Aunque la relación entre el comercio y la cultura ha sido descrita como una de esas nuevas cuestiones que plantean serios desafíos prácticos y teóricos para la comprensión actual del régimen comercial, los conflictos comerciales relativos a los bienes y servicios culturales no son en realidad un fenómeno nuevo. Tales conflictos se remontan a los años veinte, cuando los países europeos, después de la Primera Guerra Mundial, comenzaron a recurrir a los cupos de exhibición para proteger su industria cinematográfica de una repentina afluencia de películas estadounidenses que se percibía como una amenaza para su expresión cultural. Después de la Segunda Guerra Mundial, mediante acuerdos gubernamentales como el acuerdo Blum-Byrnes de 1946, que concedió generosos cupos de importación a las películas estadounidenses como parte de la liquidación de la deuda de guerra francesa, o mediante acuerdos negociados directamente entre la Asociación de Exportación de Películas Cinematográficas de Estados Unidos y varios gobiernos, logró invertir la marea. En 1947, parecía haberse llegado a una solución de compromiso con la inclusión del Artículo IV en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) que reconocía la especificidad de los productos culturales, al menos en el caso de las películas, sin eliminarlos de las disciplinas del acuerdo. Sin embargo, a principios de la década de 1960, la disputa se reanudó cuando los Estados Unidos pidieron al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio que investigara las restricciones impuestas a sus programas de televisión por varios países. Se constituyó un grupo especial para examinar el asunto, pero no pudo llegar a un acuerdo.