Este texto se ocupa de la demanda agregada keynesiana. En “La Teoría General”, Keynes se enfrentó a esta visión del mundo. Su idea central era que la economía no se guiaba por los precios, sino por lo que él llamaba “demanda efectiva”, es decir, el nivel general de demanda de bienes y servicios, ya sean coches o comidas en restaurantes de lujo. Si los fabricantes de automóviles perciben que la demanda de sus productos es escasa, no contratarán nuevos trabajadores, por mucho que los salarios bajen. La propia teoría de Keynes debería habernos advertido de sus limitaciones prácticas. Para reanimar los espíritus animales y sacar a una economía de su estancamiento, nos dice, la única opción es recurrir al gobierno, que, al no tener que responder ante accionistas preocupados o familiares ansiosos, puede asegurar una demanda inmediata de la producción de las empresas pequeñas y grandes: “porque si la demanda efectiva es deficiente, no sólo es intolerable el escándalo público de los recursos desperdiciados, sino que el empresario individual que trata de poner en marcha estos recursos está operando con las probabilidades cargadas en su contra”. Todo esto sigue siendo cierto. Sólo que conocer el principio no es suficiente. El obediente político keynesiano debe decidir sobre un determinado nivel de préstamo y gasto y también sobre cuándo retirar el estímulo. Pero, ¿cuánta demanda adicional hace falta para que los empresarios se sientan optimistas al levantarse por la mañana? ¿Y cuánto endeudamiento se puede mantener sin que los mercados se vean afectados por una ansiedad autoalimentada?