Con el nombre de aclamación se entiende el clamor o manifestación vocal estentórea, a menudo formulada rítmicamente o en forma coral, con la cual una muchedumbre recalca la alabanza, el aplauso o el deseo de felicidad a una persona, o por el contrario, la desaprobación, el disgusto o sus exigencias sobre algo. La aclamación es un patrimonio de la humanidad de todos los tiempos, pues las colectividades humanas, antiguas o modernas han expresado espontánea e instintivamente, por este medio, su adhesión o su repulsa. De la aclamación originalmente espontánea e improvisada, se ha derivado hacia fórmulas aclamatorias consagradas por el uso y, en ocasiones, por el protocolo o la etiqueta. Los persas aclamaban a su rey en la ceremonia de la coronación. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). El pueblo de Israel hacía lo mismo, con expresiones que han llegado hasta nosotros, como «viva el rey», «viva el rey para siempre». El uso cristiano de la aclamación se extendió a otras manifestaciones de la vida eclesial, como la visita pastoral de los prelados y los concilios. Al comienzo y al fin de estas magnas asambleas, se aclamaba al Señor, al Emperador, a los paladines de la ortodoxia, al Papa: «ad multos annos», «Cirilo creyente fiel»; se condenaba a los herejes: «Cristo ha depuesto a Dióscoro»; se afirmaba la fe: «así lo creemos», «estamos con el papa León, así lo creemos», que se oyeron en el concilio de Calcedonia (451); las actas de otros concilios posteriores hasta el de Trento (sesión XXXV) hacen referencia a esta costumbre.