El imperio bizantino surgió de la decisión del emperador Constantino I de eregir una capital oriental en el emplazamiento de Bizancio, en el estrecho del Bósforo, presagiando la división del impero romano. Durante el reinado de Justiniano I, el impero bizantino se hizo con el control de la península ibérica, Dalmacia y partes del norte de África mediante diversas campañas militares, en buena parte por uno de sus generales. De forma gradual, Constantino I el Grande desarrolló Constatinopla hasta convertirla en una verdadera capital de las provincias romanas orientales, es decir, aquellas áreas del Imperio localizadas en el sureste de Europa, suroeste de Asia y en el noreste de África, que también incluían los actuales países de la península de los Balcanes, Turquía occidental, Siria, Jordania, Israel, Líbano, Chipre, Egipto y la zona más oriental de Libia. La prosperidad comercial de los siglos IV, V y VI hizo posible el auge de muchas antiguas ciudades. Entre el 534 y el 565 reconquistaron el norte de África, Italia, Sicilia, Cerdeña y algunas zonas de la península Ibérica. La recuperación alcanzó su plenitud bajo el largo reinado de la dinastía Macedónica, que comenzó en el 867 con su fundador, el emperador Basilio I, y que duró hasta 1057. Tras la muerte de Basilio II, el Imperio disfrutó de una expansión y prosperidad económica, pero padeció una serie de emperadores mediocres que renegaron de nuevos progresos tecnológicos, culturales y económicos provenientes del occidente europeo y del mundo islámico, al tiempo que el ejército sufría una fuerte decadencia.