En el derecho romano clásico, la llamada “actio de dolo” se concedía como acción delictual (punitiva) en casi cualquier caso de pérdida causada injustamente, y con la ayuda de una exceptio doli toda violación del principio de buena fe podía plantearse como defensa en una acción sobre el crédito que se había obtenido mediante el fraude. Una condena por fraude, además de establecer la obligación de pagar daños y perjuicios, convertía al acusado en infamus, es decir, perdía su honor como ciudadano romano. Este elemento moral sigue formando parte a veces del concepto de “fraude”. Un fragmento del Digesto que afirmaba que el dolus era contrario a un consenso contractual tuvo especial importancia para el desarrollo jurídico posterior. Pues, durante la época de recepción del derecho romano, este consenso se convirtió cada vez más en la justificación de la fuerza vinculante de un contrato. Basándose en los textos romanos, los principales obstáculos a dicho consenso pasaron a ser los tres vicios del consentimiento: el error (equivocación), el metus (coacción) y el dolus, que entonces se entendía en sentido estricto como que sólo abarcaba los casos de fraude intencionado. A diferencia del derecho romano, el término “consenso” ya no describía el acuerdo mutuo de ambas partes contratantes, sino que significaba las declaraciones individuales de consentimiento de cada parte contratante, que se convirtieron en el nuevo concepto fundador de la autonomía privada. Debido a esto, el fraude se categoriza como un vicio del consentimiento. El Estatuto de Fraudes o ley contra el fraude (ver Estatuto de Fraudes en derecho americano) es la base de la mayoría de las leyes modernas que requieren que ciertas promesas deben ser por escrito para ser ejecutables.