Los hombres, tras la promulgación del código napoleónico, conservan el poder de dar su nombre y sus bienes, pero las mujeres tratan de ejercer un poder limitado por derecho propio para rectificar las lesiones que los hombres les infligen en forma de promesas matrimoniales incumplidas, seducción basada en una situación de poder desigual o fraude, aunque esa ganancia es pequeña. A principios del siglo XX, los jueces podrían exigir alguna manutención de los hijos, pero el genitor masculino no tiene ninguna responsabilidad legal hacia el niño y ni el niño ni la madre tienen derecho a reclamar de él un nombre o una herencia.
Una compleja red de relaciones sociales y sexuales que involucran a la familia, la herencia y la propiedad estableció un sistema de derechos, obligaciones y deberes. En asuntos de familia, abogados, jueces, padres y madres construyeron relaciones sociales aceptables que constituyeron la base de la sociedad. Los jueces consideraban a las mujeres como úteros andantes, como portadoras de niños y madres; llegaron a considerar a los hombres «autores de un embarazo» como billeteras andantes, que proporcionan dinero para alimentos. Sin embargo, la paternidad y la filiación siguen siendo un derecho sagrado basado en la voluntad individual del hombre. Con el liberalismo del siglo XIX, las salas de audiencias eran lugares que construían los límites del comportamiento extrafamiliar a la vez que preservaban a la familia conyugal. Hombres, mujeres, abogados y magistrados desafiaron y empujaron los límites normativos de la organización social aceptable y las construcciones familiares.