Para los judíos, la presencia divina se encontraba principalmente en la historia. La presencia de Dios también se experimentaba en el ámbito natural, pero la revelación más inmediata o íntima se producía en las acciones humanas. Es esta afirmación concreta -haber experimentado la presencia de Dios en los acontecimientos humanos- y su posterior desarrollo el factor diferenciador del pensamiento judío. Dado que el antiguo Israel creía que, a lo largo de su historia, se encontraba en una relación única con lo divino, esta creencia básica afectó y moldeó su estilo de vida y su modo de existencia de una manera notablemente diferente a la de los grupos que partían de una visión algo similar. Además, Dios -como persona- había revelado a este pueblo, en un encuentro particular, el modelo y la estructura de la vida comunitaria e individual. Reclamando la soberanía sobre el pueblo debido a su acción continua en la historia en su nombre, había establecido un berit (“pacto”) con él y había exigido de él la obediencia a su Torá (enseñanza). La vida corporativa de la comunidad elegida era, pues, una llamada al resto de la humanidad para que reconociera la presencia, la soberanía y el propósito de Dios: el establecimiento de la paz y el bienestar en el universo y en la humanidad. Además, la historia no sólo reveló el propósito de Dios, sino que también manifestó la incapacidad del hombre para vivir de acuerdo con él. Las enseñanzas fundamentales del judaísmo se han agrupado a menudo en torno al concepto de un monoteísmo ético (o ético-histórico). La creencia en el único Dios de Israel ha sido suscrita por los judíos profesantes de todas las épocas y de todos los matices de la opinión sectaria. Por su propia naturaleza, el monoteísmo postulaba en última instancia el universalismo religioso, aunque podía combinarse con una medida de particularismo. En el caso del antiguo Israel (véase más abajo Judaísmo bíblico [siglos XX-XIV a.C.]), el particularismo tomó la forma de la doctrina de la elección; es decir, de un pueblo elegido por Dios como “un reino de sacerdotes y una nación santa” para dar ejemplo a toda la humanidad. Tal acuerdo presuponía un pacto entre Dios y el pueblo, cuyos términos el pueblo elegido tenía que cumplir o ser castigado severamente. La ley se convirtió en el principal instrumento mediante el cual el judaísmo debía llevar a cabo el reino de Dios en la tierra. En este caso, la ley no sólo significaba lo que los romanos llamaban jus (ley humana), sino también fas, la ley divina o moral que abarca prácticamente todos los ámbitos de la vida. La conducta debía ponerse al servicio de Dios, como Gobernante trascendente e inmanente del universo, y como tal creador y propulsor del mundo natural, y también como Aquel que orienta la historia y ayuda así al hombre a superar las fuerzas potencialmente destructivas y amorales de la naturaleza. La concepción de un mensajero de Dios que subyace a la profecía bíblica era amorita (semítico occidental) y se encuentra en las tablillas de Mari.