La regulación es inevitablemente lenta. Debe cumplir con los requisitos del debido proceso: investigar, notificar, celebrar audiencias, estudiar el expediente, hacer conclusiones, emitir órdenes, permitir apelaciones. Todo esto lleva tiempo y retrasa la acción. En algunos casos, la demora puede ser perjudicial, como cuando permite que los beneficios aumenten muy por encima o caigan muy por debajo del rendimiento necesario para atraer nuevos capitales. En otros casos, puede ser útil, como cuando frena una espiral inflacionista de salarios y precios. Pero en este caso, el mérito de la regulación industrial no reside en su eficacia, sino en su ineficacia.
Los organismos reguladores tienden a orientarse hacia la industria, tratando de proteger a la industria regulada contra las tasas bajas y el deterioro de las ganancias. Esta orientación hace, también, que la regulación se vuelva una mentalidad. Cuando la eficacia de los controles del regulador se ve debilitada por la libertad de las empresas más allá de su jurisdicción, busca una jurisdicción más amplia. Cuando la aplicabilidad de sus controles se ve reducida por las circunstancias cambiantes, busca controles más estrictos. Así, en el sector del transporte, donde el monopolio ha dado paso a la competencia, el objetivo original de la regulación industrial podría haberse cumplido mejor si se hubiera reducido la jurisdicción o se hubieran relajado los controles. Pero la política, a lo largo de los años, ha favorecido la ampliación de la cobertura y la elaboración de detalles. En algunos países, la mejor evidencia de captura no se encuentra en el sistema formal de regulación de las comunicaciones, sino en el esquema auto-regulado operado por la prensa.