poscolonial, las complejidades de la pasada ocupación son omnipresentes, aunque no del todo tangibles. Lo que está en juego al deshacerse de los lazos coloniales está bajo la superficie de casi todos los debates de la vida pública y política. Eso es cierto en las naciones de todo el Caribe, así como en los antiguos territorios de Estados Unidos, como Hawai. Sin embargo, Barbados es inusual incluso entre las naciones que fueron colonizadas por los británicos.