Derecho Como Facultad

Derecho como Facultad

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Luis de Molina, Suarez y otros

Se reproduce aquí parte de un artículo del autor publicado en “El Hispanico” (1954):

…en materia tan importante como es el concepto propio de derecho, que lo que los filósofos del derecho entienden hoy por tal, nada o muy  poco tiene que ver con lo que entendieron por derecho los pensadores  clásicos griegos, latinos y cristianos medioevales, que  fueron los que primigeniamente echaron las bases de ese complejo que llamamos ciencia occidental.

La tarea que nos proponemos es saber quién  fue el primer estudioso y la primera obra que consideró al derecho  como un poder del espíritu o del hombre, una facultad subjetiva  de poder hacer o no hacer todo lo que no perjudique al prójimo.

En efecto, desde comienzos de la modernidad, juristas y filósofos  creen ver que el derecho se distingue en objetivo (la ley, la  norma) y subjetivo (la facultad subjetiva). Y a este último, merced  al individualismo en el que fue cayendo la cultura occidental
durante los siglos XVII, XVII y XIX, se le consideró el concepto  propio de derecho y como raíz de otras acepciones derivadas.

Muchos legistas, tratadistas del derecho positivo, juristas y  abogados creen hoy que lo esencial en la noción de derecho es este  poder potencialmente actuante, esta facultad de exigir contra uno  (derecho personal) o contra todos (derecho real, erga omnes) una  acción o abstención. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). «Definir al derecho como una facultad moral de la voluntad y asignarle como fin la libertad es hacer del querer humano y de la libertad la regla de la moralidad», dice  Louis Lachance.

Fue en el fondo, decimos nosotros, dejar librado  al querer individual el orden jurídico humano, cuando no al capricho del más fuerte social, castrense o económicamente. Se afirmó  así innecesariamente una identificación equívoca entre derecho  y voluntad. El hombre, además, goza de un poder de dominio físico y moral sobre su cuerpo y sus facultades y ello no es  derecho, aunque parezca, según el concepto impugnado. De donde  la facultad de marras no puede resultar más equívoca. Asimismo, consecuencia de esta concepción voluntarista e individualista
del derecho, es creer que no hay justicia distributiva en Dios y tantas otras igualmente lastimosas por sus efectos sociales.

Decíamos que los estudiosos contemporáneos se han plegado, en su mayoría, a esta errada noción.

En la doctrina jurídica extranjera ha sucedido exactamente lo  mismo. Los grandes y más afamados juristas franceses han entendido con Planiol que: «Dans son sens fondamental, le mot  droit designe une faculté, reconnue a une personne par la loi, et
qui lui permet d’accomplir des actes determines.» Y medítese por un momento la influencia enormísima que en la doctrina universal han tenido los tratadistas franceses, comentadores del Código Napoleón, piedra angular de la codificación moderna.

«Todavía buscan los juristas una definición de su concepto del Derecho», decía Manuel Kant, frase  que confirma el estado de incertidumbre y a veces de charlatanismo  impreciso y original de la filosofía del derecho moderna.
Empero es digno de reconocer que a comienzos de este siglo la restauración idealista ius-filosófica marcó una saludable influencia contra el crudo positivismo materialista del anterior.Si, Pero: Pero esta circunstancia antinómica contribuyó, precisamente, a afirmar «a contrario» y exagerar el presunto poder moral del derecho.

Generalmente los investigadores europeos de la historia del derecho más agudos dieron en atribuir el origen de ese concepto al sutil Francisco Suárez. Más aún: muchos de ellos ni se cuestionan el génesis histórico de la noción de derecho como
facultad. Y otros, por ese deleznable y sectario desprecio a todo lo que es hispánico, ignoran la figura y obra de Suárez, dedicando largas páginas a precisiones jurídico-políticas sin mayor jerarquía científica y nada más que por ese prurito cerril de respetar todo lo surgido del ámbito cultural protestante.

En cambio, el docto Louis Lachance valora exageradamente la importancia y gravitación del pensamiento de Francisco Suárez, al atribuirle la creación de la idea del derecho como facultad. Así, dice: «Suárez, en su De legibus, después de dar
algunas explicaciones sobre el artículo en que Santo Tomás analiza la noción de derecho, toma la iniciativa de proponer otra definición cuya sustancia cree haberla encontrado en el libro primero de La libertad cristiana, de Driedo. Según la significación posterior y estricta del vocablo derecho, dice, es usual llamar propiamente derecho a cierta facultad moral que cada uno posee sobre su
haber o sobre lo que le es debido…». Y esta noción «estricta», «propia», completamente subjetiva, solo apoyada sobre algunos textos escritúrales equívocos y que se identifican con aquella otra de propiedad, debería difundirse e imponerse.

Pero si bien el canadiense Lachance le otorga a Suárez un papel importante en la innovación, no llega a meter el dedo en la llaga de la investigación histórica y tampoco se lo propone formalmente.

Mas antes de llegar a nuestro modesto descubrimiento, estrechemos una distinción. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). Hemos hablado del derecho como facultad y diferenciamos esta noción del derecho natural de la Escuela Iusnaturalista de los siglos XVII y XVIII de fundamentación protestante.

Para ésta, derecho natural es un ideal o bien algo que pertenece a cada sujeto personal por el hecho de ser hombre y antes de toda disposición positiva. Ambas concepciones subjetivistas en poco o nada se semejan ideológicamente al derecho-facultad, y es así como no se puede atribuir a la falsamente llamada «Escuela del Derecho Natural», representada por Hugo Grocio o Groot (1583-1645), Samuel Puffendorf (1632-1694), Wolf, Juan Oldendorp, Nicolás Hemming, Benedicto Winkler) y Godofredo Guillermo Leibniz (1646-1716), la gestación del derecho como facultad.

Para estos herejes iusfilósofos, para su escuela en general y para Grocio en particular, no solo «el derecho natural existiría aunque no existiera Dios»…, sino que derecho es «aquello que la recta razón demuestra conforme a la naturaleza sociable del hombre». Este concepto de derecho iusnaturalista es el que ha llegado hasta los profesores de nuestros días y el que triunfaría durante la Revolución Francesa en la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, consagrada por la Asamblea Constituyente, según uso de las comunidades heterodoxas y de la propia Constitución norteamericana.

Pero en la misma Declaración apunta ya otro concepto de derecho que reconoce otra influencia doctrinaria, otro génesis cultural; por lo que tendría razón el pensador francés Boutmy (en su producción Declaración de los derechos del hombre) cuando afirma que los conceptos vertidos en la Declaración son expresión del pensamiento
de Francia en la décimooctava centuria, sin necesidad de recurrir para explicarlos a la influencia americano-protestante.

La verdad en nuestro pensar está en la integración de ambas opiniones. Efectivamente, en el punto IV de la Declaración aparece ya el concepto de derecho moderno, cuyo autor hemos nosotros descubierto y que llegó a la Universidad de París y a todas las de Europa durante el siglo XVI cruzando los Pirineos.

Para dicho punto IV, el derecho no es ya algo que es anejo al hombre por ser hombre o por ser sociable, sino que es un poder de hacer o no hacer. Y así, reza: La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro (el punto II asevera que la libertad es el más importante derecho). De ahí que el ejercicio de los derechos
naturales del hombre no tenga más límites que los que aseguran a los otros miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos.

La idea del derecho como facultad, o como poder, surge del texto con plena evidencia. La Revolución francesa pagó así —ironía de la Historia— su tributo a la cultura renacentista española de cuna jesuítica, y este concepto individualista primó sobre el social de Grocio, creó la burguesía del siglo XIX y el liberalismo democratista en lo jurídico.

España en el Renacimiento

Y así estamos ya en condiciones de acercarnos al autor o creador de la idea del derecho como facultad.Si, Pero: Pero antes, dos palabras sobre el ambiente cultural en el que va a actuar nuestro personaje: España en el Renacimiento. Así es, y no es este lugar para discutir el tema cuando tanto y tan bueno se ha escrito sobre ello.

España tuvo su Renacimiento y lo vivió intensamente. Y más vehementemente que muchos otros países; pero su Renacimiento fue de distinto signo. Conservó inmaculado el dogma medioeval, y eso dio a los historiadores modernos la impresión de que la época de los Austrias fue para España un continuar el medioevo. Y bien
se sabe la importancia del dogma religioso para la vida de un pueblo.

Empero, desde la teología hasta las ciencias prácticas y el arte, pasando por la filosofía y la política, todo varió en la cultura hispánica del promediar el siglo XVI. Cierto es que los Domingo Soto, los Melchor Cano y los Juan de Santo Tomás y cientos de buenos tomistas defendieron la tradición escolástica y dominica;
pero no es menos cierto que la primacía de la efectividad y del éxito fue en definitiva de los reformadores jesuitas que, no obstante nacer en oposición al mundo moderno de la heterodoxia, vivieron la misma hora histórica de sus adversarios y fundaron a la postre la cultura moderna.

Luis de Molina

El autor de la distinción de razón entre esencia y existencia, con la que revolucionaría toda la metafísica tradicional, el «doctor eximio» Francisco Suárez,  consigna en el año 1612, como ya hemos dicho, la idea textual que «conforme a la última y estricta
significación del derecho, suele llamarse con propiedad derecho a cierta facultad moral, que cada uno tiene, acerca de lo suyo o lo debido a sí».

Pero no obstante esto, dicha opinión, que luego haría carne en todo el mundo, fue gestada por otro eminente hijo de San Ignacio, que la dio a la estampa en el año 1593 (edición príncipe de Cuenca), apareciendo asimismo ediciones sucesivas de su obra Los seis libros de la Justicia y el Derecho, donde se explica y consigna, en 1597, en la misma ciudad de Cuenca y luego en Venecia, Maguncia, Amberes, Lyón y Polonia, dándose diecisiete ediciones en los primeros cincuenta años.

En efecto, Luis de Molina enseña antes que nadie que «no conozco una manera más cómoda de definir (al derecho) que la siguiente: Es la facultad de hacer, obtener, insistir o, en general, actuar de cierto modo sobre alguna cosa, que si se contraviene sin causa legítima, se causa una injuria al investido de dicha facultad. Y toda la “disputación” primera del tratado segundo del tomo primero está dedicada a ahondar en el concepto del derecho como facultad, y explicando al pasar la distinción entre derechos subjetivos y objetivos, personales y reales. Así nació este invento moderno en el mundo ético-jurídico casi veinte años antes que Suárez lo repitiera en su De legibus.

La rápida y extensa difusión que cobró el concepto se explica fácilmente si se tienen presentes dos circunstancias, a saber: la primacía cultural de España en los siglos XVI y XVII, y la personalidad del autor de la tesis expuesta.

Sobre lo primero dígase sin ninguna duda que España era (entonces) en lo político, en lo científico y artístico la señora del orbe occidental.

Por otra parte, las ideas teológicas y filosóficas de Molina se discutían en las Universidades de París, Roma o Coimbra con el mismo o mayor calor que en Salamanca. Y hasta nos han llegado caricaturas de la contienda.

En efecto, al publicarse en 1588 la obra de don Luis de Molina, Concordancia del libre albedrío con los dones de la Gracia, toda Europa cristiana conocía sus ideas y a su autor. Se ventilaba nada menos que el debatidísimo tema de la Gracia suficiente para
llegar a la salvación. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto).

Pormenores

Las aulas universitarias, los colegios mayores de estudiantes y profesores, los conventos, las sedes episcopales y hasta el romano Colegio Cardenalicio se agitaron cuando frente a la tesis nueva de don Luis de Molina y de la escuela jesuítica se instaló el acutísimo pensamiento de… Domingo Báñez,… sabio confesor de Santa Teresa de Ávila, que acaudillaba en el tema a la escuela dominicana.

Hasta que el mismo… Paulo V puso fin a las discusiones el 28 de abril de 1607 inspirando a las congregaciones en pugna orden y silencio. «Roma locuta…»

Conocido sobradamente el «molinismo» en teología hasta nuestros días, no ocurrió lo mismo con las ideas jurídicas de Molina.

En su tiempo fueron ya aceptadas y se difundieron con la rapidez que permitía la comunión de las Universidades europeas, que recién comenzaba a sentirse resquebrajada por… la rebelión protestante.

No solo en cuanto a la creación de la noción conceptual del derecho
como facultad… Luis de Molina fue un espíritu revolucionario
que explícito con sentido moderno muchos otros conceptos. Más sobre el pensamiento jurídico de Luis de Molina aquí.

Los hispanoamericanos no tuvimos que esperar que a fines del siglo XIX los juristas napoleónicos nos enseñaran que el derecho era presuntivamente una facultad moral o poder subjetivo. Ya en épocas del Imperio español, en las primigenias aulas de las Universidades hispano-criollas resonaron las lecciones de Molina desde Nueva
España hasta Córdoba del Tucumán.

En efecto, a estar por los mejores estudios realizados sobre la materia, antes de la primacía cultural de las ideas cartesianas que comienza a fines del siglo XVIII, hubo, sin duda, un extenso período en el que primaron las tesis filosóficas de la escuela tomista y la jesuítica. Este lapso va desde el año 1500 hasta 1773.

Y de la mayor influencia de las doctrinas de Molina y Suárez sobre las de Santo Tomás nos dice la mayor gravitación de la Orden jesuítica sobre la dominicana en la fundación y posterior desarrollo de los institutos de enseñanza hispano-criollos. Respetando lo mucho realizado por las Ordenes franciscana y dominicana; empero quien conozca a fondo la historia hispanoamericana, no solo por haberla leído, sino de visu, puede afirmar que culturalmente Hispanoamérica fue creación de los jesuitas.

Ya en fecha de 1623 el Padre Juan de Frías Herrán comunicaba a Roma la existencia de partidos entre los estudiantes según se defendieran las tesis de Suárez o de Vázquez. Y el General de la Orden contesta en 20 de febrero de 1624: «Respondo que a ningún maestro ni estudiante se le ha de obligar que siga a este o a aquel doctor, sino que se le deje libertad para seguir y defender la doctrina de los Padres Molina, Suárez, Vázquez y Valencia, que son los autores que siguen nuestros Lectores y también los de otras religiones…”. Esto se pensaba en Roma y en América; y obsérvese que la lista va encabezada por el nombre de Luis de Molina, piedra angular de la sabiduría hispánica en el siglo XVII.

En pleno siglo XVIII, el Padre Rector de la Universidad cordobesa don Miguel López, S. J., propone al Claustro la demanda de si convenía o no admitir en la Universidad a los que hubiesen estudiado Filosofía en escuelas contrarias a la suarista. Y en Buenos
Aires, aunque había mucha oposición a las tesis de Molina y Suárez sobre la doctrina de la Gracia suficiente, «ni un solo doctor en Teología de cuantos había en Buenos Aires era tomista, sino suarista», según reza un documento de la época. La orientación que venimos comentando fue «el eje sobre el que giró toda
la máquina filosófico-jurídica de la Revolución de Mayo».

Así terminaríamos nuestra modestísima investigación, pero antes de ello quisiéramos apuntar una apreciación axiológica. Molina, con respecto a la noción misma de derecho, rompió con la tradición tomista y dio pie para que otros fundamentaran en su concepto el sistema jurídico individualista y voluntarista del liberalismo del
siglo XIX y, a veces, materialista del presente. Las concepciones ideológicas nacen como los aludes.Si, Pero: Pero en esto, como en el resto de los aportes de su pensamiento, es indudable que Luis de Molina vivió plena e intensamente su hora histórica con absoluta buena fe: la Historia… daba a luz la Modernidad.

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