La historia de la evolución profesional de los embalsamadores y directores de funerarias en la sociedad estadounidense es la historia del movimiento hacia la profesionalización. Una cosa es que un grupo profesional proclame su posición profesional en la comunidad y otra muy distinta es que el público reconozca esa pretensión. En todos los sentidos, los embalsamadores y directores de funerarias se califican formalmente como profesionales legítimos cuyo trabajo abarca toda la gama de atribuciones profesionales. El permiso formal para embalsamar a los muertos por parte de una autoridad política legalmente constituida se exigió por primera vez en 1894, momento en el que se expidió la primera licencia para embalsamar, a la que siguió poco después la autorización para los directores de funerarias. El trabajo tiene un significado especial para quienes lo realizan, según algunos estudios académicos producidos desde los años 70. En el caso de los embalsamadores y directores de funerarias, este hecho se complica por la naturaleza de su trabajo y por las contradicciones y dilemas inherentes al mismo. Los embalsamadores y directores de funerarias que son propietarios son cirujanos, consejeros, estrategas logísticos y empresarios, todo ello envuelto en una sola ocupación. Como profesionales autoproclamados, se supone que deben anteponer el bienestar de la comunidad y los intereses de sus clientes a sus propias preocupaciones, pero como propietarios deben dar prioridad a las necesidades fiduciarias de la funeraria como negocio. Además, están estigmatizados profesionalmente porque manipulan cadáveres, una actividad rechazada por el público en general, que la considera un trabajo tabú. Como terapeutas del duelo que asesoran a los afligidos, carecen de la formación formal más rigurosa que se exige a otros asesores, como psiquiatras, psicólogos o clérigos.