Este texto se ocupa de la función del Estado sobre el imperio de la ley y de los fallos de Estado como imperio de la ley, a pesar de la teoría tradicional en este ámbito. En la medida en que la democracia y el Estado de Derecho pueden apoyarse y reforzarse mutuamente, ambos son deseables y ampliamente compatibles. No obstante, el Estado de Derecho pide que alguna ley se enfrente, limite o incluso haga de contrapeso al poder, independientemente de sus formas, estructuras y de quienes lo ejerzan. En consecuencia, el Estado de Derecho está dotado, también, de una independencia conceptual con respecto a la democracia; se aplica y se enfrenta a cualquier forma de poder y de gobierno, y, a su vez, eventualmente adopta diferentes encarnaciones en diferentes tiempos y lugares. Dado que el Estado de Derecho se refiere al derecho per se, no necesito asumir ningún preentendimiento sobre su necesaria inherencia en el dominio del Estado, mientras que me inclinaré por considerarlo destinado, esencialmente, a contrastar con el monopolio de la ley y el poder. Se citan aquí ejemplos para confirmar que recurrir al Estado de Derecho en el entorno tradicional del Derecho Internacional puede generar dificultades no resueltas, por un lado, ya que apelar al Estado de Derecho en nombre de algún «monismo» universalista puede resultar unilateral y estrecho de miras. Por otro lado, confiar en el pedigrí democrático de los ordenamientos normativos (en cierta vena «dualista») podría no hacerlo mejor, especialmente cuando las circunstancias exigen la cuadratura del círculo al dar cabida a reivindicaciones normativas relacionadas con el ordenamiento jurídico estatal, los derechos fundamentales o el derecho internacional. No es de extrañar que en casos recientes presentados ante tribunales supranacionales, como el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, o nacionales, como el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, se hayan establecido diversas concepciones del Estado de Derecho con distintos contenidos y diferentes grados de amplitud y profundidad. Cuando los ordenamientos jurídicos se desarrollan hasta el punto de que sus relaciones entre sí florecen, entonces la construcción no dogmática de normas comunes de reconocimiento surge de la propia necesidad que produjo tales relaciones. El llamado carácter primitivo del derecho internacional, considerado (debido a una rápida subestimación de sus realidades por el propio Hart) incapaz de desarrollar normas secundarias adecuadas, puede, sin embargo, construirse a sí mismo precisamente elaborando los elementos básicos con los que ya están dotados los órdenes complejos. Aunque la cuestión no puede desarrollarse plenamente aquí, puede decirse con justicia que, a partir de tales premisas, los protagonistas del escenario del derecho internacional son los constructores de las normas internacionales de reconocimiento. Se ha señalado en este texto que este escenario no sólo tiene como protagonistas a los Estados. Sin embargo, se podría añadir que, a menos que los jueces estén destinados a bajar del cielo, la práctica del reconocimiento muestra una compleja interacción sociológica, en la que las contribuciones de todos esos protagonistas, a medio plazo, acaban revelando el verdadero estado de las cosas, ya sea concebido como basado en el poder, cargado de ética, pluralista, unilateral, etc.